Por Sergio Sinay
Según se apresuran a definir ciertos análisis post (y pre)
electorales, la sociedad argentina ha dado un salto de madurez tal que ya no
piensa ni responde con el bolsillo, sino que ahora sus aspiraciones son más
trascendentes y sus visiones más sutiles e idealistas. ¿Es así o estas
interpretaciones, tan libres y arbitrarias como suelen ser todas las
interpretaciones, simplemente acomodan los resultados a la realidad y crean lo
que el ensayista Nassim Nicholas Taleb llama posdicciones?
Las posdicciones corren
detrás de los hechos que alguien no vaticinó o que no puede explicar e intenta
demostrar que los previó y anunció. En este caso puntual, dado que las
inversiones no llegan y el consumo no levanta, se optaría por demostrar que la
cultura política de la sociedad ha dado un salto de calidad que se refleja en
el voto. ¿Pero qué ocurriría si se presentaran un nuevo viento de cola y una
nueva oleada consumista, y otra vez hubiera correlación entre voto y situación
económica? Acaso nuevas posdicciones acomodarían entonces la interpretación.
Pero hay otra opción. Quizás se esté confirmando lo que el
historiador y politólogo francés Pierre Rosanvallon analiza en su libro La
contrademocracia (Ediciones Manantial). Rosanvallon, que preside La Republique
des Ideés (un espacio de intercambio de ideas entre intelectuales europeos),
advierte sobre la espectacular expansión que adquirieron las campañas
electorales esencialmente negativas. “Todo sucede como si el objetivo principal
de una elección para cada candidato fuera evitar la victoria de su oponente”,
escribe. Esto no es nuevo, pero era periférico. Hoy se convirtió en la regla.
Según el ensayista, numerosos estudios demuestran que penetran y se memorizan
más los anuncios negativos que los positivos. El fenómeno es mundial, y
expertos y asesores han ido empujando a los candidatos a que abandonen pruritos
morales, que relativicen los méritos propios y que demuelan al competidor antes
que nada.
En la Argentina de la grieta este fenómeno es notorio. De
uno y otro lado del abismo se dispara con estilos diferentes pero con idéntico
fin. Acentuar el “ellos y nosotros”. Quien no está con uno está con el otro. Y
quien proponga otra vía es funcional al enemigo, y así se lo pinta. Las
campañas negativas tienen un triple efecto, apunta Rosanvallon. Consolidan el
“núcleo duro”, al crear distanciamiento con el opositor impiden que se lo pueda
conocer de verdad y, por fin, desmovilizan a los votantes que no adhieren al
enfrentamiento. En definitiva, colaboran al empobrecimiento de la política y
fomentan el escepticismo social. Finalmente, los resultados de la votación
muestran quién cosechó más enemigos y no cuál fue la política elegida luego de
haber sido desplegada en forma de programa.
Por supuesto, una campaña positiva fundamentada en ideas y
voluntad de mejorar a través de acciones y políticas de Estado requiere un
nivel de recursos políticos e intelectuales que sería excesivo esperar de los
candidatos que vienen presentándose en todas las elecciones. La vía negativa es
más simple y elemental. Lo grave es que, cuando prende, se traslada al
razonamiento de los votantes quienes, más allá de lo que declamen, terminan
votando “contra” alguien y lo hacen con argumentos personales y emocionales
antes que racionales. Esto impide toda discusión enriquecedora, aumenta los
niveles de intolerancia, impide el asomo de una visión compartida sobre el
destino de la sociedad en la que se vive y ensancha la grieta. El que gana,
gana para él, no para la sociedad, por mucho discurso oportunista que despliegue
después. Desde una perspectiva pedagógica, las campañas negativas no enseñan
pero contribuyen a fomentar la ignorancia en sus formas más obvias y
disimuladas. Esto ocurre a partir de un procedimiento democrático, como es el
voto. Pero termina por dañar la posibilidad del consenso y consolida lo que
Rosanvallon llama una democracia de rechazo. La cual nunca es sinónimo de
madurez.
(*) Escritor y periodista
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