Por Gustavo González |
Algunos pensadores, como Umberto Eco, creen que los países que no tienen
enemigos externos, viven en peligro. En peligro de inventarse un enemigo
interno.
La Argentina tuvo distintos enemigos externos. Uno inaugural, el imperio
español. Otro, Inglaterra, el último con el que se llegó a la guerra. También
las naciones vecinas fueron buenas candidatas para cumplir ese rol, como
Paraguay o Chile.
Cuando el enemigo externo existe, los conflictos internos tienden a
subestimarse, porque no hay nada más importante que vencer al enemigo en
común. El ejemplo más extremo fue Malvinas:
incluso la lucha contra la dictadura quedó en segundo plano y todos fueron a la
Plaza de Mayo a mostrar unidad ante la armada invasora.
Hace 35 años de aquella guerra y no sólo a ningún otro gobernante se le
ocurrió repetir el intento, sino que, además, las hipótesis de conflicto
externas perdieron relevancia y los acuerdos de convivencia internacional
fueron la norma.
¿Será esa falta de un enemigo externo real el origen de un instinto
bélico (o un miedo atávico) que se transformó en grieta interna y cruza a los
argentinos desde hace años?
The Grieta Post. El kirchnerismo intentó buscar el Mal afuera (el
FMI, los fondos buitre, el imperialismo), pero siempre fueron vistos como
enemigos virtuales. El foco del Mal estuvo puesto puertas adentro
(corporaciones, medios hegemónicos, el campo). Abonó las dicotomías
patria-colonia y pueblo-antipueblo y regeneró el duelo peronismo-antiperonismo.
El macrismo se presentó como su opuesto. En plena campaña presidencial,
Mauricio Macri evitaba los ataques personales y raramente hablaba de
corrupción. Al principio de su gestión se le recriminaba por no hacer un
relevamiento duro de la herencia.
Pero algo cambió este año, con la economía a medio arrancar y el proceso
electoral en plena marcha. Los funcionarios comenzaron a explicar que “la
grieta viene de abajo hacia arriba” y que era inevitable ser parte de ella. Los
últimos discursos de campaña de Macri parecen haber sellado el fin de las ondas de “amor y paz”.
La grieta es como un agujero negro. Posee un campo gravitacional tan
poderoso que absorbe las tensiones sociales. No deja escapar ni la luz, por eso
refleja algo tan oscuro. Y, como los agujeros estelares, la grieta puede no
verse, pero se comprueba por quienes transmiten niveles inusitados de odio.
Basta ver en los sitios de noticias los comentarios de cualquier nota
sobre Cristina y Macri, para saber que algo realmente poderoso surge de
ese agujero social que daña tanto la inteligencia del argentino medio.
No se trata sólo de frases inconexas, graves errores de ortografía y
sintaxis y problemas serios de comprensión de textos, sino que la destilación
de odio impregna gran parte de lo que se dice.
Son opiniones que circulan por las redes, pero también en la calle, en
las mesas familiares, en el trabajo. La grieta lleva años, pero la campaña electoral la hizo explosiva.
Se retroalimenta con feroces acusaciones contra políticos, empresarios,
celebridades e incluyen hasta vínculos con el narcotráfico, robo de niños,
trata de personas. Su nivel de agresividad hace suponer que si se vieran la
cara, se golpearían. A veces es lo que sucede, en escraches a famosos o
discusiones callejeras. Los insultos son parte esencial de la mayoría de esos
comentarios: yegua, gato, ladrona, chorro, miserable, imbécil, HDP.
Los periodistas no podíamos no estar en la mira. Nos señalan por
macristas, kirchneristas, vendidos o chupamedias. O todos esos adjetivos juntos
en los comentarios de una sola nota.
Los colegas de los medios audiovisuales aseguran que son los que más
sienten la agresión. Quienes trabajan en las radios y canales del grupo Clarín,
saben que por sólo dudar de qué tan corrupto es un ex funcionario K, se exponen
al instante a las críticas más lacerantes de su audiencia.
Lo mismo pasa, en sentido inverso, con los periodistas de los medios
ligados al kirchnerismo.
Quizá eso genera un reflejo pavloviano: los periodistas entienden que
para no ser maltratado, es mejor decir lo que sus audiencias quieren escuchar:
las voces distintas son escasas.
El problema es que si un periodista adquiere ese reflejo por ser
castigado por sus dudas, corre el riesgo de encerrarse en el reino de las
certezas, que es como la caverna de Platón, un lugar de verdades absolutamente
falsas.
Los periodistas también somos parte del problema. Y una porción
inquietante de colegas cava en la grieta a diario. Lo hacen en sus medios, pero
fundamentalmente lo expresan en sus redes sociales cuando se sienten liberados
del corsé de responsabilidad que les da una marca periodística. Ahí pueden
adquirir el mismo lenguaje y el mismo nivel de brutalidad que las personas que
no tiene la menor responsabilidad comunicacional. Como si el que firmara una
nota en un periódico fuera otra persona cuando tuitea cincuenta caracteres. (No
es un problema sólo argentino. The Washington Post le acaba de exigir a sus
redactores que cuando usen las redes sociales lo deben hacer con el mismo
profesionalismo que en las plataformas del diario).
Construir al enemigo. Puede ser que hoy la grieta ya surja natural de abajo hacia arriba, pero cuando llega arriba y pasa por los líderes y los medios, se realimenta y desciende con mayor intensidad. Para volver a girar, en un círculo vicioso que crece y daña.
La grieta se solidifica y a los tibios ya no los vomita Dios, sino ella.
Imagínense a Carrió dudar sobre la exactitud de alguna denuncia anti K.
Imagínense a Cristina dudar sobre si hay algo que este gobierno haga mejor que
el suyo. La grieta no permite dudar.
Los medios somos la representación comunicacional de esta sociedad
quebrada. Cada sector tiene el medio que se merece, que es el que mejor lo
refleja. Y los medios se cuidan bien de a quién reflejar, no sea cosa de que la
grieta también los expulse por tibios.
Es tan distinta la realidad que ven unos y otros, que si no fuera
trágico sería cómico. Si los agrietados pudieran tomar distancia y compararan
cómo cada medio le dice a cada uno lo que quiere escuchar, empezarían a
comprender las reglas de este juego en el que, siempre, la suma da cero.
Sólo por tomar un día: el miércoles pasado hubo una manifestación frente
a Tribunales para pedir celeridad en las causas de corrupción. Los medios de un
lado de la grieta transmitieron casi en directo. Los del otro lado, nada. Al
día siguiente, unos diarios llevaron la noticia en la tapa. Del otro lado, le
dedicaron pequeñas notas en el interior o directamente la ignoraron.
Los canales que representan los paradigmas televisivos de los bandos en
pugna lo saben bien: TN y C5N tienen medido que cuando sus programas invitan a
figuras del otro bando, sus ratings bajan. Son los canales líderes entre las
señales de noticias.
Esas audiencias quieren oír lo que quieren oír, sólo eso. No pretenden
que le entren balas de dudas a sus sistemas inmunológicos. Entienden que la
duda es un virus peligroso. Empiezan por dudar si los “otros” son tan malos
como dicen y pueden terminar dudando de si ellos son tan buenos como creen.
Mejor aferrarse a los líderes y a los medios que los reflejan con la
misma exactitud que un espejo.
En Construir al enemigo, Umberto Eco pasa revista a las tonterías que el
ser humano hizo a lo largo de la historia para justificar el odio a un “otro”
malvado. Los “otros” fueron negros, mujeres independientes,
librepensadores, judíos, cristianos, enanos, feos, inmigrantes, científicos,
gitanos, gays, leprosos. Para cada uno de ellos se construyeron mitos
que sustentaron la razonabilidad del odio. A la distancia parece fácil
reconocer la falacia y reírse de ella, pero en sus tiempos, cada enfrentamiento
entre unos y otros causó persecuciones y espanto.
Lo mismo está pasando ahora, pero no lo reconocemos como caricaturesco
porque somos parte del proceso de construir un enemigo en el otro. Eco duda si
la figura del enemigo puede ser abolida por los procesos civilizatorios y se
pregunta si la ética es impotente frente a esa necesidad ancestral: “Yo diría
que la instancia ética sobreviene no cuando fingimos que no hay enemigos, sino
cuando se intenta entenderlos, ponerse en su lugar. Intentar entender al otro
significa destruir los clichés que lo rodean, sin negar ni borrar su
alteridad.”
Quizá se pueda empezar por ahí.
© Perfil.com
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