Por Carlos Ares (*) |
Hacerse ciertas preguntas es como sacarse un hilito que te
cuelga en la costura de la mollera. Tirás y sale, sigue saliendo, te descose
las telas de araña, te deja sin abrigo, a la intemperie de la duda. Vas por la
vida, mirando pasar la realidad con ojos de niño y, de pronto, aparece lo que
siempre estuvo ahí, lo que es evidente: ¿por qué no votamos el Poder Judicial?
Habrá quien explique las razones desde las alturas académicas, pero abajo,
entre los que sufren las consecuencias, cuesta aceptar los motivos de semejante
cojera del sistema.
El Estado divide su poder en tres –el Ejecutivo, el
Legislativo y el Judicial– para que se
controlen entre sí. Todos los ciudadanos somos convocados a elegir los más
altos cargos del Poder Ejecutivo – tal es el caso del presidente de la Nación y
el vicepresidente– y les cedemos a ellos la autoridad para designar ministros y
funcionarios que se van a encargar de la administración de nuestras vidas en
comunidad y bienes compartidos. Si, además, decidimos también quiénes integran
el Poder Legislativo, diputados y senadores para que discutan, en
representación nuestra, las leyes que rigen la convivencia, ¿por qué no se presentan listas de candidatos
a los tribunales y altos cargos del Poder Judicial?
Si aceptamos que tipos deleznables como Guillermo Moreno o
Luis D’Elía tengan derecho a postularse y se ofrezcan todavía a la
consideración pública, si resultan electos otros personajes como la diputada
Sandra Mendoza, la ex esposa del ex jefe de Gabinete, Jorge Capitanich, o el
diputado Héctor Recalde, o el senador Carlos Menem –por razones diversas que
cada uno sospecha pero que no vienen a cuento ahora– , y si entre todos ellos
pueden discutir proyectos de leyes que tienen que ver con asuntos tan diversos
como la protección del medio ambiente o la violencia de género, ¿por qué no
podemos votar a los integrantes del Poder Judicial?
Si convencidos, o a regañadientes, temerosos tal vez en
algunas distritos por fantasmas que limitan la libre expresión de la voluntad,
a pesar de todo escogemos con alguna esperanza entre candidatos a presidentes,
diputados, senadores, concejales, y si hasta nosotros mismos podemos llegar a
ser designados como miembros de un jurado en un proceso donde se decide sobre
la culpa o la inocencia de una persona acusada de delitos graves, ¿por qué no
elegimos el Poder Judicial?
De pronto te asalta la cara de un tal Freiler, que hizo una
fortuna en poco tiempo. Te enterás de que los jueces no pagan impuestos, que
cajonean y demoran a placer las causas, escuchás las acusaciones de Carrió a
Lorenzetti, las que pesaban sobre Zaffaroni, a un ex juez como Cruciani decir
que “muchos de estos jueces deberían estar presos”, y volvés, asqueado, la
mirada hacia las cárceles. No hay ninguno ahí. Están llenas, sí, de presos
hacinados, pero son sólo cinco o seis los que se robaron todo y dejaron un
tendal de muertos por la corrupción: María Julia Alsogaray, antes, Menem un
ratito en una quinta, Báez, José López, Ricardo Jaime. No De Vido, no Boudou,
no aún los condenados por matar 52 personas en la estación de Once, no Scioli,
no Aníbal Fernández, y añadí los nombres que quieras a tu propia lista de tipos
que, si tenés dudas sobre su inocencia, te sonríen y remiten a “la Justicia”.
En la época de Menem “los jueces de la servilleta”, el
encubrimiento de los atentados, durante el kirchnerismo la relación cómplice
con los servicios de inteligencia y el latrocinio, en el comienzo de Cambiemos
la designación “por decreto” de dos jueces de la Corte. Todos, Freiler,
Lorenzetti, Lijo, Oyarbide, Casanello, Martínez de Giorgi, Rafecas y demás
fueron “aprobados” por el Congreso, abusando de la delegación de nuestra
voluntad, en acuerdos políticos de defensa propia. Antes de llegar a esa instancia,
los candidatos deben besar el anillo de “la familia” judicial.
¿Por qué no elegimos el Poder Judicial? Si tirás del hilo,
te quedás con la duda al aire. Hasta un niño diría entonces lo que se ve: el
ciudadano común está desnudo de justicia.
(*) Periodista
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