Por Sergio Sinay (*)
Mientras unos y otros se atribuyen la victoria en las PASO
del domingo 13 de agosto (unos enarbolando cifras nacionales, otros
reincidiendo en relatos con toques delirantes), hay un partido del que poco se
habla. El de los indecisos.
Ese partido acostumbra tener a los candidatos y a
los encuestadores con la glotis cerrada hasta el momento de las primeras bocas
de urna. Porque los indecisos siempre deciden. Y quizás sean los más
democráticos de los votantes. No van a las urnas por obediencia debida, por
apego fanático a un dogma o por fidelidad a un color, aunque los candidatos de
ese color sean indiferentes a la suerte de su clientela mientras esta
permanezca. Los indecisos votan porque ese es uno de los deberes que rigen la
vida en democracia. Pero por algún motivo vuelven a representar un porcentaje
decisivo en cada nueva elección.
Tomemos la provincia de Buenos Aires. Unos celebran que “la
gente”, ese comodín para llenar frases en discursos, quiere y acompaña “el
cambio” (dando por sentado que cambio, significa algo y que esa palabra es un
valor en sí misma). Otros se ufanan de que sus creyentes quieren dejar de
sufrir regresando a un pasado imaginario y eviscerado de todo rastro de
corrupción. Pero en verdad, ni unos ni otros fueron votados por la mayor parte
del padrón de ese distrito. A cada uno de ellos no los eligió un 65% de los votantes,
aunque ambos convierten a sus respectivas partes (minoritarias) en el todo.
Si la verdad estuviera en alguno de los dos relatos, no
habría indecisos. La sociedad estaría encolumnada detrás de ese cambio basado
en lo que el filósofo Roger Scruton llama “optimismo inescrupuloso”, o habría
ido en masa a recuperar el pasado de impunidad y corrupción criminal que su
musa ahora herbívora parece haber olvidado. Pero el partido de los indecisos
frustra a ambas mayorías y tampoco confía en la avenida del medio.
¿Por qué son indecisos los indecisos? ¿Por qué siembran de
tensión cada elección, sea presidencial o de medio término? Quizás porque su
indecisión es producto de la decepción, de la impotencia frente a la repetida
chatura de los candidatos y de los discursos, cuando no de su hipocresía. Acaso
porque aspiran a escuchar una propuesta verdaderamente política, esa que jamás
parte de la boca de algún candidato. Una propuesta que encierre una visión y
también enseñanzas acerca de cuáles son los recursos, las ideas y los caminos a
desarrollar para orientarse hacia esa visión. Tal vez porque esperan, un
proyecto de comunidad en que la diversidad no sea provocadora de grietas sino
enriquecedora del escenario en el cual vivir con el otro.
Podría ser que los indecisos lo sean porque estén hartos de
que se les hable como a tontos, de que se los manipule desde el toqueteo
emocional, que se les quiera hacer creer que los candidatos no son lo que
parecen y de que se los tome por conejitos de Indias en los laboratorios del
marketing electoral. De paso, no sería raro que los indecisos estén hasta el
gorro de analistas que, cuando pierden el hilo y buscan explicaciones
posteriores a lo que no advirtieron antes, terminen lisonjeándolos con frases
hechas como “la sociedad demostró madurez e independencia”. Es decir, que los
despachen con lo que ya se convirtió en lugar común y sigan distraídos en
chismes y anécdotas sin bucear el fondo de la cuestión.
Los indecisos no tienen “núcleo duro” (otra etiqueta de las
que esclerotizan los análisis), son flexibles, están atentos al fluir de los
hechos, no son siempre los mismos, discuten sin anatemizar, sostienen
enriquecedoras conversaciones e incluso discusiones entre sí, no son objeto de
clientelismo ni de manipulaciones sofísticas. Y seguirán siendo muchos y
provocando el insomnio de candidatos y encuestadores mientras las propuestas, y
quienes las encarnan, permanezcan a la altura del zócalo. Pero continuarán
votando y garantizando un espacio y un ejercicio democrático allí donde la
grieta sigue abierta y profundizándose desde ambos lados.
(*) Escritor y periodista
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