Por
Ernesto Tenembaum
La desaparición de Santiago Maldonado ha desatado
un debate que en los últimos días empezó a ensuciarse de manera
imprevista. Mucha gente que, con todo derecho, siente la necesidad de apoyar
a este Gobierno ha reaccionado a la defensiva y, tal vez tironeada por ese
objetivo, empezó a confundir lo central con lo secundario.
El 1° de agosto, hace casi un mes, fue denunciada
la desaparición de Maldonado. Desde entonces, el Gobierno no logró resultados
en dos aspectos claves: no encontró al desaparecido, ni
pudo ofrecer una explicación creíble, al menos hasta ahora, sobre lo que
ocurrió con él.
Esa dificultad contrasta con otros hechos. Desde el
momento mismo de la denuncia, cuando aún no había transcurrido suficiente
tiempo para llegar a una conclusión, el Gobierno aclaró que Gendarmería es
inocente. Luego, informó sobre la existencia de un grupo mapuche
cuasiterrorista, que recibe entrenamiento de la guerrilla colombiana y vinculó
al desaparecido a ese grupo. O sea, sembró datos gracias a los cuales
la víctima, lentamente, pasó a la situación de culpable. Encima, todas esas
informaciones son difíciles de comprobar –es cuestión de creer o no, son algo
que alguien dice– pero son útiles para desviar el tema central, esto es,
que Santiago no aparece y que el Gobierno no logra explicar ni dónde
está ni por qué desapareció.
En el medio de esto, que es lo más angustiante,
aparecen debates enardecidos sobre si Macri es un dictador o no, sobre si los mapuches
visten bien o visten mal, sobre si se trata de una amenaza real a la seguridad
nacional o –como todo parece indicar– de un grupo muy marginal, casi
desharrapado. Por si faltaba un condimento, la ministra de Seguridad, Patricia
Bullrich, opina sobre la década del setenta y sostiene que tal vez "los
demonios no eran tan demonios".
Es raro. Por momentos pareciera que algunas
personas que han sido muy valientes y coherentes, en su afán de preservar la
imagen de Mauricio Macri –algo, insisto, completamente legítimo– han cambiado
algunos criterios.
Tal vez ayude a entender esta dinámica un tweet de
Pablo Sirven, periodista del diario La Nación. "Los que no
percibieron nada raro con la muerte de Nisman y se cansaron de difamarlo
preguntan dónde está Santiago Maldonado", escribió. Justamente, la
comparación entre el caso Nisman y la desaparición de Maldonado ayuda a
percibir los contrastes.
La muerte de Nisman fue un hecho estremecedor. Un
fiscal apareció muerto en su departamento horas después de haber formulado una
denuncia tremenda contra la entonces Presidente de la Nación y horas antes de
exponer esa denuncia ante el Congreso. Cristina Kirchner publicó entonces una
primera carta donde sostenía que el fiscal se había suicidado. Luego, publicó
otra donde se desdecía: Nisman ahora había sido asesinado. Pero además,
identificaba al presunto asesino y fundamentaba su posición con una frase
terrible: "No tengo pruebas pero no tengo dudas". Mientras tanto, el
aparato oficial se alineaba para difamar al fiscal que acababa de morir.
Como corresponde, un sector de la sociedad civil
reaccionó para confrontar con el Gobierno, reclamarle una investigación seria y
denunciar las barbaridades que hacía. Eso generó más reacciones miserables.
Como bien dice Sirven, hubo quienes no vieron nada extraño en esa muerte y se
dedicaron a burlarse de cualquiera que planteara dudas. Son las miserias
clásicas del fanatismo oficialista: agreden a los que dudan, a los que señalan
las contradicciones, a los que perciben el abuso de poder.
El Gobierno cambió en el año 2015.
Muchos de los oficialistas de entonces son los
opositores de ahora. Y viceversa.
El nuevo contexto es un desafío para los unos y
para los otros. Hay un evidente doble standard entre quienes
respaldaron a ciegas al gobierno anterior, que no solo vale para el caso
Nisman. Es muy poco creíble que la desaparición de Maldonado sea
agitada por quienes echaron a empujones de la 9 de julio a los Qom, o por
quienes defienden los crímenes del régimen venezolano, por quienes aplaudieron
al general Milani o por la Presidente que bailó sobre un escenario en el
momento en que decenas de argentinos caían bajo las balas policiales.
El
desprestigio y el aislamiento del kirchnerismo respecto de este tema es un
problema serio ante casos como el de Santiago Maldonado: sobreactúan su
sensibilidad, copan y partidizan los actos, los rodean de folklore endogámico
y, entonces, le ofrecen un flanco fantástico al Gobierno.
Pero si a alguien le fastidió el seguidismo de los
fanáticos del gobierno anterior, debería tratar de no parecerse a ellos.
Santiago Maldonado desapareció. Desde ese mismo día
el Gobierno proclamó que Gendarmería es inocente. ¿Esa era la respuesta lógica?
¿O era más razonable explicar que todas las hipótesis permanecían abiertas?
No era necesario que se tirara a nadie por la
ventana, como se atajó la ministra. Pero entre evitar el castigo a un inocente
y absolver a un sospechoso hay una distancia. ¿Es necesario aclarar la gravedad
del episodio para exigir que, al menos en sus declaraciones, el Gobierno sea
cauto y preciso? Si la gendarmería no fue, entonces la cautela del Gobierno no
causa daño. Pero si, como sospecha la familia, Maldonado fue asesinado por un
gendarme y todos se complotaron para esconder el cuerpo, la defensa cerrada del
Gobierno contribuye para que cierren filas, ofrece respaldo a los eventuales
conjurados, dificulta la investigación.
La ministra ha sostenido que no existe la
posibilidad de que cuarenta gendarmes sostengan un mismo relato, sin que
ninguno se quiebre, luego de haber participado del ocultamiento de un cuerpo.
Treinta y cuatro años después de concluida la dictadura militar, prácticamente
ningún militar se quebró ni contó nada. ¿Por qué se quebrarían ahora,
más cuando cuentan con el respaldo oficial?
Es cierto que no hay pruebas concluyentes ni
siquiera sobre la presencia de Maldonado en el lugar de los hechos. Pero
tampoco había pruebas de que Nisman hubiera sido asesinado. La sociedad
manifestaba entonces por la inquietud ante la falta de respuestas por parte de
un Gobierno en el que ya no creía: y con razón. Lo que es difícil de entender
es que la exigencia de entonces sea reemplazada por una exagerada complacencia.
La reacción del Gobierno abre flancos por todos
lados. En el correr de los días, se ha difundido, sin pruebas concluyentes, que
Santiago Maldonado fue herido mientras participaba de un ataque contra un
puesto de la empresa Benetton. Mientras tanto, el Ministerio de Seguridad
difundió que el grupo atacante tiene vínculos con las Fuerzas Armadas
Revolucionarias de Colombia. O sea: el desaparecido era un terrorista. Hay
padres y hermanos que lo buscan, el gobierno no da respuestas pero les dice que
su familiar era miembro de una célula violenta.
La Argentina es un país que tiene demasiadas
preguntas sin respuesta. ¿Cómo murió Nisman? ¿Dónde están los desaparecidos?
¿Quién hizo explotar la AMIA? ¿De qué manera perdió su vida el hijo del
Presidente en 1995? ¿Qué pasó con Julio López? Esa cadena, en estas últimas
semanas, ha sumado un nuevo eslabón: ¿Dónde está Santiago Maldonado?
La nueva pregunta, cuya respuesta aún se desconoce,
tiene un destinatario: el gobierno conducido por Mauricio Macri. En un país de
preguntas sin respuesta, a veces gobernar también es responder. Difundir
versiones falsas, absolver en tiempo récord a las fuerzas propias, preguntarse
por quién dijo qué cosa en la época en que murió Nisman, discutir con el
kirchnerismo, acusar de terrorista a la víctima, no parece lo más lógico si se
pretenden defender los valores republicanos. Y, para que el poder reaccione
como debe, quizá sea necesario que esa pregunta suene fuerte: ¿Dónde
está Santiago Maldonado?
Lo otro es ruido oficialista.
La misma parábola del kirchnerismo, pero al revés:
lo que antes se ocultaba, ahora se grita; lo que antes se gritaba, ahora se
oculta, o se dice en voz baja, del quinto párrafo de la nota para atrás.
Un clásico.
Y una pena, también.
© Infobae
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