Por Guillermo Piro |
En un artículo publicado el martes pasado en Le Monde,
Guillemette Faure se pregunta cuál es hoy el rol del libro –entendido como
objeto de papel– en el momento en que las personas poderosas –políticos o
grandes empresarios– deciden comunicar sus gustos y aptitudes intelectuales. En
un tiempo era importante dedicarle un tiempo, cada mañana, a leer la mayor
cantidad de diarios y revistas posible.
Con la llegada de internet, ese rito en
gran medida desapareció: hoy es más normal leer artículos a lo largo del día,
en los momentos libres, en la tablet o en el smartphone. Pero la foto de un
político mirando su iPhone no comunica lo mismo que otro inmerso en la lectura
del Wall Street Journal, y es por eso que el libro se volvió un objeto que, en
palabras de Faure, “encarna la capacidad de resistir a las distracciones
inmediatas, de permanecer concentrados en algo por más de dos horas. Es la
antidispersión”.
En su retrato oficial, Emmanuel Macron tiene sobre el
escritorio un ejemplar abierto a la mitad de las Memorias de guerra, de Charles
De Gaulle, y dos libros más –cerrados– con obras de Stendhal y André Gide. Pero
en la misma foto se ven dos smartphones, como si el realizador de la puesta en
escena –ni el fotógrafo ni el propio Macron: alguien más– hubiese querido que
la imagen tradicional e intelectual de los libros estuviera ligada a algo más
contemporáneo. Hablando de sus hábitos de lectura, Barack Obama, refiriéndose a
la profundización y la concentración necesarias para leer un libro, le dijo al
New York Times que no le gustan las cosas superficiales. Al igual que muchos
políticos –que todos, podríamos decir–, dijo que ama leer biografías, porque lo
ayudan a recordar que la época en que vivimos no es tan complicada, después de
todo. Pero también le gustan las novelas, porque estimulan una parte del
cerebro que el trabajo de presidente suele relegar. Le divirtió leer la novela
El problema de los tres cuerpos, de Liu Cixin, acerca del destino del universo,
porque sus problemas en el Congreso, comparados con los que tenían lugar en el
libro, le parecían “frívolos, algo de lo que no valía la pena preocuparse”.
Bill Gates es uno de los empresarios más conocidos por su
pasión por los libros: cada verano se toma el trabajo de explicar cuáles, de
los que leyó en el año, le gustaron más. En 2015, Mark Zuckerberg dijo que se
había planteado la meta de leer un libro cada 15 días, creando una página de
Facebook en donde los usuarios discutían acerca de los libros que él leía.
Timothy Ferriss, autor de un libro de entrevistas a 250 personas exitosas, dijo
que dejó de preguntarles cuáles eran sus libros preferidos porque por lo
general respondían citando el libro que acababan de leer, o uno que habían
leído cuando eran jóvenes. Descubrió que era más interesante preguntarles qué
libro recomendaban más.
El primer ministro francés, Edouard Philippe, dice:
“Marguerite Yourcenar me acompaña en las tomas de decisiones de presupuesto”
(no lo dice, pero debe de estar leyendo Memorias de Adriano). Philippe, que
lee, critica a los políticos que no lo hacen, como Nicolas Sarkozy, que una vez
confesó haber leído el 70% de Guerra y paz, de Tolstoi, y François Hollande,
que más de una vez admitió no leer y no sentirse avergonzado por eso.
“Esperamos que los políticos tengan una visión del mundo. ¿Dónde la encuentran?
¿En la cotidianeidad?”. Eso se pregunta Tony Schwartz, autor de la más famosa
biografía de Donald Trump, aparecida en 1987, El arte de vender. El año pasado,
Schwartz le contó al New Yorker que en los 18 meses que pasó trabajando con
Trump nunca lo vio abrir un libro. Según Schwartz, “Trump nunca leyó un libro
en toda su vida adulta”.
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