Por Jorge Fernández Díaz |
"No hay una interna ideológica en nuestro equipo, hay
una batalla íntima en la cabeza del Presidente." La intrigante revelación
la susurra un ministro de primera fila y alude a la tensión orgánica, a la
espectral encrucijada que secretamente acosa a Mauricio Macri, entre el arriesgado
y complejo camino desarrollista y la utópica praxis neoliberal.
Enterado de esa
hipótesis, como quien quiere sacarse un sayo incómodo que lo estigmatiza (ser
de "derecha" no garpa en la Argentina), el ingeniero se apresura a
negarla con una batería de argumentos. El primero es que hoy se siente
decididamente más frondizista (a propósito: almorzó varias veces con el ex
presidente y leyó sus libros) que ortodoxo (cuánto más lo atacan los herederos
de Alsogaray más de centro se percibe): "Ese centro insoportable entre los
neoliberales y los neopopulistas", refuerza con ironía. Luego enumera su
impulso por la obra pública, la expansión de la infraestructura, la
reconstrucción del Estado para que sea un planificador activo, la apertura
prudente, la búsqueda de inversiones extranjeras, el interés por las energías
renovables y el diseño petrolero para Vaca Muerta. "La respuesta
neoliberal al caso de Cresta Roja habría sido la ley de quiebras; nosotros
intervinimos para recuperarla", se defiende. Pero recuerda lo que Rogelio
Frigerio (el legendario abuelo de su actual ministro de Interior) habría
recomendado con el déficit fiscal: reducirlo de manera imperiosa, algo que
produjo muchísima conflictividad gremial en 1959. También eso era el
desarrollismo, aunque hoy lo nieguen los múltiples desarrollistas silvestres de
pico y mano rota. El problema es que el actual "sinceramiento de las
variables", como en aquel entonces, deviene de una bancarrota no asumida,
y que su ejecución hasta lograr una economía sana hace crujir siempre la
gobernabilidad. El sacrificio debe alcanzar a todos los sectores, sostenía
aquel Frigerio: a los empresarios y a los trabajadores, "acostumbrados a
recibir los beneficios de una política social que fue intrínsecamente justa,
pero que no correspondía a la situación real".
Macri se concibe como un "normalizador" en la
prehistoria: debe estabilizar antes de impulsar el desarrollo en una nación
devastada con veinte millones pobres. "Y ordenar la casa no seduce a nadie
-se queja-. Me coloca todo el tiempo en esa posición antipática de decir que
no. El malo de la película. Me cuentan que un cineasta pedía regularmente
créditos al Incaa, se quedaba con una parte, hacía un filme que no veía nadie e
iba por el próximo proyecto. El tipo vive bárbaro, pero esa inversión es
completamente cuestionable. Si la cuestiono, estoy contra el cine y el
arte". El "normalizador predesarrollista" en un país
culturalmente infestado por el populismo es un faquir vulnerable en un catre de
clavos envenenados: "Si desarmo la mafia de La Salada o el narcotráfico,
miles de argentinos me odian, porque viven de esos negocios oscuros".
Rogelio Frigerio escribió a fines de los años 50 un libro
fundamental, que la Universidad de Lanús rescatará pronto del olvido, y que tal
vez le convendría repasar al Presidente, a sus ministros, a los opositores
demagógicos que presumen del palo, a muchos politólogos y a los propios
monetaristas. El texto se llama "Las condiciones de la victoria" y a
pesar de que el mundo ha cambiado (fin de la Guerra Fría, globalización,
revolución tecnológica) guarda una vigencia asombrosa, aunque para releerlo con
provecho sea preciso desprenderlo de la experiencia específica de Frondizi, que
está constreñida a un tiempo donde los militares condicionaban con las armas y
el justicialismo proscripto entraba en guerra, básicamente cooptado por una
inflexible corriente de izquierda nacional liderada por Cooke. La obra de
Frigerio alude a ese período tan particular, pero se eleva para la construcción
de un proyecto sin tiempo. Formado en el marxismo, el director de la revista
"Qué" no se limita a copiar ni a importar un modelo; lo dibuja con
rigor científico e intelectual sobre la base de la mismísima idiosincrasia
argentina. Toma lo mejor del peronismo y del radicalismo, de los liberales y de
los nacionalistas, y produce una síntesis que deja afuera los errores de esas
doctrinas e integra sus mejores valores en un mismo sistema. Critica cada una
de esas posiciones (tiene incluso una teoría de la historia que supera la división
entre liberales y revisionistas) y acepta de ellas las piezas esenciales. Con
esa ocurrencia articulada, que otros hubieran transformado en una ensalada pero
que él convierte en un mecanismo de relojería, responde a tres premisas del
inconsciente colectivo: todos tienen una parte de la verdad, todos deben estar
adentro para cerrar las grietas, todos propenden al centro más allá de las
desmesuras. La justicia social del peronismo histórico, el institucionalismo
radical, el amor por las inversiones extranjeras del liberalismo y la defensa
del trabajo local de los proteccionistas pueden convivir. Bachelet, muchos años
más tarde, lo pondría en estos términos: "Acá no sobra nadie".
Menem le juró a Albino Gómez que era frondizista, Kirchner
le pidió a Bordón que armara un plan a la manera de Frigerio, y Dujovne se
siente mitad desarrollista y mitad radical. Tanto en el kirchnerismo como en
otras variantes justicialistas, socialdemócratas e independientes, muchísimos
dirigentes declaman los mismo, aunque lo interpretan de distintas formas. Se
podría decir, parafraseando a Perón, que a esta altura del partido todos somos
desarrollistas. Pero lo cierto es que el desarrollismo parece un alma en pena y
en busca de un cuerpo, un mito añorado pero eternamente saboteado por la
comunidad política; su derrotero coincide, por contraste, con la decadencia
autodestructiva en la que estuvimos inmersos a lo largo de tantas décadas de
frustración y malentendidos.
"Las condiciones de la victoria" podría ser un
punto de encuentro para los imprescindibles acuerdos que deberán tejerse
después de octubre. No se trata de un texto condescendiente, como presumen los
progres o los populistas, ni una Biblia ortodoxa: hará tragar saliva a unos y a
otros con su severidad fiscal, su rescate de lo nacional y popular, su
obstinación por la seguridad jurídica y su desprejuicio con la inversión
extranjera siempre y cuando esté dirigida por el Estado hacia la producción.
Frigerio, acusado de "dirigista", explica que aquellas gestiones con
el FMI "no tuvieron otro propósito que evitar una catástrofe" y la
temida cesación de pagos. Redacta párrafos inequívocos de doloroso sentido
común: el plan de austeridad se basa en limitar los gastos de la población a lo
que realmente el país produce. Para obtener buenos resultados, el equilibrio
del presupuesto estatal "se conseguirá en buena medida con la reducción
sustancial de la burocracia". Y se pronuncia contra los antagonismos
emotivos y los clichés de quienes buscaron la estabilización sin desarrollo, o
el desarrollo sin estabilización: los reaccionarios que lo boicotearon y los
inefables militantes del "izquierdismo literario" que lo resistieron,
en una doble pinza donde ambos se dieron la mano. Alguien le dijo hace unos
días a Mauricio Macri algo que lo dejó pensando: "La Argentina es un carro
lleno de mercadería muy valiosa que está encajado en el barro. Hay que empujar
todos juntos y al mismo tiempo para sacarlo y no perder lo que tenemos".
Es una metáfora simple, pero por momentos parece imposible en esta sociedad
suicida.
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