Por Manuel Vicent |
La rebelión de las masas no está llamada a tomar el poder
político, sino a ocupar todo el espacio físico. La masa es una especie de
corriente de lava humana que te persigue con el solo propósito de engullirte y
aniquilarte. Esa y no otra es la revolución social a la que estamos abocados. Adonde quiera que vayas, estadios, aeropuertos, estaciones,
andenes, museos, conciertos, centros comerciales, mítines, fiestas, concentraciones
civiles y religiosas, la masa impone su ley, que se rige por el cerebro de las
emociones; de hecho, la grada rebosante de un campo de fútbol tiene la
psicología de un niño de ocho años.
La importancia de un espectáculo es proporcional a la cantidad
de masa que convoca y a la vez su éxito se mide por las toneladas de basura que
genera.
Al día siguiente de un acontecimiento se te hace saber el
número ingente de camiones y operarios de la limpieza que han sido necesarios
para dejar limpio el espacio, ya se trate de un concierto de rock o de una
concentración papal.
Adonde quiera que vayas la masa ya ha llegado antes. ¿Acaso
no es como el tuyo ese cuerpo que se aglomera frente a la Gioconda del Louvre,
o que empana como un escalope humano el puente de Rialto?
La masa adquiere hoy la forma de turismo. Se trata de un
sexto continente compuesto de 1.000 millones de seres unívocos en perpetuo
movimiento, que se ha convertido en una peste planetaria, ya que a su paso
devora ciudades, monumentos, templos, palacios y jardines. El único destino de
la masa es el consumo, vestir, comer, beber, bailar, ver, oír y decir lo mismo.
Tampoco en casa estás a salvo. Esa sensación de lleno
asfixiante que produce la masa la generan también las redes sociales que
penetran a través de las paredes para hacerte saber que eso que piensas y
escribes ya lo han pensado y escrito millones de personas antes.
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