Por Luis Alberto Romero (*) |
La Argentina padece por una enfermedad de memoria. Hay un
pasado que duele, ubicado en los años setenta, cuyos efectos, proyectados al
presente, se hacen más sensibles con el tiempo. Esta memoria traumática, que
hoy está a flor de piel, agudiza otros conflictos y nos impide pensar para
adelante, en momentos en que más necesidad tenemos de tomar decisiones y
formular proyectos.
La solución pasará a la larga por la política. Pero el
saber histórico puede ayudar a sanar los males de la memoria.
No se trata simplemente de iluminar la memoria con la
verdad. Los buenos historiadores, aunque buscan la verdad con rigor, saben que
sus resultados serán siempre parciales, provisionales y controvertidos. Pueden
descubrir la falsificación de los hechos; pero en cuanto a certezas
explicativas, sólo pueden responder que las cosas son complejas. Tampoco les
preocupa mucho la verdad a quienes construyen memorias, individuales o
colectivas, pues están más interesados en definir identidades propias y ajenas.
Las memorias se construyen con algunos recuerdos y muchos olvidos. Los
recuerdos pasan por una suerte de fotoshoping, en el que los hechos resultan
modificados, acomodados, matizados o coloreados. La verdad que puede aportar la
historia les importa poco, y no está mal que así sea, pues en la construcción
de su memoria cada uno se juega nada menos que el presente en que vive y el
futuro proyectado.
La elaboración de memorias colectivas, como cualquier otro
proceso social, siempre es conflictiva. Distintas voces compiten por moldear
los recuerdos. La del Estado es la más poderosa; pero además dicen lo suyo las
fuerzas políticas, los grupos corporativos, las minorías de activistas, los
medios masivos y los intelectuales. El esfuerzo se justifica, pues quien impone
una visión del pasado tiene una herramienta formidable para moldear el presente
y construir el futuro. Para hacerlo apela a recursos argumentales que le hablan
a la razón, pero sobre todo apunta a las emociones, los valores y hasta la
estética, como descubrió a fines del siglo XIX Gustave Le Bon.
La memoria que hoy nos duele tiene que ver, precisamente,
con la contraposición de distintas construcciones en conflicto. Su conformación
es tan reciente que están a la vista los distintos momentos en los que, como en
una fuga, fueron entrando las distintas voces.
La primera surgió desde la sociedad y contra el Estado:
fueron los familiares de las víctimas de la dictadura militar. Su heroica
acción fue fructífera, quizá porque su reclamo por el destino de las víctimas
se fortaleció al encuadrarse en un relato mayor: la tradición liberal de los
derechos humanos, que remonta al siglo XVII inglés y a la Revolución Francesa.
En 1983 esta construcción virtuosa fue uno de los
fundamentos de la democracia institucional y plural y del Estado de Derecho. El
Estado hizo suya la tarea de la memoria, mientras que las organizaciones de
derechos humanos, que gozaban de estima social, comenzaron a tomar distancia.
Con su entrada, la segunda voz estatal aportó dos definiciones políticas
importantes: se trató de las "víctimas inocentes" de una historia
comenzada en marzo de 1976, y no antes. Los ejemplares juicios a las juntas
completaron esta virtuosa construcción política.
Las cosas cambiaron con la ley de obediencia debida de 1987
y los indultos de Menem. Desde la sociedad emergió una tercera voz, juvenil y
activa, que cuestionó la interpretación de 1983. Las "víctimas
inocentes" habían sido en realidad militantes revolucionarios;
gradualmente recuperaron su memoria, su ejemplo, sus fines y hasta su táctica.
Esta memoria militante repercutió sobre las organizaciones de derechos humanos,
acentuando su veta intransigente. Desapareció el liberalismo y se dudó de la
democracia. Las palabras se hicieron cada vez más violentas y se proyectaron en
los escraches.
Con el kirchnerismo entró la cuarta voz, la de un Estado
tonante. El gobierno cooptó las organizaciones, consagró la versión militante
del pasado y la integró en una interpretación más amplia de la historia
argentina, cuya matriz provenía del revisionismo histórico, hondamente
arraigado en el sentido común. El Estado desplegó todos sus recursos para
imponer un relato que enlazaba los derechos humanos con las luchas populares y
el pensamiento nacional. Poco quedaba del liberalismo de 1983.
Quienes disentían no tenían una voz unánime. Reapareció la
voz de la "familia militar", que legítimamente reclamó por sus
propias víctimas, pero incluyó una reivindicación de la dictadura militar. Esto
último era inadmisible para otros que también cuestionaban la nueva historia
oficial y denunciaban sus distorsiones y facciosidad.
Desde 2016 el kirchnerismo, más activo luego de la derrota,
montó alrededor de las "políticas de memoria" un eficaz bastión
contra el nuevo gobierno. El debate sobre los "30.000 desaparecidos"
y el reciente fallo de la Corte revelan que el tema ha vuelto a ser candente y
que el kirchnerismo recluta impensados aliados entre quienes, creyendo defender
la noble causa de 1983, llegan a tirar por la borda el liberalismo, el Estado
de Derecho y los derechos humanos.
La discusión por el pasado se salió de madre y las pasiones
bloquean los debates racionales. Aquí es donde la historia -la de los
historiadores serios- puede hacer su aporte. Su papel no es el del juez. No
consiste en establecer "la verdad" o la culpabilidad, sino en ampliar
la perspectiva de las miradas y atemperar el maniqueísmo.
La investigación histórica puede reconstruir el crescendo de
la violencia asesina de los últimos setenta años. Comenzó con palabras, siguió
con intimidaciones callejeras y remató, sin solución de continuidad, con unos
que apretaban el gatillo y otros que los vivaban o los miraban con naturalidad.
Cada uno en su momento dio un empujón para acelerar la espiral de la violencia.
La pregunta por quién fue el primero -"quien la empezó", como dicen
los chicos- no tiene sentido. Todos hicimos algo en algún momento. A la vez,
todos fuimos las víctimas.
Para el ojo de los historiadores, en esta historia larga y
triste no hubo nadie que fuera totalmente bueno o completamente malo: los ángeles
y los demonios son ajenos a la condición humana, en la que sólo se encuentra
una gama infinita de grises. No se trata de negar las responsabilidades
personales, sino de reconocer la parte de todos. Esta comprensión finalmente
enriquece nuestros juicios morales, los matiza y nos permite retomar el diálogo
con quienes, en el fondo, son nuestros compañeros de desventuras.
Los historiadores tienen el desafío de construir esa
historia comprensiva, que permita analizar sin dolor el pasado que duele y
separarlo un poco de las querellas presentes. Para eso tienen que trabajar como
profesionales y no como militantes partisanos. No resolverán los problemas,
pero ayudarán. Al final del camino, imagino algo que propuso Héctor Leis: un
monumento conmemorativo que reúna, sin distinciones, a todas las víctimas de la
violencia. Pues como Antígona, debemos enterrar a nuestros muertos para poder
seguir adelante.
(*) Historiador
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