Por Fernando Savater |
Según Kierkegaard, Suetonio describe a los césares más
tiránicos como niños muy caprichosos, dotados de poder absoluto. En efecto,
vivir bajo la férula de Calígula o Nerón debía ser como padecer las intemperancias
de un crío al que no se le pueden dar azotes porque es capaz de devolvernos
ciento por uno. Con los autócratas de guardería caben pocas razones: como no
conocen ni aprecian las reglas de la vida adulta, de ellos se puede esperar
cualquier cosa, tanto risible como espeluznante.
Es el caso de Donald Trump,
con sus morros de adolescente malcriado, sus tuits de caca, pis y culo y sus
chiquilladas que tienen poca gracia porque las hace sentado en el maletín con
las claves del poder atómico.
Desde luego Trump, gracias al sistema de separación de
poderes de la democracia americana, no puede llevar sus puerilidades
arbitrarias a los extremos de aquellos césares atroces, pero se las está
arreglando en los primeros meses de su mandato para hacer una cantidad de
travesuras bastante alarmantes. ¿Quién se atreverá a mandarle al reformatorio?
Parece que nadie, porque a sus partidarios les gustan las
burradas. Y es que vivimos en países que veneran no ya a la juventud impetuosa
sino a la niñez semisalvaje.
El discurso político consagra el maniqueísmo de una película
de buenos y malos, la argumentación se reduce a un intercambio de exabruptos y
melonadas colegiales, el liderazgo consiste en ver quién mea más lejos en el
patio del recreo.
Triunfa el sentimentalismo, el “me gusta” o “no me gusta”,
el no quiero lavarme y el confundir los churretes con pinturas de guerra. La
cuestión ya no es qué mundo dejaremos a nuestros hijos sino qué hijos van a
quedarse con el mundo. Trump, Calígula, somos todos del mismo cole...
0 comments :
Publicar un comentario