Por Natalio Botana |
Los temas dominantes en la opinión son nuestras próximas
elecciones y el drama político y humanitario que sacude Venezuela. Ambos
episodios están vinculados por una misma pregunta: ¿qué destino tendrán los
liderazgos que, con pretensión hegemónica, reinaron a partir de los noventa del
último siglo en gran parte de América del Sur?
La respuesta, aparentemente obvia, señalaría el crepúsculo
de aquellas experiencias y acaso un oscurecimiento que muchos desean
definitivo.
En el combate ideológico armado en torno a dos palabras que se
disparan como proyectiles, el denostado populismo estaría pues cediendo
posiciones frente al también denostado neoliberalismo.
Es una lucha de contrarios equipada con conceptos tan
amplios que dicen muy poco para explicar y mucho para agraviar. En busca de
alguna explicación podríamos constatar que los liderazgos hegemónicos transitan
por dos caminos. Por un lado, el derrotero que los llevaría a la dictadura; por
otro, el rumbo para alcanzar una revancha electoral. En el primero se debate
Venezuela en un charco de violencia; en el segundo se juegan las apuestas
electorales de la Argentina y Brasil.
Diferencias y coincidencias: en Venezuela las acciones
diplomáticas no han logrado contener una degradación que marcha hacia la
dictadura; en la Argentina y en Brasil, en cambio, el combate habrá de
dirimirse entre este año y el próximo en el terreno electoral. Pese a las
diferencias, sobre los dos caminos se proyecta la sombra de la sucesión entre
regímenes opuestos.
En Venezuela este antagonismo es extremo. Dos regímenes se
enfrentan en el espacio público con estructuras institucionales opuestas. Un
gobierno heredero de Chávez, en el cual el componente militar y cubano es
determinante, y una oposición atrincherada en una Asamblea Legislativa que
acaba de designar su propio tribunal supremo de justicia. Para avasallar estos
reductos, pasado mañana se designará una asamblea constituyente impulsada por
Maduro, en contra de la opinión espontánea de casi siete millones de votos que,
en un referéndum improvisado con apoyo de la Iglesia, rechazaron ese proyecto.
Mientras desde el campo diplomático se invocan sin cesar el
diálogo y la negociación, en el campo que controla Maduro se responde con esta
escalada. Poca utilidad han tenido esas acciones en la OEA o en el Mercosur
debido a las divisiones entre países que condenan y otros que muestran un
respaldo más o menos firme. Las dos naciones con mayor peso, Cuba y Estados
Unidos, por ahora callan o lanzan bravuconadas al estilo de Trump. ¿Sacudirán
los comicios del próximo domingo la molicie que embarga a la comunidad regional
e internacional? ¿O acaso podrían suspenderse en aras de una concordia aún
lejana?
Hasta prueba en contrario, el mensaje que Maduro ha dirigido
al mundo se engarza con el destino histórico de las dictaduras: a mayor
capacidad de coacción y de unidad en las fuerzas armadas, menores oportunidades
de que las oposiciones hagan valer sus demandas de libertad y restitución del
Estado de Derecho. La capacidad de coacción, tan débil en la represión del
delito común (Venezuela tiene una de las tasas de homicidio más altas de la
región, después de El Salvador y Honduras), aumenta en el plano político en la
medida en que la corrupción ligada al narcotráfico y al manejo de los resortes
del Estado tenga bien atadas, por las peores razones, a las fuerzas armadas.
En Venezuela el tiempo ha devorado las mejores intenciones
de reconciliación. En Brasil y en la Argentina, el tiempo no tiene la
característica de chapotear en la ilegitimidad, sino que se encarrila a través
de los procesos electorales. Es un rasgo que, si bien nos coloca en las
antípodas de Venezuela, no ha disipado la incertidumbre acerca de lo que
vendrá. Ciertamente ésta es una nota distintiva de las democracias, pero, tanto
en Brasil como en la Argentina, esas dudas tienen que ver con las reservas de
popularidad que conservan los líderes derrotados.
Esta derrota fue tributaria de una falla en el mecanismo del
control de la sucesión. La sucesora de Lula fue destituida en Brasil por el
Congreso y los sucesores de CFK fueron derrotados en las urnas en 2015. Más
allá de la impronta personalista, las hegemonías cayeron por no montar una
sucesión que pudiese prolongarlas en el tiempo y permitiera a los líderes
volver al poder luego de un período de ocho o cuatro años. Lo que se imaginó en
nuestro país mediante una hipotética rotación matrimonial, frustrada por la
muerte de uno de los consortes, fue suplantado, ante la necesidad, por una
fórmula presidencial fracasada.
Ésta es la línea que nos separa de Venezuela: en la
Argentina se respetó la regla básica de la democracia que consiste en la
voluntad libre del ciudadano expresada en elecciones competitivas; en Venezuela
esa regla podría ser eliminada el próximo domingo y en su reemplazo regiría
otra al arbitrario servicio del Poder Ejecutivo. Se consumaría así el entierro
de una Constitución que, paradójicamente, impulsó Hugo Chávez. Como se ve,
hacer del carisma fundador una rutina no es nada fácil.
Sin embargo, aun cuando el control de la sucesión haya
sucumbido por incompetencia o por hechos de corrupción, la popularidad de los
líderes no decrece del todo. Este desconcierto proviene de la resistencia de
las raíces hegemónicas en nuestras sociedades. Gracias a una coincidencia de
tendencias positivas a principios de este siglo, que empujaron el crecimiento y
el consumo popular, dos creencias apuntalan aquella vigencia: la creencia de
que el pasado próximo fue mejor y la creencia del que el presente no resuelve
nada y produce más daño. Esto se debe a que los gobiernos que suceden ese
pasado pagan el costo de la pretendida fiesta popular.
Se trata de creencias en las cuales, como decía Ortega, la
gente está instalada, y actúan como un velo que oculta otras realidades, entre
ellas la más evidente de la corrupción. A ello se agrega otro factor relevante:
¿es acaso posible disponer de una justicia en forma, con calidad ética y
procesal, y con la autoridad suficiente para combatir el flagelo de la
corrupción? En Brasil, esa justicia existe y responde; en la Argentina, no. Lo
cual demostraría que la querella de las creencias ha invadido también los
estrados judiciales.
Estos combates son potenciados por el sistema electoral que
combina PASO y elecciones cada dos años, y por el papel protagónico que en los
comicios representa la provincia de Buenos Aires. Una mezcla que hace dudar a
los inversores y pone en suspenso sus proyectos. Se comparan encuestas como si
todo dependiese de unas opciones electorales circunscriptas a la megalópolis
del conurbano.
No es así. Si observamos el panorama del país entero, es
factible que ninguno de los regímenes en disputa -el que feneció en 2015 y el
que procura afirmarse a partir de esa fecha- termine por prevalecer. Con vistas
a 2019, el pronóstico es de un empate, sin mayorías en el Congreso, en que se
pondría a prueba la voluntad de consenso entre fuerzas no contaminadas por la
corrupción.
Se verá si esa voluntad existe y si los vínculos
constructivos entre el Congreso y el Poder Ejecutivo podrán quebrar ese empate
y superar el conflicto entre creencias antagónicas.
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