Por James Neilson |
A ciertos macristas les gustan las películas de terror. La
favorita es una en que el país entero se hunde por completo en el viscoso
pantano bonaerense. Temen que Cristina, la jefa idolatrada de las tribus
misteriosas que viven como pueden en la llamada tercera sección electoral,
logre movilizarlas para que le despejen el camino de regreso hacia la Casa
Rosada.
Como antropólogos frente a una etnia poco conocida de costumbres muy
extrañas, los frustrados por la aparente incapacidad de la Argentina para superar
el populismo degenerativo que tanto daño le ha provocado están tratando de
entender una mentalidad que les es radicalmente ajena. Creen que si lograran
descifrarla, todo les sería mucho más sencillo, pero es tan grande la brecha
que los separa de lo que para ellos es un submundo amenazador que han sido
vanos sus esfuerzos por entenderlo.
¿Por qué –se preguntan–, permanecen tan leales los
habitantes de las zonas más pobres del conurbano a quien las mantuvo en la
miseria? ¿Qué tiene una señora que se afirma aficionada de Hegel y Heidegger
que le permite vincularse emotivamente con millones de personas que nunca han
abierto un libro? Creen que si encontraran la respuesta a tales interrogantes
les sería dado privarla de aquel treinta por ciento o más de los votos
bonaerenses que, según las encuestas, siguen siendo suyos, pero ya saben que
les sería inútil continuar buscándola.
Hasta nuevo aviso, pues, tendrán que resignarse a que el
destino del país no quede en manos de una elite ilustrada, oligarquía o “círculo
rojo”, sino en las de una suerte de antielite, puesto que la mayoría de quienes
la conforman ni siquiera ha completado el nada exigente ciclo secundario. No
pueden decirlo sin ambages porque son igualitarios que no soñarían con insultar
a nadie y, para más señas, saben que les costaría los votos de biempensantes
sensibles, pero les duele que, para no perder una elección, tendrían que
convencer a quienes se niegan a tomar en serio razones que a su juicio son
irrefutables.
Para desazón de los macristas, su arma más potente, las
denuncias de corrupción, sólo rebota contra el blindaje kirchnerista. Las balas
judiciales y mediáticas no lo penetran. Aun cuando haya pobres que se saben
víctimas del saqueo sistemático de los recursos del Estado por parte de quienes
gobernaron el país durante doce años, atribuirán las fechorías no a Cristina
sino a sus acompañantes menos simpáticos, como Lázaro Báez, José López y Julio
De Vido, personajes cuyas tribulaciones judiciales no han incidido en la
intención de voto de los fieles.
Lo mismo que aquellos siervos rusos que creían que los zares
eran monarcas benévolos que, de enterarse de sus penurias, obrarían enseguida
para aliviarlos, pero que no lo hacían porque estaban rodeados de ineptos,
ladrones y traidores, los kirchneristas más fanatizados se aferran a la noción
de que, a pesar de todo lo que dicen sus enemigos, la señora es en el fondo una
persona buena. Los ayuda el que, a diferencia de sus homólogos brasileños que
no vacilaron en condenar a Lula, nada menos, a nueve años de prisión por un
acto de corrupción que aquí sólo motivaría sonrisas cómplices, o los peruanos
que acaban de poner entre rejas al ex presidente Ollanta Humala y su esposa,
los prohombres de la Justicia argentina trabajen con tanta lentitud como sus congéneres
italianos. Se entiende: andando el tiempo, los miembros más duros y menos
escrupulosos de la gran familia peronista podrían retomar el poder.
Los macristas son conscientes de que Mauricio jamás podría
competir con Cristina en el conurbano profundo en que la infraestructura básica
–cloacas, caminos y así por el estilo–, sigue siendo más rudimentaria que la
existente en las ciudades principales del Imperio Romano. Saben que la única
persona que está en condiciones de hacerlo es, cuando no, María Eugenia;
aseguran que es buena de verdad y por lo tanto podría conquistar el corazón de
los pobres. Rezan para que, una multitud de timbreos bien publicitados
mediante, además de exhortaciones elocuentes, golpes a la maldita policía y
muchísimo dinero que tarde o temprano alguien tendrá que pagar, la gobernadora
consiga privar a la ex presidenta de por lo menos algunos pedazos del bloque
petrificado del que depende tanto su propio futuro como aquel del país.
¿Es para tanto? Para los persuadidos de que una razón, tal
vez la principal, por la que la economía sigue resistiéndose a reanimarse como
previeron los macristas consiste en la incertidumbre ocasionada por la
presencia agazapada del populismo K, no cabe duda de que sí lo es. Creen que el
mundo está mirando para ver si Mauricio finalmente logra sacar al país del
pantano en que cayó casi tres cuartos de siglo atrás o si, como ya ha ocurrido
en varias oportunidades, luego de un intervalo breve, todo se desliza
nuevamente hacia el tremedal. Puede que exageren quienes piensan así, pero es
innegable que un triunfo parcial de Cristina tendría un impacto desmoralizador,
en ambos sentidos de la palabra, en las filas de un gobierno que aspira a
cambiar la historia.
Como muchos han subrayado, el poder de Cristina es limitado
geográficamente. El núcleo duro del kirchnerismo está en el conurbano que, por
su proximidad a la Capital relativamente rica, a través de los años ha
funcionado como un imán irresistible para oleadas de personas procedentes tanto
del interior deprimido como de otros lugares de la América latina
hispanohablante. En el resto del país, la secta K es muy minoritaria.
El poder que retiene la señora es un síntoma más de los
males causados por el sobredimensionamiento demográfico de una provincia –mejor
dicho, de una fracción pequeña de una provincia extensa–, en un país que
supuestamente es federal. Con todo, aunque a menudo se plantea la conveniencia
de dividir Buenos Aires en dos, tres o cuatro partes, y de extender las
fronteras de la Capital para que reflejen mejor la realidad, son tantos los
intereses que se verían afectados por un cambio de tal tipo que hasta ahora no
ha prosperado ningún esquema encaminado a restaurar cierto equilibrio. Una
consecuencia del gigantismo bonaerense es que, para que el país sea gobernable,
los responsables de manejar la provincia tienen forzosamente que ser aliados
estrechos, mejor dicho, subordinados del presidente de la República; a menos
que lo sean, los barones del conurbano bonaerense lo fagocitarán.
Otro problema estructural, por así decirlo, que está
obstaculizando el desarrollo del país es el calendario electoral. Según Macri,
sería mejor “ir a elecciones cada cuatro años y no interrumpir cada dos años
varios meses haciendo campaña”. Tiene razón. Si bien a muchos políticos, sobre
todo a aquellos que no saben hacer otra cosa, les encantan las campañas que,
por cierto, no carecen de interés deportivo, cuando son demasiado frecuentes o
duran demasiado tiempo sólo sirven para distraer la atención tanto del gobierno
de turno como de los demás “dirigentes” de lo que debería serles prioritario.
No sólo es que, en campaña, los gobiernos nacionales gastan
más, mucho más, de lo que es recomendable, de ahí los ajustes de emergencia que
casi siempre las siguen. También lo es que todos los opositores, por
constructivos que se aseveren, no tienen más alternativa que la de aprovechar
todas las oportunidades para atacarlos, obstaculizando de tal modo la gestión y
exagerando, a veces de manera grosera, las diferencias. Para un opositor, ser
oficialista a medias no rinde.
Asimismo, como dijo hace poco más de veinte años Eduardo
Duhalde, “no hay nada más mentiroso que un político en campaña”. Además de ser
ferias de vanidades dominadas por quienes en otras circunstancias serían
considerados auténticos egomaníacos, ya que no les queda más opción que la de
insistir en que son los mejores, las campañas proselitistas brindan a los
candidatos excusas para formular promesas disparatadas, que pronto se verán
olvidadas, con la esperanza de arañar un par de votos más. Aún más nefasto, si
cabe, ha sido la irrupción de expertos en la venta de candidatos que les
enseñan nuevos trucos. En todos los países, la pululación de tales
profesionales del engaño científicamente calibrado ha contribuido a agrandar la
brecha que separa la clase política de la ciudadanía.
Aunque Cristina es dueña de una marca que ella misma creó,
está dispuesta a aprender de los consejos de asesores electorales que no
necesariamente comparten sus opiniones. Por cierto, la escenografía elegida
para el inicio de su campaña se asemejó bastante a la elaborada por los
macristas, pero sólo fue cuestión de algunos detalles estéticos. En campaña,
Cristina nunca ha sido la mujer áspera y mandona que se hizo mundialmente
famosa cuando ocupaba la presidencia. ¿Por qué serlo? Un poquito de dulzura no
ofendería a los muchos que la respaldarían aun cuando se proclamara una
neoliberal a más no poder, pero tal vez la ayudaría a seducir a algunos
indecisos. En una carrera en la que un puñado de votos podría significar la
diferencia entre un fracaso que la acercara a las puertas de la cárcel y un
éxito fulgurante que le sirviera para reanudar el demorado operativo retorno,
Cristina no puede darse el lujo de predicar sólo a los ya convertidos; para
salvarse, necesita sumar el apoyo de algunos que aún no pertenecen a la grey.
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