Un texto de José
Ingenieros
Si se limitaran a vegetar, agobiados como cariátides bajo el
peso de sus atributos, los hombres sin ideales escaparían a la reprobación y a
la alabanza. Circunscritos a su órbita, serían tan respetables como los demás
objetos que nos rodean.
No hay culpa en nacer sin dotes excepcionales; no
podría exigírseles que treparan las cuestas riscosas por donde ascienden los
ingenios preclaros. Merecerían la indulgencia de los espíritus privilegiados,
que no la rehúsan a los imbéciles inofensivos. Estos últimos, con ser más
indigentes, pueden justificarse ante un optimismo risueño: zurdos en todo,
rompen el tedio y hacen parecer la vida menos larga, divirtiendo a los
ingeniosos y ayudándolos a andar el camino. Son buenos compañeros y depositan
el bazo durante la marcha: habría que agradecerles los servicios que prestan
sin sospecharlo. Los mediocres, lo mismo que los imbéciles, serían acreedores a
esa amable tolerancia mientras se mantuvieran a la capa; cuando renuncian a
imponer sus rutinas son sencillos ejemplares del rebaño humano, siempre
dispuestos a ofrecer su lana a los pastores.
Desgraciadamente, suelen olvidar su inferior jerarquía y
pretenden tocar la zampoña, con la irrisoria pretensión de sus desafinamientos.
Tórnanse entonces peligrosos y nocivos. Detestan a los que no pueden igualar,
como si con sólo existir los ofendieran. Sin alas para elevarse hasta ellos,
deciden rebajarlos: la exigüidad del propio valimiento les induce a roer el
mérito ajeno. Clavan sus dientes en toda reputación que les humilla, sin
sospechar que nunca es más vil la conducta humana. Basta ese rasgo para
distinguir al doméstico del digno, al ignorante del sabio, al hipócrita del
virtuoso, al villano del gentilhombre. Los lacayos pueden hozar en la fama; los
hombres excelentes no saben envenenar la vida ajena.
Ninguna escena alegórica posee más honda elocuencia que el
cuadro famoso de Sandro Botticelli. La calumnia invita a meditar con doloroso
recogimiento; en toda la Galería de los Oficios parecen resonar las palabras
que el artista -no lo dudamos- quiso poner en labios de la Verdad, para
consuelo de la víctima: en su encono está la medida de su mérito...
La Inocencia yace, en el centro del cuadro, acoquinada bajo
el infame gesto de la Calumnia. La Envidia la precede; el Engaño y la
Hipocresía la acompañan. Todas las pasiones viles y traidoras suman su esfuerzo
implacable para el triunfo del mal. El Arrepentimiento mira de través hacia el
opuesto extremo, donde está, como siempre sola y desnuda, la Verdad;
contrastando con el salvaje ademán de sus enemigas, ella levanta su índice al
cielo en una tranquila apelación a la justicia divina. Y mientras la víctima
junta sus manos y las tiende hacia ella, en una súplica infinita y conmovedora,
el juez Midas presta sus vastas orejas a la Ignorancia y la Sospecha.
En esta apasionada reconstrucción de un cuadro de Apeles,
descrito por Luciano, parece adquirir dramáticas firmezas el suave pincel que
desborda dulzuras en la Virgen del granado y el San Sebastián, invita al
remordimiento con La abandonada, santifica la vida y el amor en la Alegría de
la primavera y el Nacimiento de Venus.
Los mediocres, más inclinados a la hipocresía que al odio,
prefieren la maledicencia sorda a la calumnia violenta. Sabiendo que ésta es
criminal y arriesgada, optan por la primera, cuya infamia es subrepticia y
sutil. La una es audaz; la otra cobarde. El calumniador desafía el castigo, se
expone; el maldiciente lo esquiva. El uno se aparta de la mediocridad, es
antisocial, tiene el valor de ser delincuente; el otro es cobarde y se encubre
con la complicidad de sus iguales, manteniéndose en la penumbra.
Los maldicientes florecen doquiera: en los cenáculos, en los
clubs, en las academias, en las familias, en las profesiones, acosando a todos
los que perfilan alguna originalidad. Hablan a media voz, con recato,
constantes en su afán de taladrar la dicha ajena, sombrando a puñados la
semilla de todas las yerbas venenosas. La maledicencia es una serpiente que se
insinúa en la conversación de los envilecidos; sus vértebras son nombres
propios, articuladas por los verbos más equívocos del diccionario para
arrastrar un cuerpo cuyas escamas son calificativas pavorosos.
Vierten la infamia en todas las copas transparentes, con
serenidad de Borgias; las manos que la manejan parecen de prestidigitadores,
diestras en la manera y amables en la forma. Una sonrisa, un levantar de
espaldas, un fruncir la frente como subscribiendo a la posibilidad del mal,
bastan para macular la probidad de un hombre o el honor de una mujer. El
maldiciente, cobarde entre todos los envenenadores, está seguro de la
impunidad; por eso es despreciable. No afirma, pero insinúa; llega hasta
desmentir imputaciones que nadie hace, contando con la irresponsabilidad de
hacerlas en esa forma. Miente con espontaneidad, como respira. Sabe seleccionar
lo que converge a la detracción. Dice distraídamente todo el mal de que no está
seguro y calla con prudencia todo el bien que sabe. No respeta las virtudes
íntimas ni los secretos del hogar, nada; inyecta la gota de ponzoña que asoma
como una irrupción en sus labios irritados, hasta que por toda la boca, hecha
una pústula, el interlocutor espera ver salir, en vez de lengua, un estilete.
Sin cobardía, no hay maledicencia. El que puede gritar cara
a cara una injuria, el que denuncia a voces un vicio ajeno, el que acepta los
riesgos de sus decires, no es un maldiciente. Para serlo es menester temblar
ante la idea del castigo posible y cubrirse con las máscaras menos sospechosas.
Los peores son los que maldicen elogiando: templan su aplauso con arremangadas
reservas, más graves que las peores imputaciones. Tal bajeza en el pensar es
una insidiosa manera de practicar el mal, de efectuar lo potencialmente sin el
valor de la acción rectilínea.
Si estos basiliscos parlantes poseen algún barniz de cultura,
pretenden encubrir su infamia con el pabellón de la espiritualidad. Vana
esperanza; están condenados a perseguir la gracia y tropezar con la perfidia.
Su burla no es sonrisa, es mueca. El ejercicio puede tornarles fácil la
malignidad zumbona, pero ella no se confunde con la ironía sagaz y justa. La
ironía es la perfección del ingenio, una convergencia de intención y de sonrisa
aguda en la oportunidad y justa en la medida; es un cronómetro, no anda mucho,
sino con precisión. Eso lo ignora el mediocre. Le es más fácil ridiculizar una
sublime acción que imitarla. En las sobremesas subalternas su dicacidad
urticante puede confundirse con la gracia, mientras le ampara la complicidad
maldiciente; pero fáltale el aticismo sano del que todo perdona en fuerza de
comprenderlo todo y esa inteligencia cristalina que permite descifrar la verdad
en la entraña misma de las cosas que el vaivén mundano somete a nuestra
experiencia. Esos oficios tienen malignidades perversas por su misma falta de
hidalguía; disfrazan de mesurada condolencia el encono de su inferioridad
humillada. Los calumniadores minúsculos son más terribles, como las fuerzas
moleculares que nadie ve y carcomen los metales más nobles. Nada teme el
maldiciente al sembrar sus añagazas de esterquilinio; sabe que tiene a su
espalda un innumerable jabardillo de cómplices, regocijados cada vez que un
espíritu omiso los confabula contra una estrella.
El escritor mediocre es peor por su estilo que por su moral.
Rasguña tímidamente a los que envidia; en sus collonadas se nota la temperancia
del miedo, como si le erizaran los peligros de la responsabilidad. Abunda entre
los malos escritores, aunque no todos los mediocres consiguen serlo; muchos se
limitan a ser terriblemente aburridos, acosándonos con volúmenes que podrían
terminar en el primer párrafo. Sus páginas están embalumadas de lugares
comunes, como los ejercicios de las guías políglotas. Describen dando tropiezos
contra la realidad; son objetivos que operan y no retortas que destilan; se
desesperan pensando que la calcomanía no figura entre las bellas artes. Si
acometen la literatura, diríase que Vasco da Gama emprende el descubrimiento de
todos los lugares comunes, sin vislumbrar el cabo de una buena esperanza; si
chapalean la ciencia, su andar es de mula montañesa, deteniéndose a rumiar el
pienso pastado medio siglo antes por sus predecesores. Esos fieles de la
rapsodia y de la paráfrasis practican esa pudibunda modestia que es su mentira
convencional; se admiran entre sí, como solidaridad de logia, execrando
cualquier soplo de ciclón o revoloteo de águila. Palidecen ante el orgullo
desdeñoso de los hombres cuyos ideales no sufren inflexiones; fingen no
comprender esa virtud de santos y de sabios, supremo desprecio de todas las
mentiras por ellos veneradas. El escritor mediocre, tímido y prudente, resulta
inofensivo. Solamente la envidia puede encelarle; entonces prefiere hacerse crítico.
El mediocre parlante es peor por su moral que por su estilo;
su lengua centuplícase en copiosidades acicaladas y las palabras ruedan sin la
traba de la ulterioridad. La maledicencia oral tiene eficacias inmediatas,
pavorosas. Está en todas partes, agrede en cualquier momento. Cuando se reúnen
espíritus pazguatos, para turnarse en decir pavadas sin interés para quien las
oye, el terreno es propicio para que el más alevoso comience a maldecir de
algún ilustre, rebajándolo hasta su propio nivel. La eficacia de la difamación
arraiga en la complacencia tácita de quienes la escuchan, en la cobardía
colectiva de cuantos pueden escucharla sin indignarse; moriría si ellos no le
hicieran una atmósfera vital. Ése es su secreto. Semejante a la moneda falsa,
es circulada sin escrúpulos por muchos que no tendrían el valor de acuñarla.
Las lenguas más acibaradas son las de aquellos que tienen
menos autoridad moral, como enseña Moliere desde la primera escena de Tartufo:
"Ceut de qui la
conduite offre le plus á vire.
Sont toujours sur
autri les prentiers a médire" (1).
Diríase que empañan la reputación ajena para disminuir el
contraste con la propia. Eso no excluye que existan casquivanos cuya culpa es
inconsciente; maldicen por ociosidad o por, diversión, sin sospechar donde
conduce el camino en que se aventuran. Al contar una falta ajena ponen cierto
amor propio en ser interesantes, aumentándola, adornándola, pasando
insensiblemente de la verdad a la mentira, de la torpeza a la infamia, de la
maledicencia a la calumnia. ¿Para qué evocar las palabras memorables de la
comedia de Beaunlarchais?
(1) Aquellos en quienes la conducta se presta más a risa, son siempre,
los primeros en hablar mal de los demás.
De El hombre mediocre (CAPÍTULO II – LA
MEDIOCRIDAD INTELECTUAL)
Selección y
transcripción: Agensur.info
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