Por Agustín Fernández
Mallo
Vamos a suponer la existencia de un escritor que está en
total desacomodo con el mundo, diríamos que odia el mundo. Todo dio inicio
cuando, años atrás, la ficción escrita y publicada por sus compañeros y
compañeras de profesión no sólo dejó de gustarle sino que comenzó a parecerle
lo suficientemente mala como para no prestarle atención.
De modo que el primer
desacuerdo no fue con el mundo al completo sino con ese pequeño subconjunto
llamado literatura contemporánea. Acaso por vicio o por reflejo aprendido, su
desacuerdo fue creciendo hasta alcanzar hoy un sentimiento de amenaza global;
del panadero de su calle al más importante líder mundial, nadie se salva.
Podemos decir por ello que este escritor es un ciudadano que está en contra de
todos y cada uno de los hábitats del Planeta que no sean su propia mesa de
trabajo, cree que el mundo le debe algo, algo valioso, que nunca le es
restituido. Escribe muchísimo, no deja de escribir y publicar, pero la falta de
concordancia con su entorno le lleva a construir ficciones que sólo pueden
calificarse de monstruosas en el sentido de carentes de capacidad para influir
en la sociedad en la que vive, ergo anticuadas, ajenas al estado del arte de su
profesión porque, lógicamente, este escritor no lee a ningún escritor vivo que
no sea él mismo.
Vamos a suponer ahora que una mañana cualquiera este
escritor se halla ante su ordenador, la página en blanco, el cursor que
parpadea. Está a punto de comenzar a disparar palabras cuando se percata de
algo que hasta entonces le había pasado inadvertido: la intermitencia del
cursor de la pantalla coincide con el latido de su corazón, cursor y corazón
viajan a idénticos pulsos por minuto. Se ve entonces atravesado por un
inesperado júbilo, “por primera vez en años hay algo en el mundo que coincide
conmigo”, susurra para sí. Se levanta, da vueltas en la habitación, primero
bebe agua, luego café, luego abre una botella de vino, regresa a la pantalla,
comprueba de nuevo que el cursor y su corazón caminan juntos. En estado de
shock se sirve otra copa, antes de terminarla se acerca al reloj de pared y manipula
la maquinaria de tal modo que el tic-tac coincida con los beats por minuto de
su corazón. Se sienta en el sofá, enciende el televisor, a los pocos minutos se
da cuenta de que la cadencia con la que hace zapping es también la de su
corazón, y piensa entonces que, aunque eso sea hacer un poco de trampa, muchas
cosas del mundo pueden ser manipuladas con ese propósito. Se las apaña para que
el técnico de la lavadora vaya a su casa y ajuste el giro del tambor a esos
mismos beats por minuto —en los días sucesivos con placer observará el rodar de
la colada—, y no tarda en ajustar los fotogramas por segundo de las películas
que acostumbra a ver en el ordenador a los latidos de su corazón, y siente
entonces que está dentro de las películas y que además los personajes están de
su parte, le dan razón en todo, y decide salir a la calle —cosa que hacía años
que no le reportaba interés—, y da zancadas con esa misma cadencia, y la ciudad
parece tomada por una recuperada sinfonía que en algún momento había perdido, llega
al puerto, cuenta las olas por minuto y comprueba que el cursor de los océanos
también está de su lado, y eso ya no es una trampa, no hay manipulación, es el
mismísimo Planeta quien se hace eco de su corazón, y después comprueba que un
policía dirige el tráfico con un idéntico vaivén de brazos, y eso también es
verdad, y de algún lugar le llega el sonido de un trabajador de la
construcción, que golpea un martillo llevado por esa misma partitura, ya
irremediablemente universal.
Cuando días más tarde se sienta de nuevo ante la pantalla
del ordenador todo cuanto teclea le parecen frases hechas, lugares comunes,
construcciones que él no le hubiera pasado ni al más novato de los escritores.
Se levanta, pasea en torno a su mesa, bebe agua, después café, después abre una
botella de vino, se sienta de nuevo. Nada. Es tal su sintonía con el mundo que
nada puede afectarle. En el interior de su caja torácica, un cursor late ahora
vacío.
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