Por Pablo Mendelevich |
El último remedio mágico que se ha "descubierto"
para que uno no se pase la vida votando a cada rato y los políticos no tengan
que estar en campaña permanente consiste en suprimir las elecciones
intermedias. Sólo es menearlo, no hay riesgo de que nos despierten una mañana
con la buena nueva, porque para dejar de votar cada dos años se requeriría una
reforma constitucional y de ella hoy nadie habla.
¡Qué idea revolucionaria, armar el cuarto oscuro sólo cada
cuatro años! Lástima que ya está inventada. El tercer gobierno peronista, que
llegó al poder el 25 de mayo de 1973 con Cámpora, siguió con Lastiri, continuó
con Perón y desaguó en Isabel, funcionó bajo esa regla. Por eso en 1975 no hubo
elecciones nacionales. Todos los mandatos habían sido unificados en cuatro
años. Pero, bueno, nadie llegó a completarlos. Los mandatos fueron abortados al
unísono el 24 de marzo de 1976, cuando las Fuerzas Armadas tomaron el poder.
Claro, aquel gobierno constitucional, con cuatro presidentes, la Masacre de
Ezeiza, la guerrilla peronista combatiendo al gobierno peronista, la guerrilla
marxista, la Triple A, López Rega y la piedra basal del terrorismo de Estado,
seiscientos desaparecidos, el Rodrigazo y todo lo demás no constituye
precisamente un modelo de institucionalidad ejemplar.
Si es por votar, la gente lo hizo en 1973 (para presidente
dos veces) y debía volver a hacerlo en 1977 (si no se computa un tibio intento
de Isabel Perón para adelantar las elecciones y celebrarlas -no se le ocurrió
otra fecha mejor- el 17 de octubre de 1976). Digamos que la supresión de las
elecciones intermedias no parece haber contribuido a mejorar las cosas. Ni para
morigerar la violencia ni para limitar el poder autocrático de Isabel y López
Rega, mucho menos para frenar la descomposición que les facilitó la tarea a los
golpistas de 1976. En cuanto al origen de la regla, se trató de la Enmienda
Lanusse, una reforma constitucional de facto que el tercer gobierno peronista
acató. Más aún, la Constituyente de 1994, de mayoría peronista, que descartó
una reposición de la venerada Constitución de 1949, tomó muchas ideas de
aquella enmienda (por ejemplo, el ballotage -si bien con corte en 45 puntos-,
el voto directo y los mandatos de cuatro años), no así la supresión de las
legislativas intermedias.
A la luz de la experiencia 1973-76 algo olvidada -en el caso
del peronismo olvidada con fervor-, la teoría que ahora se agita encuentra
dificultades para verificar su eficacia. El propio presidente Macri se ha
manifestado partidario de votar cada cuatro años de modo de no distraerse con
campañas y consagrarse a "resolver los problemas de la gente". Pero
para las generaciones que tienen tallado en sus arrugas el recuerdo agrio de
más de una dictadura, para los millones de argentinos criados bajo la disyuntiva
votos o botas, la acción de sufragar no fatiga, redime. O por lo menos
reconfortaba cuando renació la democracia. El problema vino con los accesorios
electorales, con las incrustaciones, sobre todo las PASO, ese agobio que suma a
la contaminación proselitista la perplejidad del elector medio extraviado, a
quien el Estado no le explica por qué está obligado a participar en internas de
partidos que ni son partidos ni ofrecen internas. En general, las candidaturas
ya fueron resueltas a dedo, como pasaba antes. Todavía no se sabe si las PASO
son una primera vuelta que imita la elección ejecutiva, una onerosa encuesta
nacional, un aperitivo o un simulacro.
Rápidos para hallar soluciones drásticas, muchos políticos,
entonces, se hacen eco del hastío pedestre y sentencian: a las PASO hay que
suprimirlas. ¿Y la selección de candidatos? ¿Y las internas? ¿Y el sistema de
partidos que está en vías de extinción sin que ningún Greenpeace se estremezca?
Esos detalles ya se verán a su turno. ¿Detalles?
Lo de la campaña permanente que aflige a los abolicionistas
(aquellos que quieren pasar de que se vote tres veces por año a votar dos veces
y media por década) en verdad no constituye un comportamiento relacionado con
la inminencia de elecciones. Se sabe, es una teoría contemporánea sobre la
forma de entender la política y la abonan unos y otros. Desde luego, no es lo
mismo la campaña permanente para quien está en el poder que para el que quedó
en el llano.
Una regla de oro recomienda impulsar cambios del sistema
electoral sólo en años no electorales. ¿Por qué, entonces, se habla del tema en
público cuando faltan semanas para ir a las urnas? Probablemente porque las
encuestas registran desconfianza en el sistema y se busca descomprimir el
descontento con promesas de cambio.
Promesas e imaginación: la vice presidenta Gabriela Michetti
habló ayer de votar cada tres años, previa restitución del clásico mandato
presidencial de seis. Algunos despotrican contra lo que con forzada
familiaridad llaman, como en Estados Unidos, elecciones de medio término. Suena
importante, pero habría que recordar que, lejos de ser costumbre, elecciones de
medio término acá apenas tuvimos cinco (1997, 2001, 2005, 2009 y 2013), todas
diferentes y con efectos posteriores para todos los gustos, incluida la caída
de un gobierno (De la Rúa).
Por formato, las de 2017 a lo sumo reconocen un antecedente
en las de 2013, primeras legislativas nacionales con PASO. En las ciencias
sociales las series son muy apreciadas. No las series del tipo House of Cards,
Lost o Narcos sino las de sucesos regulares que les permiten a los académicos
estudiar los comportamientos políticos y sociales. Si no hay series, suelen
decir, no es posible establecer patrones de conducta, hacer comparaciones,
plantear previsiones, sacar conclusiones.
La vida institucional en la Argentina es escarpada y en eso
nuestros políticos son coherentes: la siguen escarpando. Casi no tenemos series
de nada, aparte de los problemas de medición en materia socioeconómica, luego
de que el instituto de estadísticas fuera usurpado para borronear los números
desagradables. Basta ver el reloj institucional (la última vez que se
sucedieron tres presidentes distintos luego de haber cumplido con puntualidad
los respectivos mandatos constitucionales fue en el siglo XIX). Lo
políticamente correcto es describir a la democracia argentina como una rutina.
Al fin y al cabo, cambiar las reglas sin descansar también puede ser una
rutina, otra cosa es que así la democracia mejore.
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