Por Manuel VicentPor Manuel Vicent |
Parece que a gran parte del público el proceso soberanista
de Cataluña le tiene sin cuidado. Harta de análisis políticos, de informes
jurídicos, de amenazas veladas y de abiertos desplantes, la gente no cree que
la independencia suponga un problema político de extrema gravedad o un drama
social de consecuencias desgarradoras o una convulsión territorial de efectos
devastadores en la economía.
En realidad contempla el caso como un espectáculo
competitivo entre un presidente del Gobierno cazurro y un grupo de fanáticos
soberanistas cuyo resultado azaroso no desmerece de cualquier final
retransmitida por televisión, al que los espectadores asisten provistos de
cervezas y bolsas de patatas.
El número bomba es el referéndum que se anuncia para el 1
del próximo octubre planteado como un desafío al Estado.
A medida que se acerca el día señalado para el choque de
trenes, el público solo piensa en tomar asiento con creciente expectación. Ahí
es nada, dos convoyes que circulan por la misma vía en sentido contrario, uno
pilotado por un conductor enloquecido, otro gobernado por un maquinista
repantigado con absoluta pachorra en el coche cama.
Mientras unos auguran una gran catástrofe y otros piensan
que no va a pasar nada, los más frívolos solo desean que el espectáculo sea
excitante, que no decepcione a cuantos espectadores intentan asistir a una
escena política al borde del acantilado, puesto que el riesgo y el suspense es
lo único que cuenta en esta cuestión.
Los independentistas catalanes parecen olvidar la lección de
Hobbes: el Estado es el Leviatán, un monstruo que destruye con su aliento a
quien intenta desafiarle, consciente de que si pierde el desafío desaparecerá
como Estado. Pero esto ya no le importa a nadie. El público cruza sus apuestas
y toca palmas de tango deseando que empiece de una vez el espectáculo.
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