Por James Neilson |
Tanto los macristas y sus simpatizantes que culpan a
Cristina, Axel Kicilloff y compañía por el estado nada bueno de la economía
nacional, como los opositores que insisten en que es consecuencia de la
ineptitud o peor del gobierno actual que a su entender ya debería haber
resuelto todos los problemas que le dejó su antecesor, dan por descontado que
los políticos están en condiciones de manipular virtualmente todas las
variables. Si no logran hacerlo, es porque son malas personas a quienes no les
importa el bienestar de la gente o farsantes que no saben nada.
Se trata de una ilusión conmovedora que, por cierto, no se
limita a la Argentina. Es universal. En todas partes, los políticos tienen
forzosamente que afirmarse capaces de convertir la economía local en una dínamo
sin perjudicar a nadie con la eventual excepción de algunos corruptos
parasitarios. Es por lo tanto natural que los deseosos de aprovechar el mal
momento económico traten de hacer pensar que ellos sí entienden lo que hay que
hacer para estimular la producción y el consumo, crear nuevos empleos, impedir
que la inflación se desboque, garantizar que los subsidios sigan llegando a
quienes los necesitan para vivir y asegurar que hasta los más pobres compartan
la bonanza prevista.
No es ningún consuelo, pero en muchos países desarrollados
están representándose dramas sociopolíticos que son muy similares al argentino.
Gobiernos de derecha, centro e izquierda son blancos de críticas vitriólicas
porque las tasas de crecimiento no son como las de antes, pero les está
resultando sumamente difícil concretar los cambios que, en opinión de los
especialistas en tales asuntos, los harían factibles. Sucede que la política se
ha paralizado al agotarse las ideologías que dominaban el siglo XX sin que
hayan surgido otras igualmente prometedoras.
El envejecimiento muy rápido de todas las sociedades
occidentales, la irrupción de novedades tecnológicas que se encargan de
trabajos aptos no sólo para obreros no calificados sino también para una franja
cada vez mayor de profesionales de clase media, la competencia inexorable de
los países asiáticos encabezados por China y otros factores han fortalecido el
conservadurismo de los consustanciados con el progresismo de medio siglo atrás.
Lo mismo que en Francia, Inglaterra, Estados Unidos y los demás países
avanzados, aquí los reaccionarios son aquellos que defienden con uñas y dientes
las conquistas sindicales y sociales de tiempos irremediablemente idos, cuando
la realidad demográfica era otra y el poder innovador del Japón era más
preocupante que aquel de China, un país con diez veces más habitantes que no
había iniciado la expansión fenomenal que haría de la globalización una amenaza
para aquellos, como la Argentina y Brasil, cuyas industrias no pueden competir
en el mercado internacional.
Si todo va viento en popa, los políticos de raza se jactan
de su sabiduría aun cuando el crecimiento que tanto los ha ayudado haya sido
fruto de algo tan ajeno como el boom internacional de las commodities que, por
un rato, hizo brillar el populismo latinoamericano hasta tal punto que el líder
laborista británico Jeremy Corbyn y su equivalente español, el jefe de Podemos
Pablo Iglesias, se las ingeniaron para ver en Hugo Chávez el pionero auténtico
del “socialismo del siglo XXI”. Huelga decir que si se multiplican las
dificultades mientras aún están en el poder, los beneficiados por burbujas que
ya se han desinflado se ponen a rabiar contra la perversidad de quienes los
critican por no haber entendido que en este mundo todo es pasajero y que en una
época de vacas gordas conviene prepararse para enfrentar una de vacas muy
flacas.
Para alcanzar sus objetivos personales, todos los políticos,
trátense de eruditos o de ignorantes, tienen que brindar la impresión de
creerse capaces de manejar la economía como si fuera una máquina. En tiempos
como los nuestros en que se ha difundido la sensación angustiante de que
fuerzas anónimas se han apoderado del mundo, les es necesario inspirar
confianza. Si a un político se le ocurriera confesar que en el fondo todo
depende de la capacidad de una sociedad determinada para adaptarse a
circunstancias cambiantes y que lo mejor que podría hacer un gobierno es hacer
suya una versión apócrifa del juramento hipocrático: “Lo primero es no hacer
daño”, motivaría el desprecio de quienes le dirían que lo económico siempre
debería subordinarse firmemente a lo político y que, de todos modos,
responsabilizar a otros por los fracasos propios es vergonzoso.
Los macristas tuvieron la mala suerte de acceder al poder
cuando el viento ya soplaba de frente pero el modelo K, si bien estaba a punto
de caer en pedazos, aún se mantenía intacto. Desde el punto de vista de un
halcón neoliberal, hubiera sido mejor que Daniel Scioli ganara las elecciones
presidenciales para entonces encargarse de la debacle que se acercaba,
facilitando así la tarea del gobierno siguiente que, como el de Eduardo
Duhalde, hubiera podido llevar a cabo una serie de ajustes draconianos sin
enfrentar mucha oposición.
De todos modos, para no asustar a la gente, al empezar su
gestión Macri se abstuvo de informarnos que lo que había recibido de manos de
los kirchneristas fue un desastre descomunal. Prefirió hablar como si sólo
fuera cuestión de algunas distorsiones que podrían corregirse con un poco de
sintonía fina. Fue un error muy grave.
A pesar de la constante ebullición superficial, en el fondo
la sociedad argentina es muy conservadora. Lo es porque casi todos se aferran
con tenacidad a lo que tienen por temor a caer en la miseria, lo que, en vista
de lo que ha sucedido en las décadas últimas, es comprensible. Sin embargo, la
resistencia generalizada a arriesgarse demasiado convive con el consenso de que
muchísimo tendría que cambiar para que el país por fin entrara en una etapa
prolongada de crecimiento vigoroso, como han hecho tantos otros en Europa, Asia
e incluso América latina.
A menos que el país haya sufrido una de sus esporádicas
crisis terminales, un gobierno de aspiraciones reformistas como el de Macri se
expone a ataques en ambos flancos. Por un lado, lo acusan de condenar a muerte
a sectores no competitivos, o sea, de castigar a los pobres que dependen de
ellos; por el otro, lo critican por no hacer lo suficiente para impulsar
cambios que servirían para desbloquear una economía que, por enésima vez, se
muestra reacia a desarrollarse al ritmo deseado. Para quienes participan del
movimiento de pinzas así supuesto, gradualismo es sinónimo de mediocridad, de
falta de imaginación, mientras que cualquier ajuste, por cauto que sea, es
tomado por una manifestación de saña neoliberal antipopular.
Cuando estaban por mudarse a la Casa Rosada y los edificios
ministeriales aledaños, Mauricio Macri y sus colaboradores esperaban que
inversiones procedentes del exterior les permitieran ahorrarse problemas sociales
hasta que la decisión de privilegiar al campo comenzara a brindar los frutos
previstos en la forma de recursos genuinos. Como estrategia, el esquema dista
de ser malo, pero antes de tomar decisiones definitivas, los interesados en
participar del eventual renacimiento económico argentino quieren asegurarse que
el populismo está bien muerto, lo que ha dado a los partidarios del orden
corporativista tradicional tiempo en que movilizarse en defensa de sus
intereses particulares. Asimismo, por las consabidas razones políticas, el
Gobierno se ha visto constreñido a concentrarse en impulsar el consumo con
medidas que, según los puristas, son típicamente populistas y que, tarde o
temprano, motivarán más problemas. Estarán en lo cierto quienes piensan de tal manera,
pero si Macri optara por intentar cambios más drásticos que los ya ensayados,
podría desatar un estallido social que se vería seguido por el retorno triunfal
del populismo rencoroso.
Los macristas y sus aliados rezan para que una mayoría
amplia entienda que, a menos que el país logre salir del orden corporativista
en que lo dejó atrapado Juan Domingo Perón, le aguardará un futuro venezolano,
pero parecería que la agonía convulsiva del chavismo no ha tenido un gran
impacto aquí. Por lo demás, aunque el ministro de Hacienda, Nicolás Dujovne,
jura que la economía ha reanudado en crecimiento luego de años de letargo y que
las iniciativas oficiales continuarán rindiendo sus frutos, sus afirmaciones en
tal sentido desentonan. Se ha puesto de moda otra vez el negativismo no sólo
entre los candidatos electorales que, claro está, se ven obligados a hablar
pestes de lo hecho por el Gobierno, sino también entre los que, sin simpatizar
en absoluto con el kirchnerismo o la izquierda dura, se sienten decepcionados porque
Macri no ha cumplido todas sus promesas electorales.
Por desgracia, la oposición, liderada por Cristina, Sergio
Massa, Florencio Randazzo y otros miembros de la gran familia peronista, además
de izquierdistas y, a su manera, Margarita Stolbizer, no ofrece una alternativa
nítida al proyecto macrista. Lo que quieren sus diversos integrantes es que la
Argentina se enriquezca mucho en los años próximos pero que todo quede más o
menos igual. Son contrarios al statu quo, eso sí, pero también son contrarios a
los cambios sustanciales que serían precisos para que el país lo dejara atrás.
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