Por James Neilson |
Los estrategas gubernamentales decidieron que Esteban
Bullrich sería el hombre indicado para encabezar formalmente las huestes
oficialistas en la batalla de Buenos Aires no porque se propusieran hacer de la
educación el eje de su campaña electoral sino porque suponían que, a pesar de
su propensión a decir cosas bastante raras, como hizo al insinuar que nos
convendría aprender del ejemplo de Mahoma, sería capaz de defenderse en peleas
mediáticas con opositores de la talla de Florencio Randazzo, Sergio Massa,
Margarita Stolbizer y Cristina Kirchner.
Que la educación no sea la prioridad
es una lástima. En un mundo en que el capital humano vale más que aquel de los
recursos naturales, o sea, de la suerte geológica, el futuro del país dependerá
de lo que suceda en las aulas.
No se trata de un tema sencillo. Aunque todos coinciden en
que es necesario invertir no sólo más dinero sino también más esfuerzo en
mejorar el desvencijado sistema educativo nacional, no hay ningún acuerdo
acerca de las reformas que deberían concretarse.
Para los combativos sindicalistas docentes, lo que más
importa es su reputación personal seguida por los ingresos de los “trabajadores
de la educación”. Otros quisieran poner los colegios públicos y, si son
ambiciosos, los privados también, al servicio de su proyecto político o
ideológico favorito: es lo que tienen en mente macristas y kirchneristas,
izquierdistas y conservadores. En tal empresa, los más exitosos han sido los
progresistas contestatarios, pero en los años últimos se ha hecho tan evidente
el deterioro del sistema que están batiéndose en retirada.
Muchos, tanto en la Argentina como en todos los demás
países, insisten en que hay que privilegiar lo económico. Hablan de “salidas
laborales”, de lo urgente que es preparar a los jóvenes para competir con los
chinos, surcoreanos y alemanes, o de los peligros planteados por la llamada
brecha digital que, afirman, está causando un grado mayor de desigualdad
económica y social.
Entre quienes piensan así son los macristas. En Hamburgo,
donde asistió a la reunión más reciente del Grupo de los Veinte, Mauricio Macri
aseveró que “el futuro del empleo se presentará como una carrera entre la
educación y la tecnología”. Puede que el Presidente esté en lo cierto, aunque
todo hace pensar que la tecnología la ganará con gran facilidad. En los países
avanzados, la tecnología ya está eliminando empleos a un ritmo infernal y,
según advierten muchos especialistas, continuará haciéndolo con furia creciente
en los años venideros. Para complicar todavía más la tarea de quienes quieren
preparar a los jóvenes para los empleos “de calidad” de la imaginación oficial,
es imposible prever cómo serán los de mañana.
Tendrán razón los convencidos de que el país cuenta con un
superávit de abogados y sufre un déficit de ingenieros y afines, pero acaso se
equivocan cuando dan a entender que, para asegurar la prosperidad de
generaciones por venir, habría que promover la educación científica. Además de
los problemas ocasionados por el hecho antipático de que muy pocos estén en
condiciones de sobresalir en las arduas disciplinas así supuestas, el avance
estrepitoso de la informática privará a todos salvo a los más talentosos o
afortunados de oportunidades para aprovechar lo aprendido.
Mentras que la primera ola de automatización eliminó un
sinnúmero de empleos manuales, en los países del Norte la segunda ha
perjudicado a una multitud de médicos, contadores, periodistas, ejecutivos y
otros que se han visto obligados a buscar trabajos menos exigentes y peor
remunerados. Para colmo, incluso el recurso tradicional de manejar un taxi
tiene los días contados; detrás de Uber vienen los coches y camiones sin
conductor.
Está por llegar una tercera ola que, según los preocupados
por lo que está ocurriendo en el mundo globalizado en que la tecnología parece
haber adquirido vida propia, hará del trabajo “de calidad” una actividad
minoritaria, lo que tendría consecuencias devastadoras para una clase media
conformada mayoritariamente por personas que, sin poseer dotes extraordinarias,
han podido desempeñar, con responsabilidad y honestidad, funciones esenciales
para un orden económico que fue hecho a su medida. El malestar provocado por la
conciencia de que buena parte de la clase media actual corre peligro de
compartir el destino de obreros que se han visto marginados por el progreso
tecnológico contribuyó al triunfo de Donald Trump y al Brexit. En Estados
Unidos y Europa, suele darse por descontado que a muchos jóvenes les aguarda un
nivel de vida que sea materialmente inferior a aquel de sus progenitores.
Aún hay optimistas que pasan por alto lo traumática que fue
la transición de un sistema socioeconómico a otro radicalmente distinto cuando
señalan que, si bien la revolución industrial decimonónica destruyó millones de
empleos agrarios, andando el tiempo posibilitó la creación de muchos más, lo
que dista de ser un consuelo para quienes temen perder no sólo su fuente de
ingresos actual sino también la autoestima propia de quienes se sienten
imprescindibles. De todos modos, son cada vez más los que comprenden que sería
un error procurar convertir a legiones de jóvenes en técnicos digitales porque,
con escasas excepciones, tendrían que dedicarse a otra cosa o a ninguna. De la
noche a la mañana, la “destrucción creativa” que un siglo atrás tanto entusiasmó
a Joseph Schumpeter, hace obsoletas ramas enteras del conocimiento tecnológico.
Entre los relativamente realistas está el ex presidente del
gobierno español, Felipe González. Algunos días atrás, el veterano socialista
defendió con su vehemencia habitual la formación humanística, aseverando que
“el homo tecnológico va a cambiar con la tecnología, pero el ser humano va a
seguir siendo Shakespeare”. Así y todo, no sólo se trata de ampliar la visión
de quienes se encargarán de las economías del futuro inmediato sino también de
los demás que, según se prevé, se contarán por centenares de millones, que no
tendrán más alternativa que la de adaptarse a circunstancias que la mayoría
preferiría no enfrentar. Una educación “de calidad” encaminada a producir técnicos
no serviría para mucho a menos que ayudara a todos a ubicarse mejor en un mundo
que se ha vuelto tan tormentoso que hasta los pensadores más prestigiosos se
sienten desbordados.
Estamos tan acostumbrados a valorar el trabajo, y por lo
tanto a despreciar a “los vagos”, sean estos aristócratas o mendigos, que la
combinación de la abundancia material creciente por un lado y el ocio no
deseado por el otro plantea un desafío que es más psicológico o filosófico que
económico. Asegurar que todas perciban un ingreso ciudadano universal, una
propuesta que tarde o temprano se concretará en los países prósperos, sería una
solución parcial, pero a menos que los muchos que dependan de él encuentren
algo parecido a un sentido a la vida, la fantasía antigua de un mundo en que
virtualmente nadie se vea forzado a trabajar resultaría ser una pesadilla.
Mal que bien, los humanos son animales competitivos
proclives a buscar el modo de mostrarse mejores que sus semejantes; los más
vigorosos no se conformarán con una existencia acaso cómoda pero que, conforme
a las pautas que por mucho tiempo seguirán vigentes, sería parasitaria. Es
legítimo atribuir la violencia que hace una semana se desató en Hamburgo,
cuando los mandatarios del G-20 celebraban otra de sus reuniones rituales, a la
frustración extrema de quienes siguen creyendo que las autoridades políticas
son más poderosas de lo que realmente son y que, de quererlo, podrían rehacer
el mundo.
Hubo un tiempo en que los preocupados por la educación
entendían que, antes que nada, debería servir para formar buenos ciudadanos. Se
trata de un ideal que tal vez sea modesto desde el punto de vista de quienes
quisieran dan prioridad al eventual aporte económico de cada uno, pero a la luz
de lo que está ocurriendo en los países más ricos, tendrá que recuperar su
viejo lugar en los programas educativos.
Con todo, hay una dificultad: en una época en que los
valores tradicionales están bajo ataque, alcanzar un consenso en torno al
perfil del “buen ciudadano” es virtualmente imposible. ¿Tendría que ser un
patriota respetuoso de las leyes y de las costumbres de la sociedad en que
vive, como sostienen los conservadores, o sería mejor que fuera un rebelde
crítico, un cosmopolita sin prejuicios nacionalistas, como preferirían las
elites culturales progresistas de Estados Unidos y Europa? Por desgracia,
cualquier definición contendría una dosis peligrosa de autoritarismo.
Los conflictos, sobre todo los relacionados con la llamada
“política de la identidad”, que están agitando a los intelectuales norteamericanos
y europeos aún repercuten con fuerza en el resto del mundo. Las soluciones, o
la falta de ellas, que adopten para mitigar el impacto del tsunami tecnológico
que está acercándose, tendrán sus réplicas aquí. Aunque el atraso económico del
país lo ha privado de recursos para hacer frente a los problemas sociales
ocasionados por los cambios que están revolucionando el sistema productivo
mundial, podría darle tiempo en que aprender de los errores que otros a buen
seguro cometerán.
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