Por Manuel Vicent |
Según el sociólogo Bauman vivimos en un mundo de certezas
líquidas, volátiles, ambiguas y contradictorias, compuestas de hechos
alternativos, sin valores sólidos. Puede que esta incertidumbre básica tenga su
explicación en la física moderna. Cualquier palabra hablada o escrita se
materializa bien en ondas sonoras, bien en pulsiones de los dedos sobre un
papel o en un teclado.
En cualquiera de estos casos la palabra se convierte en
materia y por lo tanto está compuesta por partículas subatómicas regidas por un
principio de la física cuántica, según el cual una cosa puede estar en dos
lugares distintos a la vez, caer hacia arriba o subir hacia abajo.
Si esto es así las partículas de una palabra que transportan
una verdad contienen sus propias antipartículas, que pueden trasportar también
una mentira o esa manipulación emotiva que hoy se llama posverdad.
Se trata de realidades contrarias, ambas válidas y
equivalentes, que coexisten y adquieren un significado u otro según el lugar en
que se observan. Si se aplica esta ley cuántica al lenguaje, se entra en un
universo filosófico mucho más inconsistente, volátil, incierto y ambiguo que el
mundo líquido de Bauman.
Una palabra y su contraria tienen el mismo fundamento y toda
la filosofía, desde Aristóteles hasta Wittgenstein, queda sin el apoyo ético
que rige nuestra vida. La verdad y la posverdad, la bondad y la maldad son
equivalentes en distintos y cambiantes estados. Solo el lenguaje, por sí mismo,
con sus términos contradictorios, tiene valor.
Probablemente esto ha ocurrido durante los 200.000 años de
historia del Homo sapiens, pero ahora
en que el pensamiento se ha convertido en un ente líquido y la nueva física nos
gobierna de forma inexorable es cuando los mentirosos y propagadores de
patrañas se hacen equivalentes a los ángeles de la ética y de la verdad
reconocidas.
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