Por Fernando Savater |
Lo oí por la radio: “el futuro pertenece a las naciones sin
Estado”. Se entendía que porque llegarían a tenerlo, un estado más pegado a la
nación, más nacional que ninguno.
Lo consideré una mala noticia y contrapensé:
“el futuro debería de ser de los Estados menos nacionales, de los más
desnacionalizados”.
La modernización de la democracia empezó cuando los Estados
se desligaron de las creencias religiosas y funcionaron con libertad de cultos,
cada vez de manera más laica. Culminará cuando se desliguen de las fidelidades
nacionales y prioricen los derechos y deberes cívicos, volviéndose
definitivamente laicos ante la religión nacionalista que sustituyó a las otras.
Lo colectivos predemocráticos (quieren ser
suprademocráticos) como las religiones, las naciones y las ideologías totales
son el vector reaccionario del movimiento político; el individualismo cívico
que convierte la religión, la identidad nacional o la ideología en un derecho
de cada cual pero no en una obligación de nadie, y aún menos colectiva, es la
punta de lanza de la modernización democrática.
El Estado debe estar formado por ciudadanos libres e iguales
bajo leyes comunes dictadas por ellos y modificables del mismo modo; no por
naciones distintas o religiones distintas con derecho a privilegios en virtud
de leyendas históricas o piadosas.
Tanto desde la tradición de la derecha como desde la de la
izquierda brotan antiprogresistas con idéntico propósito: convertir el aparato
estatal en promotor de colectivos distintos y distantes que se impongan a las
opciones creadoras de los ciudadanos, cuyas individualidades dicen encuadrar.
Teocracias, nacionalcracias y otras beatificaciones del rebaño, frente al
Estado democrático, que respalda el derecho individual a formar grupos o
disentir de los existentes, dentro de leyes laicas decididas por todos. ¿Es tan
difícil de entender?
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