Por Arturo Pérez-Reverte |
Emilio es todo un personaje. Acaba de cumplir 67 tacos y
lleva varios de jubilata. Me toca de refilón por vínculos familiares y lo
conozco desde hace mucho. Es un fulano de inteligencia extraordinaria, con una
formación intelectual que ya quisieran para sí muchos econopijos pasados por
Harvard, o por donde pasen. Y además, de izquierdas como ha sido siempre –de
izquierdas culto, que no es lo mismo que de izquierdas a secas, y más en
España–, posee una formación dialéctica marxista impecable.
En su día, paradojas
de la vida, fue uno de los más eficaces comerciales de una multinacional donde
ganaba una pasta horrorosa, pero currar con traje y corbata nunca le gustó. Así
que se jubiló de forma anticipada, para vivir de una modesta pensión. No
necesita más. Lee cinco periódicos diarios, oye la radio, fuma, se toma su café
en el bar y pasa de todo. No creo que para la vida que lleva necesite más de
trescientos euros al mes. A veces pienso que habría sido un mendigo de los que
ni siquiera mendigan, perfecto y feliz, con su cartón de Don Simón y sus
colegas. Por eso, en plan cariñoso, lo llamo Emilio el Perroflauta.
Como pasa de todo, Emilio es un desastre. Va sin dinero en
el bolsillo, entre otras cosas porque odia los bancos –siempre se negó a tener
tarjetas de crédito– y cree que el mejor rescate para un banco es un cartucho
de dinamita. Sus hermanas son quienes le vigilan la modesta cuenta corriente,
hacen los pagos de agua y luz y le entregan el poco dinero de bolsillo que
necesita. Pero, el otro día, se vio sin sonante. Pasaba cerca del banco, así
que entró a pedir cincuenta euros de su cuenta. Había una cola enorme ante la
ventanilla –todos los empleados tomando café menos una joven cajera– y aguardó
con paciencia franciscana. Llegado ante la joven pidió cincuenta euros, y ella
respondió que para cantidades menores de 600 euros tenía que salir afuera, al
cajero automático. «No tengo tarjeta», respondió Emilio. «Te haremos una», dijo
ella. «No quiero tarjetas vuestras ni de nadie», opuso él. La joven lo miraba con
ojos obtusos. «Te la hacemos sin problemas». Acodado en la ventanilla, Emilio
la miró fijamente. «Te he dicho que no quiero una tarjeta. Lo que quiero son
cincuenta euros de mi cuenta». La chica dijo: «No puedo hacer eso». Y Emilio:
«¿No puedes darme cincuenta euros de mi cuenta porque no tengo tarjeta?… Que
salga tu jefe».
Salió el jefe. «¿En qué puedo ayudarte?», dijo. Era un jefe
de sucursal joven, estilo buen rollito. «Puedes ayudarme dándome cincuenta
euros de mi dinero», respondió Emilio. «Tienes que comprender las normas
–razonó el otro–. La tarjeta es un instrumento muy práctico para el cliente».
Emilio miró atrás, como buscando a quién se dirigía el otro: «¿Me hablas a mí?
–respondió al fin–. Porque, mira, soy viejo pero no soy gilipollas». El director
tragaba saliva, insistiendo en que el interés del público, la comodidad,
etcétera. «¿La comodidad de quién? –inquiría Emilio–. ¿La vuestra?». El otro
siguió en lo suyo: «Te hacemos una tarjeta ahora mismo, sin comisiones». Pero
ya he dicho que la formación marxista de Emilio es perfecta; así que, tras
cinco minutos de argumentación metódica –el otro, abrumado, no sabía dónde
meterse–, acabó así: «Además, eres tonto del haba. Porque el dinero, aunque sea
poco, es mío y seguirá aquí. Pero con tanta tarjeta, tanta automatización y
tanta mierda, al final quien sobrarás serás tú –señaló a la cajera– y todos
estos desgraciados, porque os sustituirán las putas máquinas».
A esas alturas, la cola ante la caja era kilométrica; y la
gente, la cajera y el director escuchaban acojonados. Emilio dirigió a éste una
mirada con reflejos de guillotina que lo hizo estremecerse. Entonces el
director tragó saliva y se volvió a la cajera. «Dale sus cincuenta euros»,
balbució. Y en ese momento, Emilio el Perroflauta, erguido en su magnífica e
insobornable gloria, miró con desprecio al pringado y le soltó: «¿Pues sabes
qué te digo?… Que ahora tu banco, tú, la cajera y los empleados que tienes a
estas horas tomando café podéis meteros esos cincuenta cochinos euros en el
culo. Ya volveré otro día». Tras lo cual se fue hacia la puerta con paso firme
y digno. Y al pasar junto a la gente que esperaba en la cola, sumisa –nadie
había despegado los labios durante el incidente–, los miró con altivez de
hombre libre y casi escupió: «¿Estáis ahí, callados y tragando como ovejas?… Si
esta cola fuera en la Seguridad Social, ya la habríais quemado». Y después, muy
tranquilo, fue a tomarse un carajillo a un bar donde le fiaban.
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