Por Jorge Fernández Díaz |
Contemplando desde la ventana el atardecer de Plaza de Mayo,
Néstor soñó alguna vez con diseñar un programa desarrollista. Llegó incluso a
encargárselo a su embajador en los Estados Unidos, pero ese deseo juicioso se
fue disolviendo en el aire y su estrafalario populismo santacruceño terminó por
imponerse y por desplazar definitivamente aquella idea. Que ahora dice abrazar,
aunque no se sabe con cuánta convicción, Mauricio Macri.
La referencia es
necesaria para recordar que, como demuestra la cronología histórica de aquella
breve y hoy resignificada experiencia trunca, una cosa fue Frigerio y otra muy
distinta fue Alsogaray, impuesto por los militares. También para leer, bajo esa
perspectiva de candente actualidad, ciertos documentos celosamente guardados en
el Archivo de la Hoover Institution que acaban de ser exhumados por un grupo de
especialistas. Se trata de la correspondencia desconocida de Juan Perón.
"Nos enfrentamos al gobierno más impopular de toda la historia argentina,
cuyas medidas parecen destinadas a aumentar nuestro prestigio en el
pueblo", se enoja el General en una carta de 1959. Para entonces, ya el
sinuoso romance con Frondizi estaba terminado, y no por su giro ortodoxo, sino
porque el caudillo creía que esa administración poseía un plan económico, pero
subestimaba la táctica política, y porque sus alfiles habían sido formados en
el materialismo, en este caso marxista, algo que también preocupaba a las
fuerzas armadas. Si algo prueban estos papeles es que, a pesar de las múltiples
mutaciones, Perón fue siempre antiliberal, pero a la manera en que lo fue
Mussolini: escribió allí que el Duce "era un hombre extraordinario. Lo
conocí y sus valores humanos eran fuera de serie".
Perón había comenzado su relación con Frigerio de manera muy
comprensiva: "No podemos hacernos muchas ilusiones sobre el futuro
inmediato, desde que a ustedes les tocará cargar con la más antipática tarea:
restringir -le decía-. El desgaste está siempre en proporción directa de los sacrificios
que se imponen". Pero con el correr de los meses, el acercamiento al
frondizismo por parte de ciertos dirigentes sindicales y la aparición de
partidos neoperonistas volvieron todo muy peligroso para su propia
supervivencia; esa era, en el fondo, la peor de las traiciones. Más incluso que
la cantada imposibilidad, por chantaje castrense, de cumplir la promesa más
difícil: ir legalizando al peronismo.
Los papeles del Archivo Hoover fueron clasificados por ocho
historiadores y publicados bajo el título El exilio de Perón. En este libro se
describe la era desarrollista como un período de alta conflictividad: "El
presidente parecía convencido de que la aplicación del Plan de Estabilización y
Desarrollo solucionaría los problemas del país. Suponía que la maduración de
las inversiones extranjeras -alentadas por el programa de ajuste- permitiría
reanudar el crecimiento de la economía y, luego de un período de deterioro de
las condiciones de vida populares, el aumento de la demanda de trabajo".
El macrismo parece inspirado en esa misma hipótesis.
Aquel contexto, sin embargo, era diferente: Guerra Fría,
cerco del poderoso partido militar, amanecer de la insurgencia guevarista y
jaqueos a distancia de Perón, que estaba débil y proscripto, y dispuesto
astutamente a celebrar pactos subrepticios y luego a llevar a cabo sabotajes
para impedir cualquier triunfo político que no fuera el suyo. De un hombre
desplazado por las armas y obligado al agrio destierro, tal vez no podía
esperarse un ánimo más colaborador; lo grave es que esa metodología del boicot
permanente fue copiada por el peronismo post mórtem y que éste suele aplicarla
en plena democracia para bloquear gestiones ajenas.
El archivo Hoover contiene una nerviosa misiva que le envía
Raúl Scalabrini Ortiz poco antes de morir. Los nacionalistas no habían
celebrado el desarrollismo petrolero practicado a último momento por el propio
Perón al firmar el famoso convenio de la California. El viudo de Evita llamaba
"nacionalistas de opereta" a quienes no habían entendido la necesidad
de la inversión extranjera: "YPF no tiene ni capacidad organizativa ni
técnica ni financiera para un esfuerzo de esa naturaleza". Kirchner no
pensaba muy distinto. Pero después Scalabrini, que se había entusiasmado con
Frondizi, se escandalizó con su "nuevo rumbo"; el diagnóstico
catastrofista del autor de El hombre que está solo y espera recuerda
inevitablemente a las terribles admoniciones de Axel Kicillof: "El
liberalismo comercial y financiero llevado hasta el extremo -le escribió a
Perón-, terminará destruyendo la mayor parte de nuestra industria y traerá un
séquito de desocupados, baja de salarios, quizá hambre y terminará
desencadenando todo el proceso característico de las deflaciones".
Perón propicia el golpe contra Frondizi, conspira contra
Illia, y les anuncia tempranamente a sus partidarios que la Revolución
Argentina "ha expresado propósitos muy acordes con lo que nosotros venimos
propugnando desde hace más de veinte años". Más tarde repudiará a Onganía.
En el transcurso de todo ese período suceden, no obstante, algunos episodios
muy reveladores: la izquierda nacional le acerca su ocurrencia jacobina y los
revisionistas, sus trucos historiográficos, rasgos profusamente utilizados para
la "guerra cultural" durante la "década ganada".
El tesoro testimonial que guarda la Hoover Institution
incluye la prosa secreta de Rodolfo Puiggrós, impulsor de un peronismo
revolucionario que arrasaría en las universidades. Puiggrós se toma del
concepto "socialismo nacional" con que Perón describe su proyecto
para bocetar lo que luego sería el hoy tan negado propósito setentista:
"Conquistar el poder e implantar una dictadura popular". Perón los
deja venir con picardía e irresponsabilidad, cosechando sus votos y apoyos, y
usándolos para limar a sus antagonistas, mientras dialoga epistolarmente con
fascistas de confianza como Osinde y Ottalagano: de regreso a la patria, el
primero organizaría la emboscada de Ezeiza contra los acólitos de Puiggrós; el
segundo reemplazaría a ese mismo ideólogo en la rectoría de la UBA, cuando lo
echaron por ser un "infiltrado". Perón abominaba del concepto
"dictadura popular" que antes había celebrado, y ya denunciaba a esa
izquierda por pretender "la toma del poder para modificar el sistema democrático
pluripartidista".
Finalmente, los papeles encontrados confirman que Perón no
era revisionista. En su búsqueda de unanimidad, prefería que no hubiera
fracturas y personalmente se sentía heredero de la cultura militarista; es por
eso que al estatizar los ferrocarriles no les puso nombres de caudillos
federales sino los de sus grandes ídolos: Mitre, Sarmiento, Roca y Urquiza. Sus
enemigos son, por paradoja, quienes lo emparentan con Rosas ("la segunda
tiranía"), y muy posteriormente, los neonacionalistas lo convencen de
inscribirse en esa otra tradición, que hacía juego perfecto con el nuevo relato
de época. El libro demuestra que Perón no utilizaba la palabra
"gorila" como simple sinónimo de antiperonista: sólo abarcaba con
ella a los violentos. Pero sobre todo nos devela que muchas estrategias de
zorro y algunos camelos obvios que sólo buscaban el zigzag y el rédito
coyuntural, fueron después tomados como catecismo y palabra santa por los
herederos de Perón. Y lo peor: como sentido común por la sociedad argentina.
Ese gran malentendido histórico seguramente habría hecho sonrojar al mismísimo
patriarca de Puerta de Hierro.
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