Emma Stone caracteriza a Eugenia Phelan en The Help, 2011 |
Por Juan Mascardi
Mascardi es un periodista argentino que en mayo de 2016 ganó el Premio
La Buena Prensa por la “Crónica de un tiburón que siempre llega a la costa”.
Luego de recibir una consulta vía Facebook escribió esta carta abierta.
Querida amiga,
He leído con atención la breve consulta que haces por el chat de Facebook. Por
lo que se ve en tu foto de perfil eres una joven que no supera los 25 y existe
una ostentación de esa juventud que llevas con despilfarro. Gracias por tus
halagos que ni yo me creo y de los cuales —luego de leerte— dudo aún más si
existe algún mérito en la redacción de la crónica premiada. Lo que para mí es un baño
de vanidad para el protagonista del relato es un fragmento de vida vivida con
dolor, contradicciones y aún así con esperanzas.
Descreo tanto en las fábulas con moraleja como así también en las actas
de un jurado. Y más aún de los halagos gratuitos de ese puñado de infieles que
antes se denominaban público o audiencia o lectores y hoy son usuarios: con
voz, voto, zapping, likes y emoticones. Y todos, aquí, reproduciendo una farsa
de comunicación horizontal donde muchos venimos a suplicar que nos lean y otros
tantos asisten como los espectadores de un coliseo sobremoderno aguardando el
instante del sacrificio.
Me preguntas cómo puedes hacer para publicar en un medio. Me cuentas
sobre una historia que mezcla gatillo fácil, corrupción, travestis y coimas. Me
sugieres un modo, una manera de narrar, una forma de estructurar un relato
complejo y asoma una necesidad de consejos y sugerencias. En esta era donde la
vida misma es una especie de fast–food descartable en la que las
relaciones humanas desaparecen y se pulverizan con el vértigo del clic, donde
vos ni yo nos conocemos, más que respuestas se me ocurre hacerte algunas
preguntas.
¿Estás dispuesta a que te pisoteen? ¿A que te ignoren? ¿A que te
ninguneen? ¿Es posible soportar el silencio luego de un correo entusiasmado a
un editor con sueldo fijo? Tendrás que golpear puertas y suplicar hasta
arrastrarte besando los pies de un colega de otra escala.
Puede haber talento, brillo y espontaneidad en tus palabras. Puede haber
investigación, método y precisión en tu búsqueda. Puede haber intención, como
la de los arqueros con su flecha para develar un texto que emocione, provoque y
viva por sí solo. Pero una sola persona puede hacerlo arrojándose a ese abismo
llamado libertad. Escribe con la dedicación de un carpintero, con la paciencia
de un albañil, con la creatividad de un escultor, con la modestia de un médico
de pueblo. Pule las palabras. Escucha la sonoridad de las frases que eliges
renglón a renglón, aprópiate de la técnica con el rigor de un matemático y
desecha esas reglas con la imprudencia de un artista. El compromiso que
asumimos es y será con uno mismo.
Escribe, escribe, escribe. Disfruta de las pausas para fumar, hacer el
amor, limpiar los pisos, beber café o mate hasta que sientas que la acidez del
texto te devore por dentro.
Escribe, escribe, escribe. Y mírate al espejo, con tus luces y con tus
demonios. En tus ojos aparecerá un nubarrón espeso y cada palabra escrita será
como un alfiler diminuto que pellizcará el nubarrón. Puede que llueva. Puede
que se asome un haz de luz. Puede que ames la vida, la muerte, las despedidas y
los reencuentros como lo haces ahora con tu flecha, con tu alfiler, con tu
aliento. Con cada palabra.
Juan
San Antonio de los Baños, Cuba. Mayo de 2017.
San Antonio de los Baños, Cuba. Mayo de 2017.
© Revista
Replicante
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