Por Arturo Pérez-Reverte |
Alguna vez he dicho que en los últimos tiempos,
aunque leo todas las cartas que recibo, me es imposible responder a ellas.
Hasta hace poco lo hacía disciplinadamente, aunque fuera con retraso; pero ya
no puedo. Cartas respondiendo a cartas, o tarjetas de agradecimiento por los
libros que sus autores me envían. Es demasiado correo y es un honor recibirlo,
pero ese honor rebasa mis posibilidades.
Y nunca quise dejar esa tarea a un
secretario o asistente. Uno envejece, menguan las energías y también la vida se
complica con viajes y obligaciones profesionales y personales que reducen el
tiempo disponible. No se ofendan, por tanto, quienes ya no reciben respuesta.
No se sientan decepcionados. No es indiferencia, sino sólo que me hago mayor. Y
me canso. Sesenta y seis tacos de almanaque empiezan a notarse un poco. Quien
los tiene, lo sabe.
Hay excepciones, naturalmente. Cartas a las que
resulta imposible no responder. Y eso me ocurre hoy. Lo singular es que se
trata de una carta cuya respuesta no puedo enviar a ninguna dirección postal.
Esa dirección ya no existe, pues la carta ha seguido un extraño camino hasta
llegar a mis manos. La escribió en Jaén una joven llamada Carmen el 4 de junio
de 2002. Carmen tenía 27 años, y murió meses después de escribir a mano esas
líneas que nunca llegó a echar al correo. La carta fue encontrada años después
por la madre, entre los viejos papeles de su hija, y me la remitió con una
breve nota explicativa el 29 de junio de 2014. Llegada a mis manos con otras
cartas, se traspapeló entre las páginas de un libro, y no la he encontrado ni
abierto hasta hace unas semanas, el 7 de junio de 2017. Siempre junio, fíjense
qué coincidencia. Doce años tardó en llegar a mis manos y tres años he tardado
yo en leerla. Quince años después de la muerte de Carmen.
No detallaré mucho lo que dice. Se confiesa
seguidora entusiasta de mis novelas, y comprobando las fechas veo que no llegó
a leer La reina del Sur, en la que yo todavía estaba
trabajando a su muerte. Seguramente la última fue La carta esférica, o uno de los Alatristes. En su
nota, la madre, que también se llama Carmen, asegura que su hija era lectora
ávida de toda clase de libros, incluidos los míos. «Era una enamorada –asegura– de todo lo que saliera de sus manos». Esa línea, como
pueden imaginar, me remueve por dentro. Me entristece ante el pensamiento de
que Carmen murió sin que yo supiera de su existencia, y de que haya tardado
tanto en saberlo. En aquel tiempo aún podía yo responder puntualmente a cuantas
cartas recibía, y sin duda lo habría hecho a la suya. Una carta que ella nunca
puso en el correo, una carta que tardé quince años en leer. Y esa desazón, o
ese remordimiento, me hace estar hoy aquí dándole a la tecla, mientras intento
torpemente responder a las palabras de afecto de una chica muerta.
En su carta, escrita en papel cuadriculado y con
letra redonda, tinta violeta, por las dos caras del folio, Carmen se revela
como lectora entusiasta de libros y ávida amante de la literatura. Me habla
apasionadamente de Charles Dickens, de Galdós –su escritor favorito– y de
Alejandro Dumas, y también de Humphrey Bogart, y de un viejo y triste artículo
que escribí en 1993 titulado Cuento de Navidad,
que según ella trasladó su interés del reportero de la tele que aún era yo
entonces al novelista que empezaba a asentarse por esas fechas. También me
cuenta que en cierta ocasión, estando yo en una feria del libro, tuvo ocasión
de saludarme, pero se impuso la timidez y no se atrevió; siendo su padre,
cartagenero como yo, quien al fin se acercó a pedirme para ella una firma en un
libro. Me dice todo eso, y termina expresando la esperanza de poder conversar
conmigo algún día sobre libros y literatura. Nunca tuvimos esa conversación, o sí.
Porque en realidad converso con ella ahora, sentado en el lugar donde trabajo,
teniendo a mi izquierda una estantería llena de diccionarios y libros de
consulta, y a la derecha los estantes que con cada novela lleno de material de
trabajo antes de vaciarlos y empezar de nuevo. Por la ventana entra una luz
dorada en la que parece navegar, dentro de su urna de cristal, la maqueta de
la Bounty. Y quiero decirle a Carmen que en este
momento su carta se encuentra junto al manuscrito recién terminado que está
sobre la mesa, con las últimas correcciones a una nueva novela que ella nunca
leerá, pero que de algún modo también me ayudó a escribir. Por eso le doy las
gracias y le devuelvo con todo mi cariño aquel lejano beso de amiga que al fin
recibí, quince años después, desmintiendo a la muerte, al tiempo y al olvido.
© XL
Semanal
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