Por Miguel Munárriz
Muchos años después he vuelto a la biblioteca de mi
pueblo, que ahora han rebautizado con el nombre de mi querido amigo, el poeta Alberto Vega, y volví a verme de adolescente
leyendo y recorriendo una y otra vez las estanterías.
Recordé algunos de
aquellos libros de mi formación lectora, como la obra completa de Lorca, en la edición en piel de Aguilar; los
tomitos blancos de tapa dura que guardaban la tragedias de Esquilo, de Eurípides y Sófocles, o la ciencia ficción con antologías en
gruesos volúmenes de la serie, “Novelas de anticipación”.
En esa búsqueda me
iba encontrando con Mihura, Aldecoa, Cela, Gironella, Alfonso Daudet, Molière, Galdós…,
descubriendo, sin saber lo que estaba haciendo, un modo de estar en el mundo.
Para algunos de mis amigos de entonces la lectura era un suplicio; aún faltarían muchos años para que Daniel Pennac publicara Como una novela, porque el tiempo al que me refiero era pródigo en mandatos en donde se practicaba la equivocación de la lectura obligatoria, y a pesar de que “el verbo leer no soporta el imperativo”, a mí me tenían que decir todo lo contrario.
Si elaboráramos una carta de derechos de la lectura
deberíamos comenzar por el derecho a no leer. Vivimos rodeados de personas a
las que nunca se nos ocurriría regalarles un libro. No leen, sea porque no
sienten necesidad o porque tienen demasiadas cosas que hacer, o porque
sencillamente no les gusta leer. Esas personas no nos pedirán nuestra opinión
sobre lo último que hemos leído. Son tan “humanos” como nosotros –sigue
diciendo Pennac– absolutamente sensibles a las desdichas del mundo, pero hete
aquí que no leen. Son muy libres de no hacerlo. En el fondo, el deber de educar
consiste en iniciar a los niños en la literatura, en darles los medios para que
puedan juzgar con libertad si sienten o no la necesidad de los libros, porque
ya es de por sí bastante triste excluirse voluntariamente de ese ámbito, tan
necesario para muchos de nosotros, que es la lectura.
Muchas veces nos encontraremos con personas que
leen pero cuyo concepto en nada coincide con el nuestro. Pennac se pregunta:
¿cómo se verá mañana la literatura que se escribe y se publica hoy?, ¿qué podrá
interesar de todo esto a nuestros nietos o a los hijos de estos? ¿Qué libros
recientes, de los que se suelen mencionar con respeto, nos gustaría conservar,
no para aumentar nuestra biblioteca sino para releerlos más adelante? Para
conocer las respuestas habría que salir de la tumba de vez en cuando –como
deseabaLuis Buñuel– y leer los periódicos para informarse
de la marcha del mundo. Claro que al paso que van los medios de comunicación no
estamos seguros de que para entonces existan diarios, ni siquiera información
como la conocemos ahora.
Nuestra relación con la literatura ya no sufre el
“chantaje cultural” de las listas de los más vendidos, pero cuando se
publicó El péndulo de Foucault, de todos los compradores,
¿cuántos lo habrán leído? O con Historia del Tiempo,
de Stephen Hawkins: son simples ejemplos del poder de
persuasión cultural de los medios de comunicación –que en mi opinión han
perdido– , y sobre todo la televisión, cuyo desprestigio se torna lo contrario
en cuanto se erige como prescriptor de cultura. Pennac cuenta este caso: “Los
turistas que llegan en autocares al territorio que Proustdescribió
en En busca del tiempo perdido, compran una magdalena y se
la toman con una infusión de tila para ver si sienten la misma iluminación que
él, pero, al no percibir nada, no comprenden que Proust repetía una costumbre
de su niñez y eso le traía el alma de entonces”.
Si hoy ofreciéramos a un lector de doce años –no
todos los chicos de esa edad carecen de sensibilidad literaria– La isla del tesoro, a cambio de su historieta habitual,
o a un lector de mala ciencia ficción, Los primeros hombres en la luna,
nos llevaríamos una desilusión porque –pareciendo que les ofrecemos el mismo
tipo de cosas que les gustan, éstas están bien escritas, los diálogos son
verosímiles y los personajes son claramente imaginables– este tipo de libros
contiene algo que les desconcierta y pronto los dejarán a un lado. Les gustan
las narraciones de ritmo rápido. Hemos de reconocer que la pantalla nos ha
cambiado la mente a todos, y no sólo en cuanto a la imaginación se refiere sino
en el modo de pensar y de escribir, pero no nos engañemos, uno de los mayores
peligros que acechan a la literatura es el que empieza, principalmente, por
considerarla una asignatura, transformando así lo literario en una suerte de
tarea con pretensiones científicas, en un deber cuyo riesgo es el suspenso. Hay
que enseñar a leer porque leer es sinónimo de placer, una fiesta que se espera
con alegría y que se relaciona con las vacaciones o con el tiempo robado, da
igual, pero nunca como una pesada tarea que hay que cumplir. Y ¿qué significa
buscar tiempo para leer?, ¿de dónde podríamos quitar esa hora de lectura
diaria, a los amigos, a la televisión, a la familia?, ¿Es un grave problema
sacar tiempo para leer? Desde el mismo momento en que se plantea el problema
del tiempo para leer, es que no se tienen ganas. Si lo pensamos bien nadie
tendría tiempo para leer, la vida es un obstáculo permanente para la lectura.
“¡Cómo envidio que tengas tiempo para leer!; a mí ya me gustaría pero entre el
trabajo, los niños, la casa, no tengo tiempo…dice Pennac.
El tiempo para leer es siempre un tiempo robado, ¿o
acaso no lo robamos también para amar? El tiempo para leer, igual que el tiempo
para amar, dilata el tiempo de vivir. El oficio de vivir, el oficio
de poeta, escribió Pavese. ¿Se ha visto
alguna vez que un enamorado no encontrara tiempo para amar? La lectura no
depende de la organización del tiempo social, es, como el amor, una manera de
ser. La literatura no debería ser un deber cultural ni una asignatura
obligatoria. Son varios los peligros que acechan a la literatura en nuestra
época: no sólo se lee una pequeña parte de lo que se compra, sino que el
imperio de la informática, que todo lo computa, el descrédito de la memoria, de
la palabra oída y dicha en voz alta, en aras de la imagen, y, para el escritor,
la exacerbada conciencia del lenguaje que le lleva al puro juego literario, son
graves peligros que pueden acabar con la literatura. Pero sea lo que sea la
literatura, y hágase lo que se haga con las iniciativas para crear el hábito
lector, y si al principio hemos hecho una tímida defensa de todo aquel que no
quiera leer, lo cierto es que, para nosotros el mundo sería invivible si no
fuera por la música, la pintura, el teatro, el cine, y los libros: los ensayos,
las novelas, la poesía… porque: ¿nos hemos preguntado alguna vez qué es lo que
podemos aprender de la poesía?, y no sólo para el creador, sino también para el
novelista o para quien tiene el privilegio de ser un lector atento. Pues, entre
otras cosas, sentir la gravedad de las palabras; apreciar la dependencia de
cada palabra en su contexto; la concentración de una idea; la voluntad y
precisión del lenguaje; la omisión de lo evidente o la exclusión de lo
obvio. Joseph Brodsky lo dijo muy bien: “Desechar lo
superfluo es el primer grito de la poesía”. El rasgo esencial de la literatura
es que nos hace imaginar lo que significa ser otro ser humano distinto de
nosotros. Si la literatura no sirviera más que para eso, ya estaría justificado
su lugar en el mundo. Pero nos da algo más y es que nos transporta al alma
misma del lenguaje. En el fondo, los buenos lectores establecen un criterio
práctico dividiendo los libros en dos clases: los que no vale la pena terminar
y los que se deseará releerlos en el futuro, porque la literatura podrá no
servir para nada; sin embargo, para quien la disfruta, como Proust decía, “es
la verdadera vida”.
© Zenda – Autores,
libros y compañía / Agensur.info
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