Por Fernando Savater |
Para María
Ahora que la vida se ha hecho lenta y triste, nada acepto
mejor que contemplar a los niños pequeños. “Quien piensa lo más profundo, ama
lo más vivo”, dijo el poeta alemán. Yo no pretendo cavilar grandes
profundidades (al contrario, intento nadar hacia la superficie), pero la
vivacidad a veces chispeante y otras reticente de los críos me fascina, cómo
decirlo mejor, me reconcilia momentáneamente con el valle de lágrimas. Este
tinglado hueco o siniestro sólo funciona de veras cuando el paso lo marcan
ellos…
Les veo ahora, en la Feria del Libro del Retiro. Unos corretean y otros
desfilan formales junto a los mayores, curiosean lo que a nadie interesa,
intercambian confidencias o retos que apenas entendemos. No es cierto que sólo
los móviles les atraigan (aunque su vitalidad ame comunicarse, como es debido),
porque también acuden al disfrazado de pingüino, al perro que mea
subrepticiamente en la esquina de una caseta, al reparto de globos, los globos,
los globos… hasta que uno se les escapa, tanto mejor. Y también a los libros.
Pocas cosas les gustan tanto como los libros, sobre todo si aún no saben leer.
A mi caseta se acerca una madre con su niña de unos seis o
siete años para que le firme un libro. Pregunto a la pequeña si le gusta leer y
la mamá responde por ella que muchísimo. Para aclararme, la cría me ofrece el
libro que lleva en su bolsita.
Tiene bonitas ilustraciones de la Roma antigua, pero ningún
texto. Arqueo las cejas y ella me señala los espacios en blanco al final de
cada página. “Son para escribir— dice. —El libro lo escribo yo”. La saludo en
silencio: “Hola, Virginia. De modo que has vuelto… No te reconocía, tan
chiquita. Necesitarás otra habitación propia. Y ahora también una buena
conexión de wifi…”.
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