Por Sergio del Molino
He tenido el honor de medio apadrinar un encuentro
con estudiantes de bachillerato en Perugia, Italia,
como parte del programa paralelo de un festival literario. Los alumnos habían
trabajado unos cuentos de Jorge Luis Borges con
sus profesoras de español y habían hecho una serie de proyectos que se
presentaban de forma solemne en un palazzo. Mi misión
era adornar un poco el sarao, añadiendo unas palabritas, que puse en forma de
cuento alla maniera borgiana.
Luego enseñaron sus proyectos. Ensayos sobre La casa de Asterión, un rap sobre su poética
presentado en forma de videoclip y varias disquisiciones sobre el símbolo del
laberinto y la soledad. Estaban realmente bien. Estupendamente planteadas,
sólidamente argumentadas, firmes y trabajadas. Se les notaba muy enterados,
parecían estudiantes aplicados con un punto de letraheridez un poco anacrónico
y encantador. Entendí por qué era importante tener un escritor en la sala
después de oírles a ellos.
Sin embargo, a mitad del acto empecé a caer en la
cuenta de que insistían mucho en la fragilidad de Borges, en sus máscaras
(alguien lo comparó, acertadamente, con Pirandello), en cómo
su literatura hermética y precisa se levantaba como un foso contra los dragones
del mundo, y me vi impelido a hablarles del humor, que no había aparecido por
ningún sitio. ¿No habéis apreciado la ironía de Borges?, les dije. ¿No os dais
cuenta de que muchos de sus cuentos son bromas, carcajadas contra el mundo?
Me replicaron que no. Que el humor, si existía,
estaba escondido e inaccesible para un estudiante italiano de español y que, en
todo caso, no importaba, porque, insistían, el pobre Borges era un ser dolido y
doliente, agazapado tras sus textos, recogido en el fondo de un laberinto.
Como todos vosotros, pensé. Habéis convertido a
Borges en un adolescente huidizo, frágil, minotáurico, sudoroso, oculto y a la
vista a la vez. Habéis proyectado lo que sois en él, y por eso ignoráis su humor, su sarcasmo, todo lo que rompe la
imagen desvalida y de estrella de rock con tendencias suicidas que habéis inventado
para identificaros con su figura y su obra.
No se lo digo, pero lo pienso: si Borges estuviese
aquí y le acariciaseis, os mordería la mano.
No hay humor en la adolescencia. El humor es una
conquista del adulto, tal vez una claudicación también, y estos chicos aún no
han conquistado ni se han rendido. Todo es serio, por tanto.
Salgo de allí paternalista, y siempre que el paternalismo
me domina, me pongo en guardia. Cuidado. ¿Por qué voy a leer mejor yo que
ellos? Bueno, me respondo, porque soy mayor, llevo toda mi vida entregado a la
literatura y, tal vez, siquiera sea por oficio, mi mirada es más atinada y detallista. Pero, ¿y si el oficio me
estorba, me nubla o me ciega? ¿Y si estoy proyectando mi propia visión
humorística en el mundo en Borges? ¿Y si mi lectura es tan ingenua, tentativa y
burda como la suya? A fin de cuentas, leer es reconocer, y reconocer es
cartografiar, y cartografiar es levantar limes y escriturar propiedades
literarias. ¿Por qué ha de ser mi apropiación más lícita que la suya?
Sí, es hermosa su forma de acunar a Borges, de
aceptarle en la tribu como un tarado más. Cualquier artista querría eso. ¿No
mendigamos cariño? ¿No reclamamos un puesto de privilegio íntimo en las
mesillas de noche? ¿No aspiramos a que el lector nos haga suyos? Quizá mi paternalismo sea sólo envidia: la conciencia
dolorosa y cierta de que ningún adolescente me leerá con esa compasión, tomándome
tan en serio hasta el punto de ignorar las risotadas vitriólicas que inserto en
algunos párrafos.
© Zenda –
Autores, libros y compañía / Agensur.info
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