lunes, 12 de junio de 2017

Teen Borges

Por Sergio del Molino

He tenido el honor de medio apadrinar un encuentro con estudiantes de bachillerato en Perugia, Italia, como parte del programa paralelo de un festival literario. Los alumnos habían trabajado unos cuentos de Jorge Luis Borges con sus profesoras de español y habían hecho una serie de proyectos que se presentaban de forma solemne en un palazzo. Mi misión era adornar un poco el sarao, añadiendo unas palabritas, que puse en forma de cuento alla maniera borgiana.

Luego enseñaron sus proyectos. Ensayos sobre La casa de Asterión, un rap sobre su poética presentado en forma de videoclip y varias disquisiciones sobre el símbolo del laberinto y la soledad. Estaban realmente bien. Estupendamente planteadas, sólidamente argumentadas, firmes y trabajadas. Se les notaba muy enterados, parecían estudiantes aplicados con un punto de letraheridez un poco anacrónico y encantador. Entendí por qué era importante tener un escritor en la sala después de oírles a ellos.

Sin embargo, a mitad del acto empecé a caer en la cuenta de que insistían mucho en la fragilidad de Borges, en sus máscaras (alguien lo comparó, acertadamente, con Pirandello), en cómo su literatura hermética y precisa se levantaba como un foso contra los dragones del mundo, y me vi impelido a hablarles del humor, que no había aparecido por ningún sitio. ¿No habéis apreciado la ironía de Borges?, les dije. ¿No os dais cuenta de que muchos de sus cuentos son bromas, carcajadas contra el mundo?

Me replicaron que no. Que el humor, si existía, estaba escondido e inaccesible para un estudiante italiano de español y que, en todo caso, no importaba, porque, insistían, el pobre Borges era un ser dolido y doliente, agazapado tras sus textos, recogido en el fondo de un laberinto.

Como todos vosotros, pensé. Habéis convertido a Borges en un adolescente huidizo, frágil, minotáurico, sudoroso, oculto y a la vista a la vez. Habéis proyectado lo que sois en él, y por eso ignoráis su humor, su sarcasmo, todo lo que rompe la imagen desvalida y de estrella de rock con tendencias suicidas que habéis inventado para identificaros con su figura y su obra.

No se lo digo, pero lo pienso: si Borges estuviese aquí y le acariciaseis, os mordería la mano.

No hay humor en la adolescencia. El humor es una conquista del adulto, tal vez una claudicación también, y estos chicos aún no han conquistado ni se han rendido. Todo es serio, por tanto.

Salgo de allí paternalista, y siempre que el paternalismo me domina, me pongo en guardia. Cuidado. ¿Por qué voy a leer mejor yo que ellos? Bueno, me respondo, porque soy mayor, llevo toda mi vida entregado a la literatura y, tal vez, siquiera sea por oficio, mi mirada es más atinada y detallista. Pero, ¿y si el oficio me estorba, me nubla o me ciega? ¿Y si estoy proyectando mi propia visión humorística en el mundo en Borges? ¿Y si mi lectura es tan ingenua, tentativa y burda como la suya? A fin de cuentas, leer es reconocer, y reconocer es cartografiar, y cartografiar es levantar limes y escriturar propiedades literarias. ¿Por qué ha de ser mi apropiación más lícita que la suya?

Sí, es hermosa su forma de acunar a Borges, de aceptarle en la tribu como un tarado más. Cualquier artista querría eso. ¿No mendigamos cariño? ¿No reclamamos un puesto de privilegio íntimo en las mesillas de noche? ¿No aspiramos a que el lector nos haga suyos? Quizá mi paternalismo sea sólo envidia: la conciencia dolorosa y cierta de que ningún adolescente me leerá con esa compasión, tomándome tan en serio hasta el punto de ignorar las risotadas vitriólicas que inserto en algunos párrafos.

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