A la batalla por el
liderazgo del peronismo se suma la
estrategia optimista del macrismo. Los
problemas.
Por Roberto García |
Cristina es Macri. Al menos el principiante Mauricio Macri que pugnaba por la
Jefatura de Gobierno y, varios meses antes del desenlace triunfal, disponía
–según las encuestas– de un sólido respaldo en la Capital. Pero insuficiente
para ganar. Es que al mismo tiempo su fuerza política, denunciada como de
derecha, se opacaba por una mayoritaria opinión negativa que los especialistas
consideraban irreversible. No podía ganar nunca en una justa de blanco contra
negro.
Si se compara con los guarismos actuales de la viuda de Kirchner en la
provincia de Buenos Aires, la situación es semejante. No es casual
inferir, entonces, que hoy la ex presidenta es igual al ingeniero de aquella
época en términos electorales. Así, claro, lo entendía más de un observador. En
particular, Néstor Kirchner, quien en una coloquial audiencia con este
cronista –en la que participó como testigo y sosteniendo el mismo criterio el
jefe de Gabinete Alberto Fernández– aseguraba la imposibilidad de la victoria
por parte del jefe boquense. Recuerdo la frase: “Macri podrá ser un día
presidente de la Nación, pero nunca jefe de Gobierno porque la mayor parte de
los porteños no apoya su candidatura. Es una constante histórica de los sondeos
de opinión”. Por supuesto, se equivocó en el primer vaticinio y no pudo
presumir del segundo porque la muerte lo desalojó antes. Aunque esa
consagración presidencial le hubiera provocado superior disgusto, al de su
esposa inclusive, debido a que no toleraba la participación de un empresario
rico en las lides políticas.
Otro testimonio de este aserto podría aportarlo Fernando Marín, hoy
colaborador del Gobierno y ex titular de Racing, quien le propuso varias veces
a Néstor en la platea del club que aceptara algún tipo de diálogo con
Macri, invitación siempre despreciada con el justificativo de que “no me
interesa este tipo que entra a la política por la ventana, con plata,
esquivando la carrera previa de elegirse concejal, diputado o senador”.
Podría argüir a su favor Cristina esta anécdota y la comparación de las
encuestas si finalmente, como se supone, se presenta el 22 de octubre como
aspirante legislativa en el ámbito bonaerense. Con una ventaja
adicional: no hay segunda vuelta en la Provincia y la vasta opinión
negativa en su contra puede distribuirse en otras facciones políticas en una
inicial votación, lo que le facilitaría puntear en los comicios si mantiene un
núcleo duro de adhesiones.
De ahí también, a la inversa, la respuesta oficialista a su pretensión
de que el frente que ella lidere aparezca lo más fraccionado posible, alentando
propuestas como la de Florencio Randazzo y otras menores como la inminente
de Aldo Rico. Se entiende el interés obvio de Cristina para enfrentar el
submundo de divisiones y la exigencia a los intendentes que la promueven en que liquiden
a Randazzo antes de las PASO.
Ha dicho, como un gesto de piadosa generosidad en el que pocos creen,
“si yo soy capaz de arriesgarme” a competir en una batalla que no le
corresponde a una ex mandataria, si les da el gusto de acompañarlos para que
ganen en sus distritos y se conserve la unidad contra el ajuste, no
entiende cómo ellos, que dominan la Provincia, son incapaces de apartar la
postulación de Randazzo (tema que al parecer ahora deriva en
vericuetos legales sobre la presentación de las listas, un engorro judicial
sobre frentes y partidos). Incluso, hasta avanza un casillero más: ni siquiera
se opone a que Randazzo integre su grupo, hasta puede ir de primer senador si
lo desea (reservándose ella la primera diputación, ya que disfruta más de ese
cuerpo que de la Cámara alta).
Advirtió que no tiene conflictos con Randazzo, que fue su ministro
y que, si bien no ha sido un preferido, poco tiene para reprocharle. No lo
considera un traidor, como es la típica descalificación que Perón utilizaba.
Eso sí, la convalidación a Randazzo no implica aceptar otros personajes
y gajos políticos a los que reprueba desde el alma. Léase Julián Domínguez
y las organizaciones de Emilio Pérsico y el Chino Navarro, para ella demasiado
pegados a la dadivosa acción social de la ministra Carolina Stanley.
Al margen de las explicaciones públicas sobre la falta de voluntad
democrática para impedir la interna a Randazzo –sobre quien ya planean
recuerdos del Citibank, sociedades en Oceanía, durmientes y empresas de alto
desarrollo tecnológico como proveedoras–, fundadas en que si el Gobierno
bloquea las PASO en su territorio, ¿por qué vamos a concederlas nosotros que
tenemos menos plata? (tema de altísima delicadeza en la campaña para las
organizaciones políticas, luego del blanqueo, para reunir fondos), el
cristinismo también se entusiasma con otras confusiones. Imaginan arrancarle
adhesiones a Sergio Massa, al que apartan de su cercanía por la tibieza en su
relación con el Gobierno y a quien el Gobierno, al revés, ha congelado todo
este año acusándolo de aprovechador, oportunista y demagogo por
ofrecer costosas salidas fiscales para la crisis, como la prohibición de
despedir gente o bajar el impuesto para los consumos básicos.
Al parecer, tanto Macri como Cristina comen del mismo plato, lo
vacían, desean convertir la avenida del centro en un hilo dental. Además, para
la oposición más extrema, ciertos acontecimientos en la calle incentivan su
entusiasmo electoral: sea por necesidad, disgusto o conveniencia partidaria, se
observa un crecimiento de protestas sociales y sindicales.
El último episodio de envergadura, ocurrido en el interior, alegra sus
expectativas. Como se sabe, en la capital cordobesa, histórico punto de
conflictos y rebeldías del país, se generaron paros y manifestaciones que dejaron
a la ciudad sin transporte público por varios días, un panorama caótico.
Nadie ignora la consigna derramada: “Nosotros lo pusimos, nosotros lo
sacamos”, inspirada en el aporte determinante de votos que la provincia
cedió para que Macri fuera presidente.
La fantasía es que hay en ciernes una ola quejosa para
extenderse en todo el territorio, que se traducirá en voluntades a
transferir en los comicios para el reciclaje de su experiencia política. Sueños
de grandeza sobre la miseria ajena, nutridos en dramáticos índices de pobreza,
que el Gobierno apenas si recuerda que fueron producidos en la administración
Kirchner.
Como corresponde al juego, en la Casa Rosada también se transpira
optimismo, quizás por la rima “baja la tensión, baja la inflación”, que este
mes y el pasado se presenta auspicioso, en la seguridad de que habrán de vencer
por no menos del 40%. En la provincia de Buenos Aires, donde Cristina se
ha concentrado, suponen una diferencia a favor superior al 5%.
Bajo la alfombra. Palabras balsámicas en todos los frentes mientras prevalecen
combustiones ardorosas, como las reyertas inconclusas con Elisa Carrió o el
patético y limosnero reclamo de los radicales por óptimos lugares en las listas.
O el de otros socios con el mismo espíritu, al extremo de que si uno mira la
eventual nómina de diputados del oficialismo en Buenos Aires, el número de
zapatos no encaja con las medidas de Cenicienta. Empezando con la realidad de
que nadie escritura como propio al primer candidato, Facundo Manes (impulsado
por la atención médica a un prohombre del PRO, dicen, como antes sirvió en esa
misma función a Cristina y al intrincado cráneo de Duhalde), mientras se suman
otros tres que demanda Carrió, un terceto adicional que ruega la UCR, uno del
Momo Venegas (tal vez él mismo) y algún otro extra en danza, mientras María
Eugenia Vidal todavía no insertó a ninguno, a pesar de que todos viven bajo sus
faldas, y Macri ni siquiera se pronunció para ubicar a los suyos. Justo ellos,
que son los dueños de la lapicera. Si es por la veleidad y la confianza de los
participantes, la victoria oficial está asegurada a pesar de la
batahola que dominó la noche de la presentación.
Otra zanahoria o señuelo que ofrece el Gobierno, si pasa con decoro el
comicio, es la convocatoria a una suerte de mini pacto de gobernanza,
como diría Duhalde. Vieja y tardía reminiscencia de La Moncloa y sus acuerdos,
inevitable recurrencia de todos los gobiernos pasados.
En este caso, promete Macri a los empresarios una firma común
para la reducción del déficit a través de leyes compartidas, el
recorte preciso a la cantidad de ministerios que él mismo creó (bajarlos
módicamente de 23 a 18, fusionar Trabajo con Producción, o Educación con
Ciencia y Tecnología), propiciar una reforma tributaria que por ahora parece
neutra según los primeros estudios, entre otros consuelos para la ortodoxia
económica.
Hay gente que supone una mejora sensible con estos recortes graduales,
incluso para ellos mismos, sobre todo una parte del peronismo en sus múltiples
matices, gobernadores que ya se prueban el traje para compartir el poder con el
Presidente: seguramente volverá una liga, como en otros tiempos, cuando hasta
designaban ministros o vetaban a otros y seguros designados por el Congreso (no
menos de dos) como ministros de la Corte Suprema para aumentar su número. Una
fiesta que se costeará gratis.
Algunos ya levantan la mano para jurar por ese albur, de última la
sociedad sabe que estos pactos son por el bien de todos. Seguramente. Porque si
les va bien a ellos, nos va bien a nosotros. Felices los que creen sin haber
visto.
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