Por Manuel Vicent |
Bañarse desnudo en el mar la Noche de San Juan, asar
sardinas en la playa, prender hogueras festivas y recordar cuando de niño
saltabas a través de las llamas, enviar un deseo a las estrellas y esperar que
la respuesta inmediata y voluptuosa se diluya en el licor de la copa que bebes
en compañía de unos amigos, oír risas y canciones en la oscuridad que te llevan
a la infancia, saber que muchas parejas están haciendo el amor en el agua,
contemplar tumbado en la arena el universo y perder la memoria, no desear nada,
no esperar nada, pero sentirte bien, son ritos que muchos habrán cumplido la
Noche de San Juan.
Tienes derecho a un momento de felicidad, pese a que en ese
Mediterráneo en el que te bañas flotan también miles de muertos ahogados, y
esas alegres fogatas con olor a sardina asada con que se honra a los dioses
antiguos son también incendios que ahora mismo están devorando los bosques, y
esos gemidos de amor que producen los jóvenes enamorados no van a impedir que
en ese mismo mar el manantial de sangre prosiga manando.
Detrás de la belleza de las constelaciones, cuya armonía
pitagórica te subyuga con su álgebra, existe un agujero negro como el que te
engulle a menudo en los días aciagos, pero aunque solo sea por una noche nos
hemos permitido el placer de imaginarnos limpios, tributarios de los dioses
paganos, inundados por unas olas oscuras que en el futuro serán siempre azules
y soleadas.
Pudimos soñar que esa noche habíamos encontrado el trébol de
cuatro hojas, un país sin corruptos en la política, sin caimanes en las
finanzas, libre de la peste del terror y de la fiebre informática.
Fiestas de verano, revuelta de hormonas adolescentes que
desafía la furia del oleaje contra las rocas, esperanza de agarrarse al rabo
del último cometa que pasa, viejos que sueñan amores pretéritos bajo los
sombreros de paja.
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