Por Jorge Fernández Díaz |
Era una variante casera de la "bomba
vietnamita": setecientos gramos de trotyl en una lata redonda y chata, con
cien postas de 9 milímetros, un mecanismo de relojería y una manija para
enganchar en el elástico de la cama. La cargaba en su cartera una angelical
estudiante de voz cheta, que había nacido en Punta Chica y que bruscamente se
había vuelto amiguísima de la hija del jefe de la Policía Federal: el general
Cesáreo Cardozo, figura ascendente de la dictadura de Videla y hombre clave en
la represión más oscura.
Todo había comenzado unos meses atrás en el Colegio
María Auxiliadora de San Isidro: la chica le había revelado a un referente de
Montoneros a quién tenía por compañera de estudios; la información ascendió la
escala interna y la Conducción tomó cartas en el asunto, le ordenó estrechar
vínculos y la ayudó a planificar detalladamente el atentado. Ana María González
se ganó la confianza de toda la familia, incluso el afecto de Cardozo, y por lo
tanto los custodios no le revisaron a ella la cartera cuando pasaron a
recogerlas a las dos por el instituto: con armas y sirenas, condujeron a las
estudiantes hasta el departamento de su jefe sin sospechar que también
trasladaban una bomba en el interior de una lata de perfumes. La secuencia
parece extraída de un thriller de Brian De Palma: Anita y su amiga comienzan
sus tareas, pero ella al rato pide permiso para hablar por teléfono (había una
extensión en el dormitorio de los padres), pasa antes por el baño, activa la
bomba, y luego la coloca bajo la cama. Tiene unos segundos de vacilación,
porque no quiere fallar y calcula que colgó el "caño" a la altura de
los pies: se imagina en ese momento que a pesar de todo Cardozo puede quedar
vivo. No quiere correr riesgos. Vuelve entonces sobre sus pasos para reubicar el
explosivo a la altura de la cabeza. Después anuncia que se siente mal y que
prefiere irse a casa. A las 1.36 de la madrugada del 18 de junio de 1976
sobreviene la explosión: el cuarto del general queda reducido a escombros; su
sangre salpica el techo. La hija de Cardozo grita, desesperada: "¡Nos
traicionó, nos traicionó!"
El historiador Federico Lorenz, inscripto quizá sin
pretenderlo en un nuevo revisionismo de los 70, rescata del pasado este hecho
maldito en Cenizas que te rodearon al caer (extraordinario
verso de Gelman), un libro flamante que intenta reconstruir la vida enigmática
y la muerte nunca aclarada de esa chica paqueta que a través de un novio llegó
a las villas y a la militancia revolucionaria, que después de la explosión se
volvió tristemente célebre y fue buscada por cielo y tierra, y que era
considerada "una santa de la Orga". El asunto condensa todas las
contradicciones de una época manipulada por unos y otros, y recientemente
glorificada con peligrosa banalidad por el aparato kirchnerista. La víctima era
una pieza fundamental del terrorismo de Estado y de un régimen que cometió las
peores atrocidades, y la victimaria era integrante de una organización con
delirio militarista que pasó a la clandestinidad en democracia, que consagró
como metodología el crimen político y que, tal como le admitió Firmenich a
García Márquez, apostó al golpe militar: preferían esa dictadura a que
continuara la guerra peronista.
Es interesante aunque completamente azaroso que
este libro se publique la misma semana en que se desclasificó un decreto
secreto firmado por Perón en abril de 1974. Allí el líder del Movimiento
disponía la elaboración de un plan para "eliminar las acciones subversivas
violentas y no violentas". Las primeras se entienden con claridad; las segundas
abren incógnitas, y ambas recuerdan el amplio espectro con que a continuación
la Triple A asesinó a simpatizantes y soldados de la JP, y cómo en paralelo,
amenazó de muerte y persiguió a simples artistas de izquierda. Ya se sabe: bajo
la administración justicialista se perpetraron 1500 ejecuciones y hay
registrados 900 desaparecidos en la Conadep. Nadie reclama por esos muertos. El
decreto en cuestión tiene una frase donde Perón, por oportunismo o por
convicción renovada (venía de largos años en Europa) expone lo que decide
atacar y lo que dice defender en esa hora: "El Estado argentino enfrenta
la subversión armada de grupos radicalizados que buscan la toma del poder para
modificar el sistema democrático pluripartidista".
Este revisionismo permite refrescar la rapidez con
que aquellos adolescentes de "familias bien" pasaban de la frivolidad
a la idealización de la lucha armada, y el encuentro entre esa vanguardia
esclarecida y el peronismo real; una vez mientras Anita disertaba acerca de su
repentina preocupación por la pobreza, un compañero de origen humilde estalló y
le dijo en la cara: "¡Pero qué mierda hablás de la villa, si nunca pasaste
hambre, vos no sabés un carajo de los pobres!" Más adelante, Lorenz la
ubica en la columna de "imberbes" que es echada de Plaza de Mayo.
Finalmente, durante la admisión regocijada de la Operación Cardozo, cuando
Anita da una conferencia de prensa bajo la consigna "Perón o muerte".
Ese Perón era, claramente, una construcción ficcional; como lo fue también la
Evita revisitada. No les importaba la realidad, sino el obstinado relato que
hacían de ella.
Lo cierto es que la estruendosa muerte del general
Cardozo resultó una pésima decisión de la cúpula montonera. Ya no se trataba de
la acción callejera contra un hombre armado y protegido o del ataque a un
regimiento, sino de la infiltración aviesa de una familia para cometer desde
adentro un homicidio íntimo. El asunto les vino como anillo al dedo a los
jerarcas militares, que se victimizaron y dieron a entender que quienes rompían
de tal manera las reglas básicas merecían una cacería sin códigos. El hecho
provocó una serie de matanzas y un revanchismo sangriento y torturador, y
además desató una opresiva campaña pública de sospecha y vigilancia contra toda
la juventud. La guerrilla peronista confirmaba una vez más su mediocridad
política y su insistencia en ser funcional a sus más enconados enemigos.
La generación que siguió a los setentistas fue
bombardeada, en sus primeros años, por ese atentado icónico e indefendible con
el que se pretendía justificar cualquier respuesta. Más tarde denunció la
infame maquinaria de exterminio montada desde el Estado y tendió, a lo largo de
la primavera alfonsinista, a aceptar que Anita, sus compañeros y sus
superiores, se inscribían en aquella épica romántica del Che Guevara. Los
últimos juicios a los responsables de la dictadura y la repugnante exaltación
de Montoneros, dos operaciones (una buena y una mala) del kirchnerismo,
construyeron un nuevo jalón en la conciencia y crearon la necesidad de revisar
la historia para empezar a poner las cosas en su lugar. Que es este lugar
incómodo, lleno de mentiras y falsos héroes, donde pocos sectores de la
sociedad argentina se salvan del infierno de la complicidad. En ese contexto
debe leerse Cenizas que te rodearon al caer: su autor cuenta cómo
Ana María González vivió para siempre escondida, porque la Orga no quería
correr el riesgo de que fuera capturada ni abatida por los militares. El
investigador conjetura, con algunas pruebas a la vista, que la chica de la
bomba vietnamita fue herida en San Justo, durante un tiroteo casual, y murió
más tarde en una casa alquilada por Montoneros: como era un trofeo político,
sus camaradas decidieron incendiar la vivienda y carbonizar el cadáver. Esas
llamas nos siguen devorando a todos.
© La Nación
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