Por Jorge Fernández Díaz |
Mauricio, hermano, ¡no hay que dejarse conducir por
el círculo rojo! -le decía con vehemencia el ideólogo, recostado sobre aquel
ardiente agosto de Olivos-. Te sostiene la popularidad, no un acuerdo
político... Nuestras elites son demasiado arcaicas, y no entienden lo que pasa.
Y los periodistas, menos". Revela Laura Di Marco en su trepidante
biografía (Macri) la carta ganadora de Jaime Durán Barba durante aquella
mañana decisiva: hacía unos meses el gurú había brindado una conferencia en San
Pablo y había dicho que la presidencia de Dilma Rousseff tenía los días
contados; los analistas brasileños lo refutaban explicando que la
gobernabilidad estaba garantizada por un amplio acuerdo de partidos políticos.
Luego el ruinoso desenlace supuestamente probaba la tesis de Durán: en la era
de la "política horizontal", donde el ciudadano se independizó por
completo de la dirigencia, no hay acuerdos que valgan. A continuación, el
inquisidor la emprendió contra el principal operador legislativo de Cambiemos,
que traía esa propuesta directamente desde el Parlamento. Bajo la atenta mirada
de Macri, Jaime le dijo en la cara: "Todos los congresos son un Borda.
¡Todos! Son manicomios, hablan entre ustedes y creen que el mundo es lo que
ustedes creen. El Congreso es peligrosísimo, Mauricio".
La escena tiene relevancia histórica, porque
registra el momento exacto en que la mesa chica del poder discute y rechaza la
posibilidad de realizar un Acuerdo de la Moncloa, proyecto criollo por el que
siguen bregando en vano radicales, peronistas e incluso miembros destacados de
la Casa Rosada. Sobran también las anécdotas acerca de la aversión ecuatoriana
por el radicalismo: lo considera en la intimidad un lastre de la "vieja
política"; el Pro, en cambio, le parece una fuerza moderna, autosuficiente
y "contracultural". Ya están planteados los asuntos nodales del
modelo argentino: una entente parlamentaria y federal que jamás se realizará;
una coalición gobernante que en verdad nunca funciona. Y un concepto polémico
de fondo: la popularidad, esa dama caprichosa y cambiante, como único sostén de
una administración sin mayorías, con una hipoteca a sus espaldas y rodeada por
las mafias y los vicios culturales del chavismo. La idea de la
"popularidad permanente" se asemeja a la cándida y a la vez peligrosa
utopía de vivir eternamente en la fase inaugural del amor; esa grata obsesión
arrebatada de los primeros meses que altera todas las hormonas, distorsiona la
realidad, y que según las neurociencias no sólo es imposible de sostener en el
tiempo: su estado crónico sería devastador para cualquier organismo humano.
Pasar del enamoramiento al amor exige madurez y saber gestionar muy bien la
seducción y la convivencia; colocar el vínculo en su lógica y no en su
excepcionalidad. Y si sólo te sostiene la histérica popularidad, ¿qué serías
capaz de hacer para no perderla? El populismo tiene una respuesta muy simple:
cualquier cosa. El republicanismo la tiene un poco más difícil. La
gobernabilidad en manos del peronismo ha resistido, con frecuencia, la hecatombe
en las encuestas precisamente gracias al dispendio insustentable, y a los
rasgos de transgresión institucional y de turbia prepotencia que lo han
caracterizado. La gobernabilidad en manos de fuerzas republicanas que deben
atenerse a las leyes, la prudencia fiscal y los buenos modales precisa siempre
de pactos profundos de responsabilidad mutua. Hoy, a pesar de las penurias
económicas, los sondeos sonríen al oficialismo, y entonces parece que la teoría
de Durán Barba no necesita revisión.
Pero, ¿qué sucederá cuando, como a cualquier
gestión, los números le sean realmente adversos? ¿La tormenta perfecta? Si a
una pareja sólo la sostienen las buenas, ¿qué sucederá en las malas? ¿El
derrumbe inmediato?
Es una lástima que Angela Merkel, una de las
dirigentes más exitosas del planeta, se haya marchado tan rápido; tal vez
podría haber debatido en una sobremesa con don Jaime Durán y contarle su propia
experiencia: construyó una aceitada coalición con los socialdemócratas
(tradicionales archienemigos), consiguió así una mayoría estable en el
parlamento alemán y logró realizar las más espinosas reformas. Claro, en Berlín
no reina ni acecha el kirchnerismo, y eso hace algunas diferencias, aunque no
se sabe si a favor o en contra de una negociación perenne que calme los nervios
de los inversores, se ponga por encima de resultados coyunturales, saque de su
parálisis al Poder Legislativo y genere una cierta previsibilidad.
Estas controversias no disminuyen la inteligencia
de Durán Barba, que es el hombre del momento no sólo porque se ha transformado
una vez más en el gran estratega de la campaña electoral ni tampoco porque su
mano invisible se vea en todas y cada una de estas reticencias macristas, sino
porque acaba de clavar en el ranking de los más vendidos un libro brillante: La
política en el siglo XXI. Una lectura atenta de este ensayo permite
aproximarse a fenómenos verdaderamente novedosos de la sociedad, sacudida hasta
el tuétano por la revolución tecnológica. Desde esas metamorfosis, Durán
confirma el desgaste completo de las ideologías tradicionales y la
despolitización del hombre común: "Hay más pobres consiguiendo un perrito
para su hijo que leyendo a Lenin". Y demuele con cifras la clásica
coordenada de izquierda y derecha: sólo el 20% de la población sigue sujeto a
esas supersticiones, y nadie escucha en los iPods la Internacional ni la marcha
peronista. "En las últimas décadas la gente tuvo acceso a una enorme
cantidad de información, desmitificó a las autoridades, desarrolló un sentido
común más agudo que el de las elites y perdió el respeto por el criterio de
autoridad", recuerda. Las verdaderas conversaciones y los intereses reales
de la calle están alejados incluso de los temas que la ciudadanía, siguiendo el
deber ser, puntualiza ante los encuestadores. Todos somos hoy emisores desde
que se han masificado los smartphones: la opinión pública tomó vida propia y es
anarquizante, lo único permanente es la fugacidad, los votantes ya no son de
nadie, los oradores no son escuchados, los aparatos partidarios no sirven para
nada, y los dirigentes pescan en una pecera cerrada mientras el 80% de la
sociedad nada en mar abierto.
El gurú presidencial critica a los que articulan
discursos sin estudiar científicamente el campo de batalla y cita al politólogo
Isaiah Berlin para describir dos personalidades antagónicas: el erizo y la
zorra. En la primera categoría se inscriben los que "necesitan ordenar los
acontecimientos históricos y los sucesos individuales para darles un
sentido". Y en la otra, se encuentran quienes "tienen una visión
dispersa y múltiple de la realidad, que no se angustian por integrarla dentro
de una explicación coherente, y que perciben el mundo como una diversidad
compleja, tumultuosa y contradictoria". El erizo representa el pasado: la
verdad unívoca, una respuesta para cada pregunta, un ordenamiento de buenos y
malos, creencias estáticas de sectas que se cierran en su pequeño paradigma y
"se niegan a discutir las hipótesis que contradicen la doctrina del
partido o las imaginaciones del líder". En este grupo se inscriben muchos
simpatizantes del cristinismo, pero también algunos adherentes a Cambiemos.
Allí late la grieta. Durán, por encima, insinúa que él pertenece a la estirpe
de los zorros, que encarnan la curiosidad. Se trata, sin duda, de un zorro muy
astuto para tener en cuenta.
© La Nación
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