Donald Trump junto a los líderes del G7, en Taormina, Italia. (Foto: The New York Times) |
Por Paul Krugman
Donald Trump tiene dos falsas creencias relacionadas con la
energía: una personal y una política. Esta última parece estar enrumbando al
mundo por la senda del desastre.
En lo personal, Trump supuestamente menosprecia todo tipo de
ejercicio, con excepción del golf. Cree que sudar agota las reservas limitadas
de valiosos fluidos corporales —se refiere a la energía con la que nace una
persona— y que, por ende, debería evitarse.
Actuar bajo esa creencia durante tantos años podría
explicar, o no, la embarazosa escena de la cumbre del G-7 en Taormina, en la
cual seis de los líderes de las naciones más desarrolladas del mundo caminaron
juntos por la histórica ciudad, mientras Trump iba detrás de ellos en un
carrito eléctrico de golf.
Sin embargo, resulta más trascendente su falsa creencia de
que eliminar las restricciones ambientales —acabar con la supuesta “guerra
contra el carbón”— traerá de vuelta los días en que la industria minera
empleaba a cientos de miles de estadounidenses de la clase obrera.
¿Cómo sabemos que esta creencia es falsa? Por una razón: los
empleos de la industria del carbón comenzaron a disminuir mucho antes de que el
tema del medioambiente se hiciera recurrente, ni qué decir del calentamiento
global. De hecho, los empleos de esa industria disminuyeron dos terceras partes
entre 1948 y 1970 cuando se fundó la Agencia de Protección Ambiental de Estados
Unidos. Esto ocurrió a pesar del aumento de la producción de carbón, lo cual
reflejaba la sustitución de la minería antigua de pico y pala con la de cielo
abierto y remoción de la cima de montaña, que requiere menos trabajadores.
Es cierto que en los últimos años la producción de carbón
decreció, en parte debido a las normas ambientales. Sin embargo, la producción
está a la baja por el progreso de otras tecnologías. Como lo dijo un analista
la semana pasada: el carbón “ya no tiene mucho sentido como materia prima”,
dada la rápida disminución de los costos de fuentes de energía más natural,
como el gas natural, la energía eólica y la solar.
¿Quién fue ese analista? Gary Cohn, director del Consejo
Económico Nacional de Estados Unidos, es decir, el principal economista de
Trump. No obstante, uno se pregunta si le hizo saber al mandatario esas
opiniones que, en términos generales, coinciden con el consenso de los expertos
en energía.
Hubo una vez, no hace mucho tiempo, en que todo el mundo
consideraba poco práctica la defensa de las energías limpias, ya que se veía
como una cuestión contracultural. Los hippies
en las comunas podían hablar de amor, paz y energía solar; la gente práctica
sabía que la prosperidad tenía que ver con desenterrar cosas y quemarlas. Sin
embargo, en la actualidad, los que se toman en serio las políticas energéticas
visualizan un futuro que pertenece a las energías renovables y,
definitivamente, no es una prioridad seguir quemando montones de carbón y mucho
menos emplear a una gran cantidad de personas para extraerlo de la tierra.
Claro que eso no es lo que los electores de un país que
solía extraer carbón quieren escuchar. Llenos de entusiasmo, respaldaron a
Trump, quien prometió volver a generar empleos aunque su verdadera agenda
castigará a esos electores con recortes brutales a los programas de los que
dependían. Y a Trump le importa mucho más la adulación política que la asesoría
seria sobre políticas.
Lo anterior me lleva de vuelta al viaje de Trump por Europa,
que no fue excepcional por lo que hizo, sino por lo que no hizo.
Primero, en Bruselas, se negó a respaldar el Artículo 5 de
la Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN), por el que las partes
convienen en que un ataque armado contra uno o varios de los países miembro de
la OTAN será un ataque contra todos. En efecto, repudió la plataforma central
de la alianza más importante de Estados Unidos. ¿Por qué? Era casi como si
hubiera estado más interesado en tranquilizar a Vladimir Putin que en defender
la democracia.
Después, en Taormina, fue el único líder que se negó a
avalar el Acuerdo de París, un convenio mundial para limitar las emisiones de
gases de efecto invernadero que podría ser nuestra última oportunidad para
evitar el catastrófico cambio climático. ¿Por qué?
En este momento, los argumentos de que tratar de limitar las
emisiones causaría un grave daño económico han perdido toda credibilidad: el
mismo avance en la energía alternativa que margina al carbón podría hacer la
transición a una economía de bajas emisiones con costos mucho menos elevados de
lo que cualquiera se hubiera imaginado hace varios años.
Es cierto, dicha transición aceleraría el declive del carbón
y ese es un motivo para proveer asistencia y nuevos tipos de empleos a los
trabajadores de esa industria.
Sin embargo, Trump no está ofreciendo a los países
productores de carbón ninguna ayuda verdadera, solo la fantasía de que
podríamos dar marcha atrás al reloj. Esta fantasía no durará mucho: en un par
de años será obvio, sin importar lo que haga, que los empleos de la industria
del carbón no regresarán. Pero ni siquiera esa fantasía durará mucho si acepta
el Acuerdo de París.
Así que sugiero que el líder más poderoso del mundo podría
poner en riesgo todo el futuro del planeta solo para poder seguir diciendo
mentiras que le convienen políticamente. Sí. Si esto les parece poco probable,
tal vez no han leído las noticias en los últimos meses.
Tal vez Trump no acabe con el Acuerdo de París o tal vez se
vaya antes de que el daño sea irreversible. No obstante, hay una posibilidad
real de que la semana pasada haya sido un momento crucial en la historia de la
humanidad, el momento en el que un líder irresponsable envió al mundo entero al
infierno mientras andaba en un carrito de golf.
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