viernes, 30 de junio de 2017

El proceso electoral pone el pie en el acelerador

Por Natalio Botana
El andamiaje institucional que sostiene nuestra democracia produce efectos previsibles: aceleración electoral; puesta en escena de las malformaciones del federalismo; demora ostensible en los trámites judiciales que involucran a quienes ocuparon altas posiciones de poder. 

Las tres consecuencias están atadas a dos ritmos temporales. El mundo electoral es rápido; para los interesados, frenético. El ritmo judicial es, por su parte, lento y farragoso.

Comencemos con la cuestión electoral, una vez conocidos los precandidatos para las PASO de agosto. Las invenciones institucionales gratifican en este sentido a los participantes en la política electoral. En los años impares, esos protagonistas, expertos y comunicadores se embarcan en una extendida campaña que, arrancando entre mayo y junio, culmina en octubre.

Éste es el resultado de haber añadido al régimen constitucional de comicios generales cada dos años -de por sí apretado- unas elecciones primarias abiertas y obligatorias que duplican los costos propios, en atención y dinero, de dichos comicios (el barril sin fondo del financiamiento electoral). Para colmo, si nos atenemos al espectáculo oligárquico del cierre de listas, pues son muy pocos los que las arman en recinto cerrado, no parece que se les lleve mucho el apunte a las PASO en cuanto a la competencia interna dentro de los partidos. No es de ahora: desde que se establecieron, siempre consideré que las PASO están de más.

Las PASO se han convertido así en el primer acto de un proceso electoral que pone la política gubernamental en suspenso, tanto en su faz legislativa como en su faz ejecutiva. Se postergan las decisiones internas y externas, por ejemplo en materia de inversión, en el entendimiento de que, detrás de la puja electoral, se oculta una disputa de fondo que la Argentina no ha resuelto.

En este conflicto chocan concepciones opuestas acerca del buen gobierno de una democracia que no terminan de encontrar un área común en la cual dirimir esas diferencias. Cuando trabajosamente este campo de acuerdos se va delimitando, como ocurrió el año pasado en el Congreso, el proceso electoral pone el pie en el acelerador y arrastra nuevamente las opciones hacia los extremos.

Desde luego esta fuga no obedece tan sólo a la propia mecánica electoral. Más allá del combate entre pasado y futuro que se entabla en la campaña, hay al menos tres incógnitas a despejar. La primera estriba en saber si con este montaje de liderazgos antagónicos nuestra democracia tiene algún porvenir de razonable estabilidad. Aun cuando este antagonismo se revista con piel de cordero para captar más votos, las dudas persisten. Las democracias vacilan cuando en su seno se enfrentan proyectos excluyentes.

La segunda incógnita tiene que ver con lo que, desde hace ya un cuarto de siglo, he llamado transformismo peronista. Aunque suene contradictorio, el peronismo es inmutable y cambiante. Perón tuvo el genio de transformarse, a la vuelta del exilio, en un "león herbívoro", amable conciliador con la oposición legal; Menem impulsó un giro hacia la política de privatizaciones que recomendó el consenso de Washington; los Kirchner, en fin, se encolumnaron en la izquierda latinoamericana donde des collaba Chávez.

Tantas transformaciones desafían las taxonomías. ¿Qué es lo que enlaza esta turbulenta sucesión? Tal vez la clave haya que buscarla en la voluntad de poder y en la capacidad para imponer cambios desde la cumbre de la presidencia. Pero en estos días el peronismo está en el llano en relación con el Poder Ejecutivo y los gobiernos centrales de la provincia de Buenos Aires y de la Capital. Debe afrontar, pues, la transformación desde abajo aunque lo asistan posiciones ganadas en la mayoría de las provincias chicas y en un distrito mediano como Córdoba.

Por este motivo, el combate en la provincia de Buenos Aires adquiere para este ciclo de transformación visos dramáticos. ¿Podrá en efecto transformarse el liderazgo de Cristina Kirchner? ¿O, de permanecer fiel a su estilo, el país asistirá a un intento de restauración montado sobre la penuria y marginalidad de numerosos habitantes del Gran Buenos Aires?

Este desafío revela de nuevo las malformaciones de nuestro federalismo, con una provincia sobresaliente con respecto al resto de los distritos, que contiene los niveles de pobreza (en particular en el GBA) más altos del país, además de una deficiente educación pública y una inseguridad que no cesa. Todo ello es consecuencia de unos magros ingresos, en proporción a su tamaño demográfico, en el reparto de la coparticipación federal.

El tamaño demográfico es no obstante vital para alimentar electoralmente las intendencias del GBA. Estos municipios más grandes que muchas provincias, dotados de aceitados aparatos para ganar, son poderosas armas estratégicas. En tal contexto, el conjunto de las necesidades insatisfechas -instalado por ejemplo en un municipio como La Matanza- es el reservorio sobre el cual pretende prosperar el voto contestatario. Veremos si lo logra y si ese electorado que vive en los márgenes de una existencia digna percibe que, frente a la restauración, se alzan otras ofertas con aires renovados. Nada está dicho por ahora, salvo el hecho desnudo de la división en el peronismo bonaerense.

Sin embargo, en este juego transformista ha entrado a tallar, al igual que en otros países, el componente de la corrupción. Lo cual plantea si es posible la supervivencia de una democracia que vegeta en la impunidad y practica el revés de la trama de las garantías judiciales. Las experiencias son reveladoras y podrían inspirar este consejo: si usted ha ocupado la posición más destacada en la pirámide del poder y sufrido un juicio por corrupción, puede disfrutar de cierto sosiego debido a que los procesos duran décadas, como el de Carlos Menem, aún no concluido luego de 20 años.

Las instancias judiciales se convierten de este modo en una garantía temporal para el político en busca de fueros en el Congreso. CFK puede por tanto estar tranquila, sobre todo cuando parece que, en el reducto de los fieles, las acusaciones de corrupción no hacen mella o se las considera inventos de los medios. Tiempos, como se dice, de la posverdad.

¿Se deben estas demoras a que la administración federal de justicia está corrupta? No necesariamente. La falla está también en el sistema procesal, en los interminables juicios y apelaciones, y en la interacción que se genera entre el poder político y el Poder Judicial. Mientras el primero funciona a velocidad creciente, el segundo lo hace a velocidad decreciente. En ese intersticio, sin duda muy amplio, se cuelan los candidatos con investigaciones y procesos a cuestas. El riesgo es que el Congreso vaya mutando en algo semejante a un aguantadero de enjuiciados.

Dado este déficit de coacción legítima, las eventuales sanciones a la corrupción residen en el voto ciudadano; para ser más precisos, en aquella parte de la ciudadanía no alienada en la ceguera de las fidelidades a uno y otro lado que, en los últimos tramos de la carrera electoral, evalúa y decide con sus sufragios cuál de las ofertas merece su apoyo. Entonces se sabrá si la honradez cívica es un valor que merece defenderse y promoverse.

© La Nación

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