Por Nicolás Lucca
(Relato del Presente)
Cristina vuelve al ruedo con lo que mejor le sale: cagarse
en el Partido, no usar una ley que ella misma impulsó, ningunear a propios y
ajenos, y acusar a otros de las cosas que ella misma hizo y dejó. Un periodista
entrevista a Sergio Massa en la tele y un par de cuentas de Twitter llaman a
boicotear el programa al que acusan de ser funcional al exfuncionario
kirchnerista al que todos votaron menos de cuatro años atrás.
En un rapto de justicia poética sin igual, Cristina le da la
razón a Luis D’Elía con eso de que no necesita del PJ para competir en
elecciones y presenta un frente en el que deja afuera a Luis D’Elía, a Fernando
Esteche y a Amado Boudou. O sea que a los tipos que defendió puteándonos por
quejosos, no los quiere tocar ni en una boleta. Un tipo putea al presidente en
redes sociales y un grupo de infelices más al pedo que él comienzan una campaña
de botoneo para que algún fiscal tome cartas en el asunto y lo procese por el
delito de no estar conforme.
Boudou decide regresar a las bases de los partidos que no
estaban incómodos con la última dictadura y termina dentro del Partido
Comunista. Los Moyano se despabilan y se prestan a sacar del coma farmacológico
el anacrónico movimiento sindical y más de uno entra en pánico. Pablo, el
Moyano más confrontativo, afirma que se viene un “ajuste brutal” en los
estatales “con eso de pedir presentismo y productividad”. Habrase visto que
alguien pretenda pagar un sueldo a cambio de un servicio prestado. Hugo, el
patriarca, habría remarcado lo obvio: que el impuesto a las ganancias sigue sin
modificarse. Facundo, por último, preguntó si la camisa le quedaba lo
suficientemente ajustada. Los kirchneristas los putearon por pechofríos. Los
oficialistas los putearon por golpistas. Todos los putearon por mercenarios.
Del impuesto a las ganancias, nadie dijo nada.
Martín Lousteau es saludado a cotidiano por el inmenso arco
votante que le recuerda su pasado kirchnerista, no así su último año y medio
como el embajador más importante de este mismo gobierno. Entre los insultos más
hermosos encontré uno que lo corría con la “inmoralidad” de “mostrarnos lo que
es capaz de hacer a plena luz del día con una señora embarazada de un niño que
no era suyo y que no nació”. Porque si era de noche no era tan inmoral. Porque
si el bebé era suyo, por ahí sí. O tal vez, antes de chaparse a la mujer
tendría que haber preguntado al feto si tenía pensado nacer algún día.
Una señora dice lo que piensa en su programa de televisión y
la aplauden. Dos años después, la misma señora dice lo que piensa en televisión
y “está gagá”. Margot Stolbizer denuncia otro hotel de la cadena Kirchner
Resorts. Putean a Stolbizer por denunciarlo tarde. Putean a Majul por darle
cámara. Se putean entre todos por quién tuvo la primicia. La banda indignada
organiza inmediatamente una doble campaña que les deja los dedos enredados
entre los que atacan a Stolbizer por aliarse a Massa y los que usan la noticia
de Stolbizer para recordarnos a todos que Cristina es una corrupta. Porque como
que no impacta demasiado un boludo revoleando millones de dólares a un
convento, medio centenar de muertos en un choque de trenes y un fiscal
suicidado.
Quizá lo más triste de todo lo que se está jugando en estas
elecciones sea lo que no está en la mesa de votaciones, lo que no figura ni en
el reglamento: ¿Para qué seguimos participando de un sistema en el que no
creemos? Hay gente que se levanta a la mañana y su buen día es escrachar a un
tipo porque no forma parte del oficialismo y sontodolomismo”. Y así, mientras postean fotos de un candidato
paseando con una mujer que no es su esposa como argumento electoral, repiten
que “hoy se puede decir lo que se nos antoja sin temor a un carpetazo”.
A algunos los veo tan a la defensiva que pareciera que
sienten que frenan una revolución cada vez que mandan un tuit. Memes con ojos
que lloran con la bandera argentina superpuesta, frases sanmartinianas con
fotos de funcionarios con menos carisma que Sergio Bergman haciendo stand-up, y
un sinfín de puestas en escena digitales que pretender vestir de épica a tipos
que, al menos de la boca para afuera, dicen que administrar no tiene nada de
épico. Y aunque el mismo presidente haya ratificado ese concepto en un
discurso, está claro que el argentino necesita de épica, sea en el fútbol, sea
en el rugby, sea en la inauguración de un carril exclusivo para bondis en el
primer cordón del conurbano bonaerense.
Porque una cosa es reírse de las pelotudeces que pueda decir
alguno de los inviables que dejaron el gobierno en diciembre de 2015, y otra
muy distinta es salir a celebrar todo, todo el tiempo, como si la falta de
respuesta inmediata de un votante llevara a perder las elecciones en octubre.
Llega un punto en el que se hace irrespirable el clima y no se puede hacer,
siquiera, una pregunta al aire sobre la alergia que tiene Rodríguez Larreta
hacia el uso de corbatas, que de pronto estamos a la altura de un tomamate de
centro de estudiantes. Como si fuera obligación del Jefe de Gobierno recibir a
gobernantes de potencias internacionales con la pelambre en el pecho aunque el
termómetro marque una sensación térmica plutoniana.
No quiero dejar pasar a los sommeliers de todo, esos que
piden que no opinemos sobre su especialidad pero que sin ningún problema saben
cómo se debe ejercer el periodismo gracias al parámetro que les da su opinión,
que por ser suya debería ser ley universal inderogable ad eternum. Hablamos del
clima, recibimos un reclamo por no emitir opinión sobre un dicho de otra
persona. Celebramos un campeonato y terminamos insultados por no hablar de lo
que a ellos les importa.
Tienen las herramientas para decir lo que quieren, pero las
usan para exigir que otro diga lo que ya saben que piensa. Si no coinciden, lo
matan. Si coinciden, lo matarán igual porque no le creen, o porque en la
primavera de 1993 se pidió un café en el mismo bar donde desayunaba un futuro
enemigo los lunes pares de meses impares de años bisiestos.
Al electorado argentino más radicalizado –entiéndase por
este como el tipo que no tiene otro tema de conversación– no le interesa la
democracia. Y por democracia me refiero a ese mecanismo de acceso al poder en
el que se elige entre distintas propuestas. Para este curioso sujeto no debería
haber otra propuesta que la que a él le gusta. Y lo que a él le gusta es
relativo: por lo general está supeditado a lo que quiera, desee o parezca
pretender la figura política idolatrada. Y así, mientras un grupo de salvajes
incapaces de ganar 100 pesos honestamente en la calle sostiene que esto es una
dictadura que llegó por un error en la Matrix, también tenemos a los que
consideran que los votos autorizan a que los deseos de los demás no existan
mientras la patria esté en riesgo, así se trate de otros votantes que
cometieron el terrible pecado de entender que emitir un voto no es entregar la
escritura de la vida.
Cuando uno está tan embebido en sus propias particularidades
que no logra empatizar con el que lo rodea, cae en la pajereada de creer que
todo, absolutamente todo está bien como por arte de magia. Si alguien marca que
no es así, sale el “no podés pretender que en un año y medio arreglen el
desastre de doce años”. Como si alguien hubiera exigido que así fuera. Como si
no lo supiéramos. Como si tampoco supiéramos que en dos años no se podrán
arreglar las cagadas de los últimos doce, pero que eso no tiene por qué
ponernos ciegos para no ver que el mismo viejo de siempre duerme en la puerta
del mismo local de Riobamba y Santa Fe al igual que hace mil años. Como si
tuviéramos que resignarnos a que eso está perfecto porque ahora tenemos
tranquilidad.
Sé que el temor a que el kirchnerismo sobreviva es tan
grande que algunos pueden llegar a considerar cualquier cosa con tal de
garantizarles la extinción, pero creo que, como en todo, debería existir alguna
frontera que impida romper barreras de contención que más adelante podamos
llegar a extrañar. Se puede hacer las dos cosas: putear al kirchnerismo y
preguntarle a Dujovne qué onda con el impuesto a las ganancias. Se puede mandar
a la mierda a Cristina y preguntar para qué mierda queremos 23 ministerios si
nadie puede, siquiera, nombrarlos de memoria. Se puede exigir que vayan todos
presos sin que ello impida preguntar cómo pretenden sostener en el tiempo un
déficit solventado con deuda. Pero no, siempre la fácil, siempre la elección
única, como si tuviéramos que elegir un único elemento para llevarnos a una
isla desierta, y no pudiéramos hacer dos cosas al mismo tiempo.
Y yo no veo tranquilidad alguna. Veo un nerviosismo tan
virulento que ya escucho llegar las puteadas por este texto de mierda, probablemente
de gente que ni llegó a leer hasta este párrafo y se quedó arrancándose las
mechas en la mitad de la primera oración. Como flotan en el aire a diario las
acusaciones de vendido o llorapauta. Como las sueltan sin problemas los mismos
colegas que dejaron de hacerle campaña a Scioli para saltar al macrismo con la
llegada de la primera pauta y hoy señalan con el dedo, esos que cuando junto a
Toto Berisso publicamos todas las pruebas en contra del jefe de la bonaerese,
se hicieron los boludos y que, cuando voló por los aires 9 meses después,
recuerdan que Carrió tenía razón. Los huelo venir con ese perfume inconfundible
de la justificación camaleónica.
Lo insólito es que, desde este humilde lugar, estaría feliz
de ver cómo los procesos judiciales contra Cristina y la asociación ilícita que
ella llamaba gabinete, avanzan a la velocidad correcta. He dicho esto tantas
veces que el de Trivago queda como un tipo de pocas palabras. Y desde este
humilde lugar veo cómo los que consiguen los votos en el Consejo de la
Magistratura para nombrar jueces miran con cariño que un puñado de miles de
personas salgan a putear a la Justicia Federal. La tranquilidad de que sea otro
el que se encargue de lo que no quieren hacer para no pagar costos políticos.
Quizá, algún día, expliquen por qué tienen ideas tan brillantes como presentar
un proyecto para crear cinco Tribunales Orales Federales sabiendo que
necesitarán varios fiscales nuevos. Y ya sabemos quién designa fiscales
subrogantes mientras se ocupan los cargos ¿no?
Lo insólito es que leo a mucha gente, demasiada, que se
extirpó el lóbulo frontal. Porque puedo entender la exageración insoportable de
los que se sintieron gallitos frente al kirchnerismo cuando ya olieron la
derrota, pero me cuesta que se la agarren con personas que hicieron denuncias
públicas en un país en el que hacerlo te puede costar la vida. Y todo porque no
les gusta que sigan haciendo su trabajo durante este gobierno, sin que jamás se
les haya escuchado dar una opinión. ¿Con qué cara se puede hacer eso? ¿Quién
puede estar a la altura de cuestionar a quienes hicieron lo que nadie les pidió
cuando sintieron que tenían que hacerlo asumiendo costos personales impensados?
¿O acaso vamos a suponer que es lo mismo decir que el kirchnerismo se robó todo
que presentar las pruebas poniendo la caripela ante los medios y declarando
ante la Justicia con nombre, apellido y domicilio real? Jugársela desde la
comodidad de un smartphone en el tiempo libre, en un bar, en el subte o sentado
en un inodoro, no es guapeza. No existe la valentía cuando no hay nada para
perder.
Este país ha atravesado demasiadas cosas como para que ahora
haya que tener cuidado de reírnos de que el presidente pase Esperando la
Carroza por su cuenta de Facebook y lo anuncie como algo “histórico”. También
habría sido histórico que pasara una porno, y no por ello debería ser
aplaudible por obligación.
La solemnidad perpetua es la peor de las pajereadas. Y ahí
pasan los memes y los tuits redactados en teclados con el Caps-Lock fallado
llamando leona a una gobernadora, y agradeciendo a Macri “por habernos salvado
de ser Venezuela”. Y no puedo leerlos sin preguntarme qué tanto les gusta el
personalismo que siempre necesitamos de un salvador: 12.997.937 personas somos
las que decidimos qué rumbo tomar el 22 de noviembre de 2015. Varias decenas de
miles de ellas, encima, salieron a fiscalizar.
Todo para que algunos con licencia de inspectores morales
digan que tenemos que agradecer que ahora podemos decir estas cosas sin que
nadie nos putee. Como si no nos putearan igual. Como si tuviéramos que
agradecer lo que nadie debería darnos porque nadie debería quitárnoslo: el
derecho a decir lo que se nos canta, cuando se nos antoja, como nos pinte
hacerlo.
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