Jack London, pirata. |
Por Gonzalo León
La traducción, el periodismo, las librerías, la
docencia, los libros por encargo y los talleres suelen ser los trabajos más
tradicionales con los que todo escritor se gana el sustento. Alberto Girri,
César Aira, Marcelo Cohen y Juana Bignozzi se dedicaron a la traducción;
Alberto Laiseca y Hebe Uhart han vivido, con diferente intensidad, de los
talleres literarios, formando de paso a una gran camada de escritores; Fogwill
aparte de su trabajo en agencias de publicidad escribía en medios.
Y, de los
escritores argentinos más actuales: Eduardo Sacheri, Martín Prieto, Pablo
Katchadjian y Osvaldo Baigorria viven de la docencia; Cecilia Pavón, Gabriela Bejerman
y Damián Ríos de los talleres; Luis Mey, Salvador Biedma y Guillermo Piro, en
algún momento, trabajaron en librerías; Silvio Mattoni además de la docencia
junto a Laura Wittner y Cristián de Nápoli se dedican a las traducciones.
Pero también habría que incluir el trabajo en las
bibliotecas y en la edición: es el caso de Borges, Alberto Manguel, José Mármol
y Paul Groussac, que estuvieron o están al frente de la Biblioteca Nacional,
aunque Mármol en rigor estuvo antes de que se convirtiera en Nacional; Luis
Chitarroni, Juan Boido, Mariano Blatt, Francisco Garamona, Damián Ríos, Damián
Tabarovsky y Gabriela Massuh han trabajado o trabajan en la edición.
Mas allá de cómo se gana la vida un escritor
(argentino), es interesante observar cómo el trabajo contamina o influencia la
escritura, o al revés, cómo la escritura influencia el trabajo. Con Borges es
fácil el ejemplo: es sabida la anécdota que contaba el rumor de que se robaba
los libros de la Biblioteca cuando en verdad era él que secretamente donaba libros
subrayados a la biblioteca, de esos subrayados nació Borges, libros y
lecturas, cuya investigación estuvo a cargo de Germán Álvarez y Laura
Rosato, y cuyo segundo tomo está por salir. Sin embargo, donde se aprecia mejor
el mundo borgeano es en la historia que aparece en el Borges, de
Bioy, y que trata de cuando el señor Sobral, un uruguayo en Buenos Aires,
visita la Biblioteca. Sobral era autor de un libro de “cálculos numéricos con
las medidas de las pirámides de Gizeh, en comparación con el Cerro de Montevideo”,
pero también había creado un nuevo método para medir los versos; en su tratado
aplicó su método para medir los poemas de Juana de Ibarbourou. El objeto de la
visita a la Biblioteca y por ende a Borges era donar L’Homme qui
assaissina, de Claude Farrére, que había pertenecido a la biblioteca
privada de Marcelo T. de Alvear. En medio de la charla, el señor Sobral se
enojó por una objeción que le hizo Borges, se enojó tanto que “ya no estaba
sentado del otro lado de la mesa, sino encima de él, looming sobre
él”. Agrega Bioy que el hombre “era muy corpulento”, que “reiteradamente le
gritaba: ‘¡Reaccione como argentino!’”, que lloraba y que “él, Borges, estaba
en peligro físico”. Finalmente comprendió que Sobral estaba loco y le ordenó
que se retirara de su oficina, cosa que hizo de inmediato. Observar cómo un
escritor como Borges termina convirtiendo su trabajo como parte de su universo
literario, pero claro, no es el único.
Alberto Laiseca no sólo trabajó dictando talleres y
ejerció múltiples oficios: en la cosecha en Mendoza, como peón de limpieza,
corrector del diario La Razón, leyendo en una editorial. Donde se aprecia muy
bien esta inestabilidad laboral es en la novela Aventuras de un
novelista atonal, que Ricardo Piglia colocó junto a ‘El perseguidor’,
de Cortázar, El aleph, de Borges, y ‘Escritor fracasado’, de Artlt, como parte
de la historia de la literatura argentina que sigue “los distintos momentos de
la relación entre el artista y la sociedad literaria y el mercado, convertidos
en intriga ficcional”. Aventuras de un novelista atonal se
trata de un escritor que vive en una pensión y escribe una novela fantástica.
Ya de entrada se cuenta que “el novelista, distraído, nada notaba y escribía
sin cesar, durante todos los momentos libres que le arrojaban como migajas sus
ocupaciones de obrero de la limpieza” y enseguida, como para completar el
panorama: “El escritor viose obligado a compartir sus buhardillas con dos, tres
o más compañeros de cuarto. Siempre pobrísimo, con húmedo frío en invierno; calor
inaguantable en verano y baño común para cincuenta personas”. La dueña de la
pensión se convierte en la sociedad y/o el mercado al que se refiere Piglia, ya
que se mueve impertérrita ante los deseos y ambiciones de este novelista, y lo
termina trasladando “al cuarto del fondo a la derecha, el que todos llaman
baño”. La novela que está escribiendo se puede leer en la segunda parte del
libro titulado ‘La Epopeya del Rey Teobaldo’.
En María Moreno también se encuentra esta relación,
aunque en su caso es entre su trabajo periodístico y su literatura. Gran parte
de sus libros que ha publicado han aparecido antes escritas como notas
periodísticas. En el comentado Black out, especie de autobiografía
novelada, casi no se notan las costuras de lo que ella clasifica como
“reciclaje”. Esta relación entre trabajo y escritura lo dejó muy en claro en
una entrevista a este mismo sitio: “Es mejor tener un maestro encarnado en un
jefe de redacción que te está puteando porque entregás tarde en relación a
fantasmas institucionales, de prestigio, etcétera. Me parece raro el tipo que
escribe y luego ve dónde pone su texto”. Para Moreno, la página en blanco es
real y “los diarios son el borrador”, es decir ensayo y prueba ante la amenaza
de que la página en blanco aparezca por un descuido suyo, cosa que rara
vez, por no decir nunca, sucede. Pese a ello y pese a que escribe por
encargo, Moreno ha plasmado un estilo literario desde el periodismo: su voz es
única, claramente identificable. Esto se puede deber a que la consigna del encargo
ella, como ella dice, lo transforma “en algo a lo que le aplico mi
máquina”.
Escritores más jóvenes también han llevado su
trabajo a la escritura y algunos han aplicado su máquina: Luis Mey y Hernán
Lucas escribieron sus experiencias como libreros: Mey en Diario de un
librero y Lucas en Aquilea: crónicas de una librería. Las
anécdotas que suceden en una librería no son pocas, por lo que suelen ser rico
alimento para un libro. Félix Bruzzone está por publicar Piletas,
una reunión de crónicas sobre su oficio de limpiar piletas. Si bien Bruzzone ya
había escrito sobre esto en Barrefondo (2010), era, como él
mismo dice en el prólogo de Piletas (Excursiones, 2017), desde
la novela y para eso “había construido un personaje, una zona para sus
acciones, un lenguaje para él, una historia para ese lenguaje, una historia
personal para él, y tantas cosas, incluida una módica trama policial”. A
diferencia de la novela, estas crónicas o notas tienen forma de diario, y
“quise que mi vida de piletero fuera algo más, algo sorprendente”. Escribir
sobre su trabajo, centrado en él, tuvo la intención de convertir esa
experiencia en ficción: “Un experimento al borde de la psicosis, un experimento
del cual todas las notas que componen este libro intentan dar cuenta”. Aquí
Bruzzone establece una sutil diferencia entre novela y ficción, siempre desde
su experiencia como piletero.
En la poesía también sucede esto. Una poeta que
convirtió su experiencia en un libro de poesía fue Mara Pedrazzoli con Mecon,
acrónimo de Ministerio de Economía, lugar en el que trabajó hasta comienzos del
gobierno de Mauricio Macri. El libro apareció cuando Axel Kicillof era
ministro, por lo que los medios le dieron una extraña valoración: positiva si
el medio era oficialista y negativa si no lo era, desvirtuando el propósito del
libro y de cualquier poesía. Pero para zanjar dudas de que no era una oda a
Kicillof sólo basta leer uno de sus poemas: “Yo estudié economía porque en mi
familia no había plata”. Y en otro poema: “El que está limpiando la puerta le
dice a su compañero que si eso está así es porque lo dejó él así ayer, pero su
compañero le dice que no. Y siguen los dos mirando la mancha de la puerta
dorada del Ministerio”. En general Pedrazzoli le da un tratamiento
poético-narrativo a la vida de una oficina, pero no a cualquier oficina, sino a
una donde se puede encontrar al ministro que implementa la política económica
de la Argentina, de ahí el revuelo que armó un libro de poesía.
Pero como resulta obvio no sólo los autores
argentinos han visto contaminadas sus obras por sus trabajos, también les ha
pasado esto a autores de otras nacionalidades y épocas. El inglés Samuel
Johnson, luego de alcanzar notoriedad con la publicación de su Diccionario a
mediados del siglo XVIII, tuvo una vida relativamente tranquila gracias a una
pensión que le otorgó la corona inglesa, dicha tranquilidad se vio alterada
cuando la corona le pidió a cambio que escribiera panfletos, de ahí los
escritos sobre Malvinas y otros por el estilo. El polaco Joseph Conrad adoptó
el idioma inglés y se hizo marino; varias de sus novelas son de exóticas
aventuras de ultramar, como Victoria, que trata de un aristócrata
que se dedica a viajar por el mundo hasta que llega a una exótica isla donde se
enamora de una chica que es acosada por el propietario de un hotel. El
estadounidense Heman Melville, al igual que T.S. Eliot y Witold Gombrowicz, fue
empleado de un banco, entre otros oficios; en 1853 publicó Bartleby, el
escribiente, en donde el protagonista responde a toda iniciativa de su jefe
con un “Preferiría no hacerlo”; sin embargo, diez años después de la
publicación de este cuento, acosado por las deudas, se vio obligado a aceptar
el empleo de inspector de aduanas. Otra relación cercana entre trabajo y
escritura es la del poeta y sacerdote nicaragüense Ernesto Cardenal: en su
libro Salmos eso queda en evidencia: “2 AM. Es la hora de Oficio Nocturno, y la
iglesia /en penumbra parece que está llena de demonios. /Esta es la hora de las
tinieblas y de las fiestas, /la hora de mis parrandas”.
Para finalizar, un listado con algunos oficios o
profesiones no tan clásicos o habituales en escritores:
Jean-Jacques Rousseau: copista de
partituras musicales.
Walt Whitman: enfermero voluntario. Aunque Henry James lo
describió como “camillero”.
Katherine Mansfield: violonchelista.
Lewis Carroll: diácono.
Jack London: pirata de almejas, patrullero de vigilancia
pesquera, cazador de focas.
Céline: médico.
Gabriela Mistral: pedagoga y diplomática.
Charles Bukowski: cartero.
Georges Perec: sin titularse, trabajó como sociólogo, pero
además escribió guiones para radioteatro, creó crucigramas y fue bibliotecario.
Mario Levrero: librero, historietista, creador de
crucigramas y de juegos de ingenio.
Susana Thénon: fotógrafa.
© Eterna
Cadencia / Agensur.info
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