Por Óscar Lobato
Adolfo Hitler ansiaba unos cuernos. No unas astas
cualesquiera, sino unos pitones arios, heroicos, titánicos. El Führer soñaba resucitar las ciclópeas encornaduras
de los uros que, según El cantar de los nibelungos,
Sigfrido cazó en la selva de Erwald.
Las cuernos del uro —primigenius primigenius para
la biología— fueron codiciados, durante siglos, por reyes y nobles germánicos
para usarlos de vajilla. Aquellos cachos eran gruesos e imponentes de largo.
Cabía mucha cerveza ahí dentro.
A Hitler no le guiaba la dipsomanía, sino la
mitología. El déspota más fascista de la Historia (con perdón de Donald Trump) amaba la naturaleza… siempre que esta
fuese lo bastante aria. En caso opuesto, se la aniquilaba sin más y se recreaba
otra, al dictado del canon pangermánico.
Sabedor de ese afán hitleriano, Hermann Göring, Montero Mayor del Reich y máximo
gerifalte de la Luftwaffe, echó mano de dos
zoólogos de toda confianza, quienes solían proveerle de cachorros de león y
otras mascotas similares: los hermanos Ludwig y Heinz Heck.
Los Heck dirigían los zoos de Berlín y Hellabrunn
(Múnich), respectivamente, y eran orgullosamente nazis. Un pelín más acaso Lutz, quien fue miembro de las SS. Ambos hermanos
aseguraron poder recriar a los uros primigenios, para mayor gloria
nacionalsocialista. Bastaba, según decían, con revertir el proceso evolutivo de
ciertas especies degeneradas, hasta exterminar (los nazis eran muy proclives)
los genes corruptores debilitantes. Selección inversa, se llamaba el invento.
Con el uro lo tenían
dificilillo. El último ejemplar de la especie había muerto en 1627, en un
apartado bosque de Polonia. Pero, generosamente financiados y respaldados por
los más altos jerarcas del partido, ambos se lanzaron a reconstruir el
mítico bóvido. Eso sí, viajaron mucho: España, Francia, Italia,
Hungría… Siempre buscando especímenes que aún mantuviesen esos
caracteres que atribuían al extinto uro. Cuando localizaban ejemplares
susceptibles de “retrocrianza”, los despachaban hacia Alemania para su
posterior uso. Malas lenguas sugieren que, vistos sus resultados, los Heck se
dedicaron a pegarse la gran vidorra e intentar cubrir el expediente luego.
Eso parecía en el caso de Lutz, pues consta documentalmente que, en cuanto el III Reich se lanzó a la guerra relámpago, él
dirigió los saqueos a los parques zoológicos más emblemáticos en las
ciudades vencidas, como el de Varsovia, previamente bombardeado por la aviación
alemana.
Ludwig Heck conocía al director del zoo polaco y a
su esposa, Jan y Antonina Zabinski; y los forzó a aceptar el expolio de los más
valiosos ejemplares supervivientes, a beneficio de los sueños hitlerianos. Lutz invitaría luego a varios capitostes nazis, a
un ebrio safari nocturno por el parque, donde liquidaron a tiros al resto de
animales.
Ni él ni sus conmilitones de orgía venatoria
sospecharon, curiosamente, que los Zabinski salvarían la vida a 300 judíos
del gueto, al esconderlos en las jaulas vacías del zoo. Esta última
historia aparece impecablemente narrada por Diane Ackerman en su libro The Zookeeper’s Wife (W.W.Norton&Co, 2007), incomprensiblemente titulado en español La casa de la buena estrella (Ediciones B, 2010).
Al grano. Lutz Heck
afirmó tras una década haber conseguido puros uros arios ¡Gloria y
victoria!… O no tanto. El primer problema de esos “neouros” (conocidos
hoy por bovinos de Heck) fue su incapacidad para alimentarse en libertad,
pues constituían una subespecie ganadera recién desestabulada. Además,
ambos hermanos tampoco remataron la faena. El Bos primigenius, según
esqueletos y registros históricos existentes, medía entre 1,80 y 2 metros de
altura a la cruz dorsal. Los de los Heck apenas superaban el metro y sus astas
resultaban muy inferiores a las de sus extintos ancestros. Eso sí, de mala
leche andaban sobrados. Embestían a la mínima.
Lutz Heck justificó la pifia alegando que sus
reses de diseño debían ser reintegradas a bosques aislados y bien preservados,
donde alcanzarían la plenitud del vigor racial ario. Dicho y hecho, los nazis
arrebataron de manos rusas, el bosque de Bialowieza en
la Polonia ocupada, para liberar allí a los nuevos uros. Por el camino,
destruyeron 34 aldeas y deportaron a 7.000 campesinos, asesinando por
descontado a los débiles y a los judíos. Una minucia para el III Reich.
Pero los lobos no habían sido informados del
alcance del experimento y se dedicaron a zamparse a los recién llegados toros,
que carecían de la menor habilidad de supervivencia frente a predadores
naturales. Aquellos que escaparon a las jaurías, acabaron convertidos en shaslik o estofados por las tropas soviéticas,
cuando reconquistaron el bosque.
El experimento de los Heck concluyó como el
hazmerreír de mastozoólogos y paleomastólogos de
todo el mundo, al punto que el doctor Zdzisław
Pucek, una eminencia en la recuperación de mamíferos en Europa, lo definió como
“la mayor estafa científica del siglo XX”.
Siempre recuerdo esa historia, cuando algún
ganadero de reses bravas augura: “sin corridas, desaparecería el toro de
lidia”. No pasa nada, buen hombre. Sus reses apenas son una subespecie bovina,
en cuya crianza prima la búsqueda de trapío o bravura (acometividad), pero
cuyos caracteres morfológicos resultan tan variopintos que ni siquiera se fijan
por ley, pues la reglamentación sólo establece las ganaderías criadoras
homologadas. Esa afirmación equivale, en definitiva, a sostener que si
desapareciesen los doberman, los rottweiler o los pitbull; se extinguirían los
perros.
Por lo demás, nada tengo contra la tauromaquia.
Raras actividades alcanzan tan refinado ensañamiento: cruel con el hombre,
cruel con el caballo, y cruel con el toro.
© Zenda –
Autores, libros y compañía / Agensur.info
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