Por Guillermo Piro |
En el cine la liviandad ya es un género codificado. La mitad
de las películas nacen para hacer reír o para –como aclara Leonardo D’Esposito
en el subtítulo de su Cincuenta películas para ser feliz, para “hacernos la
vida más fácil”. Algo parecido pasa en la música, desde Despacito hasta los
vals de Strauss, pasando por Obladi Oblada, de Los Beatles, son muchos los
éxitos que tienen como único fin hacer un poco más feliz a la gente.
Con los
libros pasa otra cosa, no existe la comedia como género, en tanto que el
concepto mismo de comedia nació con la literatura. Para distraerse, divertirse
o entretenerse están los policiales y las novelas de amor o de aventura. Los
libros rara vez ponen de buen humor, y cuando lo hacen es un objetivo
secundario. Para ser considerada literaria, una historia debe hablar del
sentido de la vida, o mejor de la falta de sentido, mientras que la alegría o
la liviandad atenúan su fuerza, son una característica de cuya presencia
incluso uno debería avergonzarse.
Pero no siempre las cosas fueron así. Hasta el siglo XVII la
literatura servía también para estar contentos: las comedias griegas o latinas,
el Decamerón de Boccaccio, el Orlando furioso de Ariosto, las comedias de
Shakespeare, novelas como Gargantúa y Pantagruel, de Rabelais, Vid y opiniones
del caballero Tristram Shandy, de Laurence Sterne, incluso el Quijote nacieron
con el fin explícito de hacer más ligera la existencia del lector. A partir del
siglo XVIII el fin de la literatura pasó a ser instruir y emocionar, hablando
de grandes dolores y sentimientos, o bien buceando introspectivamente en el
alma humana. Si algo de la comedia sobrevive lo hace en la clandestinidad, como
género menor y oculto. Es como si el
mundo editorial fuera reticente a la hora de codificar el género. En las
librerías no hay una sección de “Comedias”. Se me dirá que tampoco hay una
sección de “Dramas”, pero entonces diré que lo que hay es una grandísima
sección, que abarca todas las disciplinas y todos los subgéneros, dedicada a
los dramas.
Así que he aquí una lista, personal, desprolija, intuitiva,
que consiguieron ponerme de buen humor (y que consiguieron poner de buen humor
a unos cuantos): Viajes con mi tía, de Graham Greene; La tía Julia y el
escribidor, de Mario Vargas Llosa; Triste, solitario y final, de Osvaldo
Soriano; Las flores azules, de Raymond Queneau (en realidad cualquier libro de
Queneau) Que levante la mano quien crea en la telequinesis, de Kurt Vonnegut
(en realidad cualquier libro de Vonnegut); El hotel New Hampshire, de John
Irving (pero también Doble pareja, o La epopeya del bebedor de agua); Un
vestido de domingo, de David Sedaris; Una super triste historia de amor
verdadero, de Gary Shteyngart; La versión de Barney, de Mordecai Richler; Una
lectora nada común, de Alan Bennett; ¡Noticia bomba!, de Evelyn Waugh (o
cualquier otra cosa que haya escrito Evelyn Waugh); Fiebre en las gradas, de
Nick Hornby; Doña Flor y sus dos maridos, de Jorge Amado; La cofradía de los
celestinos, de Stefano Benni (o ¡Tierra!, o Cómicos guerreros despavoridos); La
isla de los pingüinos, de Anatole France;
El idioma de los gatos, de Spencer Holst; El hombre que fue jueves, de
Gilbert K. Chesterton; El mundo es un pañuelo, de David Lodge (en realidad
cualquier libro de Lodge). Naturalmente se trata de mi lista, cada uno puede
ampliarla a piacere o más sencillamente declarar a mi lista una enumeración de
infamias y elaborar la propia. A todos no nos hacen reír las mismas cosas.
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