Por Arturo Pérez-Reverte |
Me cae bien Ana Pastor, la presidenta del
Parlamento español. Sólo he conversado con ella dos veces, pero creo que es
eficaz y honorable, y por eso me enternecen los disgustos que se lleva. Los
esfuerzos que hace para controlar, o limitar al menos, la zafiedad y la
grosería de algunos políticos que han tomado el palacio de las Cortes por un
patio de facultad, una taberna de borrachos o una porqueriza donde criar
cerdos.
No debe de ser fácil lidiar, por ejemplo, con la
soez condición populista del diputado Cañamero, que suele confundir la carrera
de San Jerónimo con una feria de animales y gañanes, o con la asombrosa estolidez
intelectual del diputado Rufián, cuyo oportunismo y desvergüenza crean
verdaderas obras maestras para YouTube. Aunque es justo reconocer que no se
trata de elementos aislados, sino que forman parte de un conjunto o una
tendencia. De unas maneras nuevas, pintorescas, dispuestas, como hacen los
chuchos, a mear territorio. A hacerse también su hueco y su clientela. A darle
un aspecto nuevo al viejo negocio de medrar y trincar.
Pensaba en eso el otro día, viendo imágenes de un
pleno municipal, no sé en qué ciudad española. Y allí estaba la cámara, en la
sala noble, mostrando a un sujeto en pleno discurso, vestido con una camiseta y
un pantalón corto, largando con una grosería verbal y un desparpajo
escalofriantes. Fue eso lo que me hizo pensar en Ana Pastor y sus problemas de
protocolo. Y los que vendrán, me dije. Al final acabarán subiendo a la tribuna
del Parlamento en pantalón corto y chanclas. Y de algo estoy seguro: nadie se
atreverá a prohibirlo. Ni siquiera a reprochárselo. Porque es lo que tenemos y
vamos a tener: la ausencia de educación, la falta de respeto a las
instituciones, sin considerar que por imperfectas que sean, por mucho golfo con
balcones a la calle que anide en los escaños, degradarlas es una ofensa a los
ciudadanos que sí creen en tales instituciones. Incluso a quienes votaron a
esos nuevos representantes para que hagan oír su voz en ellas.
Y no se me cuelguen de lo fácil. Hay gente en
camiseta perfectamente honrada, y corbatas llevadas por desvergonzados ladrones
de traje a medida, gentuza atildada que ha robado sin escrúpulos. Naturalmente.
Pero hoy hablo menos de honradez, aunque también, que de educación y maneras. Y
de nuestra responsabilidad en todo eso, pues todos nosotros, por acción u
omisión, somos causa de que unos y otros estén allí. Hay quien vota a Rufián y
a Cañamero, hay quien vota a los que saquearon Cataluña envueltos en la señera,
hay quien vota al partido del chófer, la cocaína y las putas, o al de ese don
Tancredo que decía «sé fuerte, Luis» al sinvergüenza de su amigo Bárcenas. Y
hay quien no vota a nadie; pero no por resultado de un proceso intelectual que
lo lleve al escepticismo, sino por apatía, desidia, indiferencia. Porque
prefiere quedarse en casa viendo el fútbol.
No es verdad que no nos representen. Nos representan
todos ellos, los unos y los otros. Los decentes, y también los corruptos y los
guarros de ambos sexos. Da igual que digan usted y su señoría o que eructen su zafiedad y baja estofa:
todos representan a la España que los ha votado. Aunque esa España sea un lugar
grotesco y a ratos bajuno, es una democracia. Alguna vez escribí que de poco
aprovechan las urnas si quien vota es un analfabeto sin criterio, presa fácil
de populistas y sinvergüenzas. Pero también es cierto que a ese analfabeto
llevamos varias generaciones fabricándolo con sumo esmero y entusiasmo suicida.
Somos lo que nosotros mismos hemos hecho de nosotros. La marca España.
Por eso no conviene olvidar que a esos
parlamentarios y políticos los hemos llevado hasta allí ustedes y yo. Entre los
españoles hay ciudadanos dignos y honorables, pero también gentuza. Y la
gentuza tiene, naturalmente, derecho a votar a los suyos. Eso prueba que somos
una democracia representativa, porque es imposible representarnos mejor.
Nuestros diputados son el trasunto de millones de ciudadanos que los eligieron.
Podemos protestar al verlos manifestar nuestras más turbias esencias, podemos
asistir boquiabiertos al repugnante espectáculo que dan, podemos, incluso,
ciscarnos en sus muertos más frescos. Pero no debemos mostrarnos sorprendidos.
Esto es España, vivero secular de pícaros y criminales, donde ser lúcido,
valiente u honrado aparejó siempre mucha desgracia y gran desesperanza. Un
Parlamento sin gentuza, lleve corbata o lleve chanclas para rascarse a gusto
las pelotillas de los pies, no sería representativo de lo que también somos.
Así que ya saben. A disfrutarnos.
© XL
Semanal
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