Por James Neilson |
Los que esperaban que las elecciones presidenciales
francesas sirvieran para disipar las nubes que cubren el cielo europeo sabían
de antemano que serían decepcionados. Si bien, siempre y cuando no haya
sorpresas impactantes en las semanas venideras, parecería que la
“ultraderechista” Marine Le Pen se verá derrotada el 7 de mayo por el ni
izquierdista ni derechista Emmanuel Macron, la rubia combativa ya entendía que
su hora aún no ha llegado; confía en que la próxima vez las circunstancias le
serán mucho más propicias. Puede que tenga razón.
A juzgar por lo que sucedió
el domingo pasado, Francia está volviéndose casi ingobernable. Son tantos los
movimientos en pugna que ninguno será capaz de darle la administración fuerte
que necesitaría para salir del estado de abatimiento en que se encuentra. En
diversas ocasiones, Francia ha asombrado a los pesimistas, como hizo hace más
de medio siglo cuando, en un clima de guerra civil incipiente, Charles de
Gaulle puso fin a la ruinosa guerra de Argelia y fundó la Quinta República que
ha durado hasta hoy, pero los males que la achacan en la actualidad no se
prestan a remedios tan sencillos.
Aun cuando Macron triunfe por un margen muy amplio, lo que
muchos creen que es bastante probable, tendría que construir un bloque
parlamentario dispuesto a apoyarlo, lo que no le sería del todo fácil, además
de reanimar una economía que a su juicio necesita muchas reformas del tipo
neoliberal que los sindicatos no suelen tolerar y enfrentar los desafíos
truculentos planteados por el islamismo militante sin enojar demasiado a los
aproximadamente seis millones de musulmanes que viven en su país.
Los resultados de la primera vuelta electoral trajeron
alivio a los partidarios de lo que llaman el “proyecto europeo”, o sea, la
transformación de la Unión Europea en un superestado gobernado desde Bruselas,
porque su candidato, Macron, consiguió el 23,9 por ciento de los votos mientras
que Le Pen, que quisiera dinamitar dicho “proyecto”, tuvo que conformarse con
el 21,4. Así y todo, el que otro candidato igualmente hostil a la Unión
Europea, Jean-Luc Mélenchon, un trotskista que fantasea con una Francia bolivariana,
cosechó el 19,5 por ciento de los sufragios y François Fillon, un conservador
que se opone al federalismo bruselense, recibió el 19,9, hace pensar que los
festejos fueron un tanto prematuros. Mal que les pese a los eurócratas, una
mayoría abrumadora de los franceses está harta de oír decir que la solución
para todos los problemas es “más Europa”.
Acaso lo más notable de la ronda inicial del proceso
electoral galo fue el hundimiento del socialismo democrático. Representado en
esta oportunidad por Benoit Hamon –el presidente saliente François Hollande
había tirado la toalla para ahorrarse una humillación histórica–, tuvo un magro
6,4 por ciento de los votos. Algo parecido sucedió en las elecciones holandesas
del mes pasado en que los correligionarios de Hollande perdieron una treintena
de escaños, dejándolos con apenas diez y, tal y como se perfilan las cosas, el
laborismo británico, encabezado por un admirador del comandante Hugo Chávez,
corre el riesgo de sufrir un destino similar el 8 de julio.
Puesto que hasta hace poco las distintas variantes del
socialismo democrático dominaban buena parte del escenario político europeo y
los valores que representaban siguen siendo hegemónicos en el ámbito mediático
y muy fuertes en el cultural, sería difícil subestimar la importancia del
hundimiento de la corriente así supuesta. Muchos atribuyen la agonía de la izquierda
democrática en Europa al aburguesamiento de los viejos partidos que han caído
en manos de profesionales de la clase media que no ocultan el desprecio que
sienten por los obreros, tratándolos como xenófobos racistas ignorantes,
reaccionarios natos que se aferran a identidades nacionales vetustas. También
ha incidido su incapacidad para amortiguar las consecuencias nada agradables
para lo que era su clientela natural de la evolución económica en una época
signada por el progreso tecnológico desbocado que destruye empleos aptos para
una franja creciente de la fuerza laboral y por la irrupción impetuosa de China
y sus vecinos.
En el Reino Unido y Estados Unidos, las víctimas de los
cambios económicos de las décadas últimas y la soberbia progre se desquitaron
al votar por el Brexit y Donald Trump. En Francia, la situación es mucho más
confusa. Tanto Le Pen como Mélenchon, que sumaron más del 40 por ciento del
electorado, se vieron beneficiados por la rebelión multitudinaria contra el
establishment tradicional cuyos partidos, el Socialista y Los Republicanos
neogaullista, fueron eliminados. ¿Y Macron? Puesto que ha hecho de la
indefinición su credo personal y su partido, “En Marche”, no es más que una
consigna, ya que aún no ha confeccionado un programa de gobierno, parecería que
su popularidad relativa se debe a que, a pesar de haber sido por un rato el
ministro de Economía del gobierno de Hollande, ha logrado brindar la impresión
de no ser un político común sino un outsider, un joven de aspecto lindo que por
su mera presencia será capaz de revitalizar una clase política agotada.
En cierta manera, Macron se asemeja a Donald Trump, otro
personaje ambicioso que aprovechó su presunta falta de experiencia política
para descolocar a los profesionales. Lo mismo que el norteamericano, Macron,
que se hizo millonario cuando era un empleado estrella del banco Rothschild, se
las ingenió para dotarse de una imagen apropiada para el mercado electoral de
su país que, felizmente para él, es muy distinta del estadounidense. El estilo
casi plebeyo perfeccionado por Trump no vendería en Francia, pero el de Macron,
un hombre que es mucho más culto y cerebral que el magnate inmobiliario, le
permitió anotarse un triunfo parcial que, merced al temor de tantos a lo que
podría suceder en el caso de que Le Pen se mudara al Palacio del Eliseo, lo ha
convertido en el gran favorito para ser el próximo presidente.
Pero, como está aprendiendo Trump, una cosa es elaborar una
exitosa estrategia electoral que deja estupefactos a los políticos del montón y
otra muy distinta gobernar con un mínimo de eficiencia sin la ayuda de los
desplazados. Para hacerlo, un eventual presidente Macron no tendría más
alternativa que la de aliarse con personajes que, mal que bien, representan el
poder permanente francés, es decir, con los políticos y funcionarios que se
sienten consustanciados con un statu quo que la mayoría de sus compatriotas
quisieran dejar atrás cuanto antes, de ahí la fuga masiva hacia los extremos
del espectro ideológico. Por no ser Le Pen, Macron ya cuenta con el aval de
quien fue su jefe, Hollande, lo que podría perjudicarlo, y del conservador
Fillon, que estaría en su lugar de no haber sido por un escándalo de corrupción
protagonizado por su esposa que durante años cobró un sueldo estatal envidiable
sin tener que ir a trabajar. A menos que el ex banquero tenga mucha suerte, el
gobierno resultante podría ser una continuación del actual que, a juzgar por la
jibarización del voto socialista, difícilmente pudo haber sido menos popular.
Con miras a reducir la brecha enorme que, según las
encuestas más recientes, la separa de Macron, Le Pen ha optado por distanciarse
pasajeramente del Frente Nacional con la esperanza de seducir a los partidarios
de Mélenchon. Tal pretensión no es tan ridícula como a primera vista podría
parecer; los partidarios de la “ultraderecha” incluyen a un gran número de ex
comunistas y el programa económico que ha esbozado está bien a la izquierda del
insinuado por su rival.
Además de ser contraria al euro, la Unión Europea en su
forma actual y la globalización, Le Pen se afirma dispuesta a hacer cuanto
resulte necesario para impedir la islamización de Francia, expulsando a los
predicadores del odio y tratando con mayor dureza a los guerreros santos. A
diferencia de Macron que, como muchos otros políticos, insiste en que los
franceses tendrán que acostumbrarse a los atentados, Le Pen jura que una vez en
el poder emprendería una contraofensiva vigorosa. Si bien abundan los franceses
que preferirían que las autoridades hicieran mucho más para defenderlos de
quienes, al fin y al cabo, son sus enemigos mortales, la mayoría es consciente
de lo terriblemente peligrosa que podría ser la estrategia prevista por los
nacionalistas más acérrimos. Con todo, de estar en lo cierto los convencidos de
que lo que hemos visto hasta ahora es sólo el comienzo de un conflicto que
provocará estragos graves en muchos países europeos, sobre todo en Francia, un
gobierno que apostara todo a la reconciliación no tardaría en verse en apuros,
lo que aseguraría a Le Pen, o a alguien de actitudes parecidas, una oportunidad
para alcanzar el poder. Mucho dependerá de la capacidad de las fuerzas de
seguridad para detener a yihadistas antes de que perpetren atrocidades aún
mayores que las ya cometidas, pero Francia está en emergencia desde noviembre
de 2015 y los policías y soldados responsables de mantener a raya a los
terroristas están tan cansados de estar en alerta constante que se teme que
caigan en la tentación de emplear métodos reñidos con la ley. No sería la
primera vez: en octubre de 1961 murieron en París dos centenares de
norafricanos asesinados por la policía luego de una manifestación.
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