Por Manuel Vicent |
Como mosquitos, que
alegres y confiados desafían a la araña, nos intercambiamos secretos por SMS, e-mails, WhatsApp, Twitter, Facebook, blogs e
Instagram con la creencia de que ese caudal de imágenes y palabras, algunas
calientes y comprometidas, la mayoría estúpidas o banales, sale de estos
dispositivos electrónicos y se posa aleatoriamente en una nube donde permanece
preservado a nuestra exclusiva disposición.
De forma ingenua la
gente cree que nuestros secretos, confidencias, pensamientos y opiniones están
a salvo en ese trastero celestial, puro e incontaminado, cuando en realidad esa
nube es una gigantesca computadora situada bajo tierra donde la humanidad a
modo de enjambre de alegres y confiados mosquitos se encuentra cada día más
atrapada.
En ella se
almacenan todos los mensajes que emitimos con nuestros cacharros digitales y
que las grandes empresas de comunicación, el poder y la policía utilizan a su
conveniencia. Los secretos de nuestra vida están secuestrados y disponibles en
esa telaraña, puesto que el acuerdo de confidencialidad es pura falacia.
Se trata de un robo
y a la vez de una amenaza en toda regla. Imagínense que en vez de bits se
almacenaran en un gran depósito general nuestras cartas y documentos escritos.
Habría que ser idiotas para creer que estarían allí bien guardados sin que
nadie los leyera, los utilizara o revendiera.
Las redes sociales
se han convertido en verdaderas redes físicas, similares a las de las arañas
más peligrosas que atrapan nuestros pensamientos para convertirnos en víctimas
de algún depredador.
Pero existe algo
peor. Si dentro de mil años esa nube digital desapareciera por un cambio
climático o la gran computadora universal fuera bombardeada, la humanidad sin
memoria tendría que volver al neolítico, comenzar por la pintura rupestre e
inventar al final el papel y el lápiz.
© El País (España)
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