Por Manuel Vicent |
Habría que saber el número exacto de reses bravas que se
sacrifican en España cada año ante el general jolgorio lleno de gritos,
aplausos, denuestos, vítores y regüeldos de los aficionados a la fiesta
nacional. Según cálculos tomados al aire, la cantidad oscila alrededor de
50.000 toros corridos o sacrificados públicamente en plazas y en festejos
populares.
Si por cada res muerta, que se llevan las mulillas al
desolladero, se añade una media de tres puyazos, tres pares de banderillas,
tres estocadas, cuatro pinchazos en hueso y otros tantos descabellos,
acompañados de los vómitos correspondientes producto de degüello, la suma
alcanza más de un millón de cuchilladas.
El inconsciente colectivo de este país está sumergido en la
charca de sangre que se deriva de esta gran carnicería festiva, y que a su vez
convierte su violencia orquestada con las consabidas charangas en una costumbre
cotidiana. La corrida ha perdido toda su estética.
Bien en los cosos taurinos, cada año más deshabitados, bien
en su versión pueblerina en plazas de carros, con encierros, toros de fuego o
ensogados, donde los morlacos destripan cada verano a no menos de una docena de
borrachos, a esta fiesta nacional ya no hay poeta, crítico o aficionado que la
salve, ni siquiera invocando al buey Apis.
Desde hace más de 30 años, por primavera, cuando empieza la
feria de San Isidro, sin faltar nunca a la cita, he escrito un artículo
antitaurino en este mismo periódico.
Por primera y única vez voy a permitirme el impudor de
escribir sobre mi trabajo. Con El Roto, quien aporta una serie de dibujos con
los que denuncia magistralmente esta matanza ritual, juntos hemos publicado una
nueva Antitauromaquia, a modo de
alegato contra la fiesta nacional.
Ciertamente, no
esperamos nada con este libro, salvo librarnos de este charco de sangre.
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