Por James Neilson |
Muchos violadores, ladrones y asesinos comunes beneficiados
por el “dos por uno” no tardarán en reincidir, pero es casi nula la posibilidad
de que lo hicieran los militares encarcelados por crímenes de lesa humanidad
que quisieran aprovechar un fallo reciente de la Corte Suprema que los pondría
en pie de igualdad con los demás delincuentes.
¿Por qué, pues, cerraron filas
virtualmente todos los políticos, luchadores sociales, comentaristas y
presuntos defensores de los derechos humanos del país para denunciar lo que
tomaron por un golpe demoledor asestados por el tribunal a la democracia, la
convivencia civilizada y el Estado de derecho, uno que amenaza con retraernos a
los días más oscuros de la dictadura? ¿Temen que si algunos ancianos terminaran
sus días bajo prisión domiciliaria tambalearía la democracia? ¿O es que
entienden que hay que culpar sólo a los militares por la catástrofe de los años
setenta del siglo pasado a fin de minimizar el aporte de tantos miembros de la corporación
política?
En el caso de los izquierdistas, peronistas K y
profesionales de los derechos humanos, el motivo de la indignación que dicen
sentir es evidente: quieren hacer pensar que, una vez más, la Argentina ha
caído en manos de fascistas disfrazados de liberales. Para más señas, muchos
odian a los milicos a menos que sean buenos revolucionarios como los
comandantes Hugo Chávez y Fidel Castro.
También es evidente en el caso de los macristas; saben que
no les convendría en absoluto brindar la impresión de estar dispuestos a
solidarizarse con quienes, más de cuarenta años atrás, participaron de la
represión ilegal, razón por la que María Eugenia Vidal, Marcos Peña y otros
reaccionaron con vehemencia insólita frente a lo que este calificó de “un símbolo
de la impunidad”. Ellos sí son tan derechos y humanos como el que más.
Tanta firmeza se justificaría si hubiera camarillas
militares, apoyadas por sectores civiles importantes, que se prepararan para
restaurar el Proceso, pero se trata de un peligro que sólo existe en la
imaginación febril de personajes que sienten nostalgia por la violencia
política de otros tiempos. Si bien el país tendrá que enfrentar muchos riesgos
en los años venideros, el planteado por la eventual resucitación del partido
militar no figura entre ellos. Por fortuna, los militares mismos, con la
excepción notable del general César Milani que cuando aún estaba en libertad se
proclamó nacional y popular a fin de congraciarse todavía más con Cristina,
aprendieron mejor que nadie que es desastroso permitir que las Fuerzas Armadas
se politicen. Además de tentarlas a emprender aventuras insensatas, la
politización destruye la disciplina interna.
Desde mediados de 1982, a los militares del Proceso les ha
tocado desempeñar un papel antipático pero, quizás, necesario para que la
democracia se consolidara: el de ser los más malos de todos, sujetos que son
más despreciables que los delincuentes más viles o los corruptos más
codiciosos. Son apenas humanos, de ahí el repudio concertado a la idea de que
les corresponda compartir derechos que en teoría deberían ser universales.
Después del derrumbe de la dictadura que siguió a la derrota
en la brevemente festejada guerra de las Malvinas, muchos que hasta entonces la
habían aceptado sin quejarse por suponer que la alternativa sería peor buscaron
motivos para darle la espalda. Muy pronto, se formó el consenso de que los
militares y sus auxiliares se habían apropiado de un país inocente contra la
voluntad de la inmensa mayoría de sus habitantes.
¿Fue así? Claro que no. En la década protagonizada
inicialmente por la juventud maravillosa, la “burocracia sindical” y la
Triple-A, muchos creían que un régimen militar serviría para poner fin a la
violencia política que cobraba tantas vidas. No les importaba la “metodología”;
querían la ley marcial, con todo cuanto implicaba, o algo muy parecido.
El principio según el cual los militares que delinquieron en
el marco de la guerra sucia merezcan ser tratados con muchísimo más severidad
que los terroristas civiles se basa en que los primeros eran estatales mientras
que sus enemigos pertenecían al sector privado. Se trata de una distinción que
a veces ha reivindicado la Corte Suprema local pero que no rige en otras partes
del mundo, donde suele darse por sentado que bandas de terroristas civiles son
perfectamente capaces de cometer crímenes de lesa humanidad que deberían
considerarse imprescriptibles. Felizmente para ciertos veteranos montoneros,
nunca consiguieron el reconocimiento internacional como parte beligerante de una
guerra civil que buscaban.
La diferencia de enfoque se debe exclusivamente a que aquí
es minúsculo el peso político de aquellos simpatizantes de la dictadura militar
que se animan a levantar la voz, mientras que “los idealistas” que, después de
alzarse en contra del gobierno constitucional se imaginaban capaces de vencer a
las Fuerzas Armadas en una guerra no convencional, cuentan con legiones de
admiradores ruidosos bien ubicados en los mundillos político, judicial y
cultural, que ven detrás de cualquier intento de garantizar un poco de orden un
plan siniestro de “la derecha” para reanudar la guerra sucia. En el campo de
batalla político, recuperaron buena parte lo que habían perdido, a un costo
terrible, en el militar.
Es para esquivar la acusación de que sienten cierta simpatía
por el Proceso que los dirigentes de Cambiemos –personas que de militaristas no
tienen nada–, están afirmándose sumamente indignados por la decisión de tres de
los cinco jueces de la Corte Suprema de incluir a un militar preso entre los
beneficiados por el dos por uno que ha acortado su estadía en la cárcel. No es
la primera vez que algo así ha sucedido; en 2013, con Cristina en la Casa
Rosada, la Corte se negó a vetar un fallo similar por un tribunal inferior,
pero puesto que a nadie se le ocurrió ensañarse con el gobierno kirchnerista
por permitir tamaña barbaridad, el asunto cayó rápidamente en el olvido.
Es lógico que la clase política en su conjunto no quiera que
nadie ponga en duda la doctrina según la cual la tragedia de los setenta no fue
culpa suya. A pesar de los muchos años que han transcurrido, aún le parece
imprescindible que la gente crea que los militares fueron los únicos
responsables de lo que sucedió; saben que es uno de los fundamentos de la
democracia. Por razones distintas, comparten tal actitud los muchos que se han
sentido atraídos por sueños supuestamente revolucionarios.
Aunque puede entenderse el deseo de los políticos y otros de
pasar por alto lo hecho, consciente o no, por ciudadanos respetables para que el
país sufriera un baño de sangre, la verdad es que los militares contaban con
decenas de miles de cómplices, comenzando con los terroristas mismos que les
suministraron pretextos muy convincentes para apoderarse del gobierno del país.
Fue en buena medida gracias a los crímenes políticos perpetrados a diario que,
al concretarse el golpe de marzo de 1976, muchos dirigentes partidarios le
dieron la bienvenida. Suponían que sería de su interés permitir que las fuerzas
armadas se encargaran no sólo del “trabajo sucio” que precisaría una economía
que experimentaba otra de sus convulsiones esporádicas sino también de la lucha
contra la subversión violenta que, no lo olvidemos, distaba de ser un asunto
meramente anecdótico.
En cuanto a los sindicalistas, pudieron haber tratado de
defender lo que quedaba de la democracia ordenando una huelga general por
tiempo indeterminado. Optaron por acompañar al nuevo régimen. Así pues, por
debilidad, cinismo o temor, los “políticos civiles” cometieron el error
imperdonable de cohonestar la toma de la suma del poder por los jefes de lo que
en todas partes es una máquina de muerte que, en sociedades de pretensiones
democráticas, siempre se encuentra subordinada al poder civil. ¿Previeron las
consecuencias de lo que hacían o no hacían? Por lo menos algunos habrán
entendido que, instalados en el poder, los militares actuarían como militares,
no como miembros de una ONG progresista.
En amplios círculos es habitual dar a los terroristas el
beneficio de todas las dudas concebibles, como si con escasas excepciones
fueran jóvenes generosos que querían vivir en un país mejor, si bien uno que, a
juzgar por lo que decían los ideólogos de las diversas formaciones especiales,
hubiera tenido mucho más en común con la Cuba castrista, cuando no con la
Camboya de Pol Pot, que con Suecia o Dinamarca.
¿Y los militares, integrantes de organizaciones en que es
necesario que todos obedezcan sin chistar órdenes, por atroces que a algunos
les parezcan? Conforme al consenso existente, hay que tratarlos como si
hubieran sido civiles libres acostumbrados a discrepar con la superioridad en
nombre de un código de conducta que es incompatible con la disciplina castrense,
pero los ejércitos no son instituciones democráticas. Tienen que ser
dictatoriales. Cuando se enfrentan con enemigos externos, tal característica no
les ocasionará demasiados problemas, pero si el enemigo es interno, a menos que
el poder político los tenga bien controlados, violarán sistemáticamente los
derechos humanos. Es su oficio. Como advertía San Martín: “El ejército es un
león que hay que tenerlo enjaulado para soltarlo el día de la batalla”.
Desgraciadamente para el país, generaciones de políticos no prestaron la debida
atención a sus palabras.
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