Un texto de José
Ingenieros
Individualmente considerada, la mediocridad podrá definirse
como una ausencia de características personales que permitan distinguir al
individuo en su sociedad. Ésta ofrece a todos un mismo fardo de rutinas,
prejuicios y domesticidades; basta reunir cien hombres para que ellos coincidan
en lo impersonal: "Juntad mil genios en un Concilio y tendréis el alma de
un mediocre". Esas palabras denuncian lo que en cada hombre no pertenece a
él mismo y que, al sumarse muchos, se revela por el bajo nivel de las opiniones
colectivas.
La personalidad individual comienza en el punto preciso
donde cada uno se diferencia de los demás; en muchos hombres ese punto es
simplemente imaginario. Por ese motivo, al clasificar los caracteres humanos,
se ha comprendido la necesidad de separar a los que carecen de rasgos
característicos: productos adventicios del medio, de las circunstancias, de la
educación que se les suministra, de las personas que los tutelan, de las cosas
que los rodean. "Indiferentes" ha llamado Ribot a los que viven sin
que se advierta su existencia. La sociedad piensa y quiere por ellos. No tienen
voz, sino eco. No hay líneas definidas ni en su propia sombra, que es, apenas,
una penumbra.
Cruzan el mundo a hurtadillas, temerosos de que alguien
pueda reprocharles esa osadía de existir en vano, como contrabandistas de la
vida.
Y lo son. Aunque los hombres carecemos de misión
trascendental sobre la tierra, en cuya superficie vivimos tan naturalmente como
la rosa y el gusano, nuestra vida no es digna de ser vivida sino cuando la ennoblece
algún ideal: los más altos placeres son inherentes a proponerse una perfección
y perseguirla. Las existencias vegetativas no tienen biografía: en la historia
de su sociedad sólo vive el que deja rastros en las cosas o en los espíritus.
La vida vale por el uso que de ella hacemos, por las obras que realizamos. No
ha vivido más el que cuenta más años, sino el que ha sentido mejor un ideal;
las canas denuncian la vejez, pero no dicen cuánta juventud la precedió. La
medida social del hombre está en la duración de sus obras: la inmortalidad es
el privilegio de quienes las hacen sobrevivientes a los siglos, y por ellas se
mide.
El poder que se maneja, los favores que se mendigan, el
dinero que se amasa, las dignidades que se consiguen, tienen cierto valor
efímero que puede satisfacer los apetitos del que no lleva en sí mismo, en sus
virtudes intrínsecas, las fuerzas morales que embellecen y califican la vida;
la afirmación de la propia personalidad y la cantidad de hombría puesta en la
dignificación de nuestro yo. Vivir es aprender, para ignorar menos; es amar,
para vincularnos a una parte mayor de humanidad; es admirar, para compartir las
excelencias de la naturaleza y de los hombres; es un esfuerzo por mejorarse, un
incesante afán de elevación hacia ideales definidos.
Muchos nacen; pocos viven. Los hombres sin personalidad son
innumerables y vegetan moldeados por el medio, como cera fundida en el cuño
social. Su moralidad de catecismo y su inteligencia cuadriculada los constriñen
a una perpetua disciplina del pensar y de la conducta; su existencia es
negativa como unidades sociales.
El hombre de fino carácter es capaz de mostrar
encrespamientos sublimes, como el océano; en los temperamentos domesticados
todo parece quieta superficie, como en las ciénagas. La falta de personalidad
hace, a éstos, incapaces de iniciativa y de resistencia. Desfilan inadvertidos,
sin aprender ni enseñar, diluyendo en tedio su insipidez, vegetando en la
sociedad que ignora su existencia: ceros a la izquierda que nada califican y
para nada cuentan. Su falta de robustez moral háceles ceder a la más leve
presión, sufrir todas las influencias, altas y bajas, grandes y pequeñas,
transitoriamente arrastrados a la altura por el más leve céfiro o revolcados
por la ola menuda de un arroyuelo.
Barcos de amplio velamen, pero sin timón, no saben adivinar
su propia ruta: ignoran si irán a varar en una playa arenosa o a quedarse
estrella-dos contra un escollo.
Están en todas partes, aunque en vano buscaríamos uno solo
que se reconociera; si lo halláramos sería un original, por el simple hecho de
enrolarse en la mediocridad. ¿Quién no se atribuye alguna virtud, cierto
talento o un firme carácter? Muchos cerebros torpes se envanecen de su
testarudez, confundiendo la parálisis con la firmeza, que es don de pocos
elegidos; los bribones se jactan de su bigardía y desvergüenza, equivocándolas
con el ingenio; los serviles y los parapoco pavonéanse de honestos, como si la
incapacidad del mal pudiera en caso alguno confundirse con la virtud.
Si hubiera de tenerse en cuenta la buena opinión que todos
los hombres tienen de sí mismos, sería imposible discurrir de los que se
caracterizan por la ausencia de personalidad. Todos creen tener una; y muy
suya. Ninguno advierte que la sociedad le ha sometido a esa operación
aritmética que consiste en reducir muchas cantidades a un denominador común: la
mediocridad.
Estudiemos, pues, a los enemigos de toda perfección, ciegos
a los astros. Existe una vastísima bibliografía acerca de los inferiores e
insuficientes desde el criminal y el delirante hasta el retardado y el idiota;
hay también una rica literatura consagrada a estudiar el genio y el talento,
amén de que la historia y el arte convergen a mantener su culto.
Unos y otros son, empero, excepciones. Lo habitual no es el
genio ni el idiota, no es el talento ni el imbécil. El hombre que nos rodea a
millares, el que prospera y se reproduce en el silencio y en la tiniebla, es el
mediocre.
Toca al psicólogo disecar su mente con firme escalpelo, como
a los cadáveres el profesor eternizado por Rembrandt en la Lección de anatomía:
sus ojos parecen iluminarse al contemplar las entrañas mismas de la naturaleza
humana y sus labios palpitan de elocuencia serena al decir su verdad a cuantos
le rodean.
¿Por qué no tendemos al hombre sin ideales sobre nuestra
mesa de autopsias, hasta saber qué es, cómo es, qué hace, qué piensa, para qué
sirve?
Su etopeya constituirá un capítulo básico de la psicología y
de la moral.
De El hombre mediocre (CAPÍTULO I.II – EL HOMBRE
MEDIOCRE)
Selección y
transcripción: Agensur.info
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