lunes, 8 de mayo de 2017

Los femicidas no nacen, se hacen

Por Sergio Sinay (*)

Un día Araceli, otro día Micaela. Más nombres se disuelven en el olvido colectivo con prontitud. Siempre una más. Siempre las mismas reacciones catárticas o moralistas, las campañas oportunistas que simulan tomar el toro por las astas mientras el toro pasta tranquilo y sin temor. Detrás de cada femicidio hay una compleja trama de factores que ninguna de las reacciones descritas aborda.

Los femicidas no son extraterrestres ni invasores que vienen a turbar nuestra vida pacífica. Vivimos en una sociedad violenta y anómica. Y machista. El machismo y el patriarcado devastador no se eliminan con discursos, con declaraciones, con avisos publicitarios, con careteadas para la tribuna ni diseñando artificialmente (como una moda más) un “nuevo hombre sensible”. El machismo está en la política, en los negocios, en las organizaciones, en los estadios, en la calle, en los aprietes, en las barras bravas, en el lenguaje (mujeres que se tratan alegremente de “boludas” o “hijas de puta” entre sí, revelan esa penetración), en la manera de conducir autos, en el modo de resolver conflictos, en las fuerzas de seguridad, en la Justicia. Como el agua, llega a todos los resquicios. Es el agua en la que, como peces sociales, vivimos.

La socialización del varón en un medio así (con estereotipos de género que siguen firmes, aunque se disimulen bajo gruesas capas de maquillaje) inculca la violencia como forma de control. Y la necesidad de control nutre la violencia contra las mujeres. Los psicólogos Neil Jacobson (1949-1999) y John Gottman, de la Universidad de Washington, produjeron al respecto uno de los trabajos más serios, fundamentados e implacables, que, lejos de todo diletantismo academicista o intelectual, va directo al grano. Se titula, lisa y llanamente, Hombres que agreden a sus mujeres (Paidós, 2001). Allí describen a dos tipos de violentos. Uno es el cobra, un psicópata asocial, abusador físico y emocional, que no reconoce límites y (aunque pida perdón falsamente) ve en la mujer un objeto de uso descartable. No reconoce emociones y viene de familias en las que el abuso, la violencia y la ausencia de cariño y de respeto fueron norma. El otro es el pitbull, que depende emocionalmente de su mujer, teme a lo femenino, teme ser abandonado y por ello sobreactúa el control, la posesión, los celos y la paranoia. Aunque parezca menos violento, puede y suele pasar de la agresión emocional al asesinato. Una sociedad en la que cobras y pitbulls andan sueltos en abundancia debería reconocerlos como síntomas de la extensión y la prevalencia de modelos familiares y sociales menos idílicos y bastante más tóxicos de lo que se pregona.

Si alguien golpeara a un desconocido, tendría una sanción inmediata y, según los efectos, podría ser muy dura. Sin embargo, cuando un violento golpea a una mujer hay tolerancia legal y a menudo social, indican Jacobson y Gottman. Dictarle exclusión es tolerancia, no hacer caso a denuncias es tolerancia, pensar que es un enfermo que necesita tratamiento psicoterapéutico es tolerancia. Tolerancia de lo intolerable. Acaso porque, aun en mentes supuestamente evolucionadas, subyace la idea oscuramente machista de que una mujer agredida provocó de algún modo (palabra, vestimenta, gestos) a su agresor o asesino. Mientras se piense que esta violencia es “de otro tipo” o que es menos grave que la sufrida por cualquier persona a manos de un ladrón, un asesino o un psicópata cualquiera, más mujeres morirán a manos no de desconocidos, sino de maridos, novios, ex novios o ex maridos, como bien señalan Jacobson y Gottman.

Muchos femicidas se gradúan de tales tras haber llegado a la conclusión de que no serían castigados o recibirían castigos leves. Lo aprendieron de la experiencia, abonada por la desidia legal, política y policial, por la indiferencia social, por la protección (voluntaria o no) familiar. Son, en fin, el producto trágico y extremo de una cultura y una sociedad en las que la violencia y la anomia se naturalizaron y recorren, sin discriminar, todas las capas sociales. En algunas aparecen sin velos; en otras se disimulan mejor.

(*) Escritor y periodista

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