Por Javier Marías |
Una de las más empecinadas manías de los críticos
españoles actuales invita a pensar que se han educado en la lectura de novelas
policiacas, en las cuales –se supone– cualquier personaje, cualquier episodio,
cualquier detalle han de tener una misión y un sentido; o, dicho más a las
claras, han de constituir una pista. (También parecen haberse formado en Chéjov
y en su conocida y estúpida lección: si al comienzo de un relato aparece un
clavo, tiene que ser el clavo del que al final se cuelgue el protagonista.)
La
apelación continua a los “necesario”, a la “pertinencia” de todos los
elementos, a la simplona “unidad” de las narraciones, es una de las más
escandalosas pruebas de la miopía presente e histórica que aqueja a esos
críticos, dominados por una concepción utilitarista de la literatura. Si hay un
modelo de novelista moderno, ese es Cervantes, quizá con el precedente de
Rabelais y la estela de Sterne. En esos tres autores se da todo menos esa
supuesta “unidad” convencional, y sus obras están literalmente plagadas de
episodios que no son necesarios ni pertinentes al relato: en el caso del Quijote no se trata sólo de la famosa, criticada y
por lo demás fundamental interpolación de “El curioso impertinente”, sino de la
mayoría de las aventuras contadas, que casi nunca añaden nada ni al conjunto de
la historia ni a la personalidad de Don Quijote y Sancho. Las mejores novelas
de nuestra tradición, de Cervantes a Proust, de Sterne a Faulkner, de Conrad a
Nabokov, son por el contrario divagatorias, están llenas de rodeos y desvíos,
de digresiones, de lo que esos críticos llamarían “elementos gratuitos” y no lo
son en modo alguno, sino que constituyen la configuración misma de sus mundos.
Lo importante de una novela es su discurrir, no su fin ni tampoco lo que conduce
en línea recta hasta ese fin.
Pero lo más sorprendente es comprobar que ni
siquiera las mejores obras de esa tradición policiaca se ajustan a los
requisitos de esos reseñadores tan unitarios y tan cortos de vista, y ello
resulta particularmente llamativo en Dashiell Hammett, de cuyo nacimiento se
cumple ahora el centenario. Bien es verdad que para sus novelas se han buscando
términos alternativos al de “policiacas”, pero no es menos cierto que en ellas
suele haber una búsqueda y más de un asesinato, un descubrimiento, una misión
que cumplir o un caso que resolver, por lo que podrían incluirse en el género
sin demasiadas objeciones, aunque también lo trasciendan. Pues bien, habiendo
pasado Hammett a la historia como uno de los autores más perfectos e
influyentes de la novela detectivesca, es curioso comprobar cómo ni siquiera en
él la intriga o trama tiene la menor importancia, cómo la resolución es algo
enteramente secundario, cómo los cabos sueltos o los “caprichos” o los
episodios “impertinentes” son el verdadero entramado y la verdadera alma de sus
ficciones, cómo son obras que asimismo dependen mucho más del discurrir y de la
voz que cuenta que de los hechos narrados, que por sí solos no significan gran
cosa y podrían ser intercambiables con los de tantas otras novelas y películas.
En Hammett lo que invita a prestar atención y seguir leyendo no es la
curiosidad ni es el hilo argumental, por lo común tan enrevesado y oculto
–tapado– que hasta resulta a veces arduo seguirlo (tan trivial también, a la
postre); no es la averiguación ni el deseo de “saber”, pues lo último que se
recuerda de sus novelas y cuentos es el desenlace. Por el contrario, lo que
queda en la memoria es justamente aquello que más de un crítico consideraría
prescindible o aleatorio: la atmósfera, la caracterización de los tipos, el
diálogo rápido y cortante y tan a menudo inútil, el adjetivo insólito o bien de
una precisión heladora, el detalle (“En el arte elevado y en la ciencia pura el
detalle lo es todo”, dijo Nabokov). Lo que queda de Hammett es lo mismo que
queda tras la lectura de las grandes novelas: una voz, un tono, una escena, un
gesto, la manera en que alguien habló o sostuvo un cigarrillo o se ladeó el
sombrero, la sequedad de unas frases o la muerte de un perro.
Acabo de leer su novelita Woman in the Dark (Una mujer en la oscuridad,
Debate), y apenas cerrado el volumen ya empiezo a olvidar de qué trataba, lo
que sucedió a los personajes y por qué se los perseguía: nada de eso importó
más que mientras la estaba leyendo, y aun entonces
bastante poco. Sin embargo, sé que hay dos cosas que no olvidaré, y la primera
de ellas es tal vez la que más interesó al propio Hammett, habida cuenta de que
en ningún momento emplea más líneas y pone más afán en describir algo, a saber:
la imagen inicial, en la cual se relata cómo una mujer de la que aún no sabemos
nada se tuerce el tobillo, pierde un tacón y cae al suelo: “El viento que
soplaba colina abajo desde el sur, azotando a los árboles junto a la carretera,
convirtió su exclamación en un susurro y le arrebató el pañuelo, que fue a
adentrarse en la oscuridad”.* La segunda es la muerte de ese perro que he mencionado:
con sobriedad o más bien frialdad, como es habitual en Hammett, se cuenta cómo
un hombre acerca la boca de su pistola a la oreja del animal y le atraviesa la
cabeza de un balazo. Lo que sin embargo hiela la sangre y aún resuena en mi
memoria es una frase aún más breve, que llega unas cuantas líneas después,
durante las cuales han proseguido la acción y el diálogo de los personajes. Es
entonces cuando Hammett intercala de pronto esto: “Las patas del perro dejaron
de moverse”. Como he dicho, no recordaré la trama ni los motivos ni los nombres
ni la curiosidad sentida durante la lectura, idéntica en sí misma a tantas
otras curiosidades que no dejan ninguna huella una vez satisfechas. Pero en
cambio es seguro que no olvidaré los detalles impertinentes que son la marca
del gran novelista, policiaco o no, y Hammett lo era y a la vez no lo era. No
olvidaré ese pañuelo adentrado en la oscuridad de viento ni las patas de ese
perro que, para mi espanto, se estuvieron moviendo durante un rato si que yo lo
supiera hasta que se pararon.
* La traducción es mía, no de la edición española
Texto
de Javier Marías incluido en Literatura y fantasma (Alfaguara, 2001;
DeBolsillo, 2009).
© XL Semanal
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