domingo, 7 de mayo de 2017

La política en tiempos de post-verdad

Por James Neilson
Para que Cambiemos haga una buena elección en octubre, Mauricio Macri tendrá que convencer a la gente de que es una buena persona. Es así de sencillo. Lo demás importa poco. Sólo a una minoría reducida le interesan asuntos como la eventual coherencia del proyecto económico del Gobierno, el que, los lamentos desgarradores de los fabricantes locales no obstante, la Argentina siga siendo uno de los países más cerrados del planeta y que por lo tanto convendría abrirla, el aumento notable del gasto asistencial y así, largamente, por el estilo.

Al difundirse la sospecha de que las abstracciones ideológicas no guardan relación con la realidad, los políticos se suponen obligados a llamar la atención a sus hipotéticas cualidades personales. Puesto que, merced a la influencia norteamericana, vivimos en una edad terapéutica, los más exitosos ya no agregan a su nombre “conducción” cuando tratan de impresionar al electorado; aluden a su “sensibilidad”.

Según los lexicógrafos de Oxford que hace poco hicieron de “post-verdad” la palabra del año, el neologismo sirve para denotar “circunstancias en las que los hechos objetivos tienen menor influencia en la formación de la opinión pública que los llamamientos a la emoción y a la creencia personal”. Como buenos progres, los académicos oxfordianos pensaban en las campañas libradas por los partidarios del Brexit y por Donald Trump, pero tales personajes no son los únicos que anteponen lo subjetivo a lo objetivo por entender que, obrando así, podrán superar a sus rivales. Antes bien, se trata de una tendencia universal, acaso porque en todos los países la verdad incluye elementos tan alarmantes que para un político ambicioso asumirla sería suicida.

Aquí, lo que más cuenta es la presunta sensibilidad social de los dirigentes. Si logran hacer pensar que les duele muchísimo la miseria en que se han hundido millones de compatriotas, podrán mitigar el impacto negativo que de otro modo tendrían para los responsables de provocarlos fenómenos tan destructivos como la inflación, la corrupción galopante y el desempleo. Lo entendieron muy bien los kirchneristas: para desconcierto de sus adversarios, supieron hacer de su capacidad para sembrar pobreza una carta de triunfo al imputar sus propios fracasos a la malicia ajena y asegurarnos que eran amigos naturales de las víctimas de la mezquindad de elites congénitamente neoliberales que disfrutaban haciendo sufrir a los débiles.

A pesar de las consecuencias concretas de lo que hicieron Néstor, Cristina y sus cortesanos en los más de doce años que ganaron, para no hablar del enriquecimiento obsceno de ciertos individuos estrechamente vinculados con el poder, todavía no se ha roto por completo el nexo emotivo que los relaciona con millones de habitantes del conurbano y otros distritos paupérrimos que siguen siéndoles leales, además de una franja con ciertas pretensiones intelectuales.

A juzgar por los números, conforme a las pautas tradicionales, el gobierno de Macri es más izquierdista que derechista. Para desazón de los economistas ortodoxos, privilegia lo social por encima de lo empresarial. Sin embargo, sus esfuerzos en tal sentido no le han permitido liberarse de la imagen de ser un “gobierno de los ricos”, uno dominado por CEOs despiadados, sujetos con diplomas conseguidos en universidades anglosajonas, que subordina absolutamente todo al bienestar de una fracción minúscula de la población. Para muchas agrupaciones opositoras, se trata del talón de Aquiles de Cambiemos, razón por la que pasan por alto los hechos para insistir en acusar a Macri de querer depauperar aún más a los humildes, de despreciar a los trabajadores comunes, de continuar agrandando una “brecha social” que a todas luces ya es excesiva.

¿Qué harían tales luchadores sociales para que la Argentina fuera un país más equitativo? No tienen la más mínima idea. Se limitan a hablar de lo perverso que a su parecer es el “rumbo” actual sin entrar en detalles acerca de las medidas que ellos mismos tomarían para corregirlo. Resolver los problemas del país no figura entre sus prioridades; lo que más quieren es continuar formando parte de la gran clase política nacional.

Felizmente para Macri, se ve acompañado por dos señoras que, de acuerdo común, sí son buenas personas: María Eugenia Vidal y Elisa Carrió. El valor político de la gobernadora Mariú depende menos de sus dotes administrativas que de la confianza que depositan en ella millones de bonaerenses. La creen honesta, valiente y, sobre todo, solidaria. En cuanto a Carrió, es toda una autoridad moral; su única rival en este ámbito es Margarita Stolbizer, de ahí la voluntad de Sergio Massa de mantenerla a su lado. Es su Lilita personal. Si no fuera por Vidal y Carrió, las perspectivas electorales frente a Cambiemos sería sombrías.

Desde el punto de vista de los fascinados por las presuntas diferencias ideológicas que a su juicio deberían existir entre los movimientos en pugna, los dramas políticos actuales sólo motivan fastidio. Por cierto, no les gustan para nada que los macristas, afirmándose pragmáticos, se resistan a permitirse encasillar en el lugar que en su opinión les corresponde en el esquema basado en la disposición de asientos en la Asamblea Nacional durante la Revolución Francesa. Para indignación de quienes ven la realidad a través de un prisma ideólogo, Macri y sus colaboradores se suponen más allá de preocupaciones tan arcaicas, ya que han aprendido del peronismo que es más que suficiente encarnar un sentimiento difuso e inasible. Apuestan a que una parte sustancial del país termine compartiendo el suyo por ser uno más apropiado para los tiempos que corren que el reivindicado por quienes sienten tanta nostalgia por las luchas de hace más de medio siglo que están resueltos a impedir que el país las deje atrás. Aunque Macri quisiera seducir a representantes de “la cultura” que siguen tomando en serio las interpretaciones ideológicas del melodrama nacional, ya sabrá que no le será dado hacerlo.

El tira y afloje entre los paladines de un futuro incierto y los comprometidos con un pasado deprimente, colmado de frustraciones, es el tema principal de la política actual. Si bien a esta altura sería difícil negar que el “modelo” peronista o populista haya fracasado de manera calamitosa, duró tantas décadas que buena parte de la clase política nacional se formó en sus entrañas. Con todo, si bien parecería que el grueso de la ciudadanía ha llegado a la conclusión de que sería peor que inútil probar suerte una vez más con otra variante corporativista del tipo propuesto por los jefes sindicalistas vitalicios y algunos legisladores peronistas fogosos, muchos tienen motivos de sobra para desconfiar de su propia capacidad para prosperar en el marco de un “modelo” que en teoría sería decididamente más promisorio. Luego de pensarlo, prefieren aferrarse a lo conocido a abandonarlo con la esperanza de encontrar algo mejor.

Las circunstancias internacionales no ayudan a los macristas. En el mundo desarrollado abundan pensadores y propagandistas muy influyentes que se especializan en denunciar lo terrible que es lo que llaman neoliberalismo, pero cuando el electorado da a sus seguidores una oportunidad para sustituirlo por algo presuntamente más humanitario, estos se las arreglan para provocar desastres todavía más penosos, razón por la que en algunos países europeos el socialismo democrático está en vías de extinción. Si bien el sentimiento macrista, que tiene mucho en común con el socialdemócrata, es claramente más “moderno” que el peronista, de implementarse los cambios previstos por los estrategas gubernamentales, ellos podrían resultar ser casi tan anacrónicos como los propuestos por sus contrincantes.

El ingeniero Macri y quienes comparten su ideario sueñan con un país en que, la educación mediante, todos estén en condiciones de conseguir empleos “de calidad” que les permitan aportar al bienestar del conjunto. En 1980, digamos, tal planteo pudo considerarse realista, pero, por desgracia, hoy en día dista de serlo. Uno de los problemas más acuciantes del mundo actual consiste precisamente en la desaparición de empleos adecuadamente remunerados para quienes carecen de calificaciones o aptitudes excepcionales, o sea, a hombres y mujeres como muchos estatales de provincias feudales y los seis millones que, según el ministro de Trabajo Jorge Triaca, están en negro o desocupados. Lo mismo que en los demás países, aquí los gobiernos se ven constreñidos a elegir entre una economía apta para la población que efectivamente existe por un lado y, por el otro, una que a buen seguro sería mucho más eficiente pero que dejaría marginados a quienes no logren adaptarse. Así las cosas, la modernidad macrista ya parece un tanto anticuada.

En buena lógica, los integrantes de la clase política nacional deberían tratar de preparar el país para enfrentar los desafíos que los años venideros le tienen reservado, pero muchos entienden que les convendría más hablar como si muy poco hubiera cambiado desde mediados del siglo pasado. Sucede que no sólo en la Argentina sino también en Estados Unidos y Europa, es tan fuerte la nostalgia por épocas ya idas en las que parecía legítimo dar por descontado que el futuro sería mejor que el presente, que quienes se proponen restaurarlas suelen correr con ventaja.

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