Por Gustavo González |
Hay una utopía de la verdad. Desde el principio de los
tiempos, quien logra convencer a los demás de que posee la verdad tiene poder.
El poder de contar lo que pasó y lo que está pasando. El poder de que, si sabe
eso, quizá conozca el futuro.
Los periodistas cobran por buscar verdades. Los empresarios
pagan por encontrarlas. Los políticos dan la vida por convencer a los demás de
que ya las tienen.
Pero las verdades verdaderas son excepcionales. Lo que
sucede es que, en el afán de descubrir verdades, lo que se suele obtener en el
camino son interpretaciones. Verdad termina siendo lo que la mayoría cree que
es, y las mayorías tienen el hábito de cambiar de opinión con el tiempo.
Montesquieu decía que lo que es verdad en una época es error en otra.
Hasta Colón, todos sabían que la Tierra era plana. Hasta
Galileo, que el Sol y los planetas giraban en torno a la Tierra. Hasta Darwin,
a nadie se le ocurría que los hombres descendieran de los monos.
En Corea del Norte, se enseña que su extinto líder Kim
Jong-il fue el inventor de las hamburguesas y que el día de su natalicio se
festeja en las grandes ciudades del mundo.
En los Estados Unidos, el 11% está convencido de que el
hombre nunca llegó a la Luna. En Venezuela, la mitad le creyó a Chávez cuando
aseguró que su cáncer había sido inoculado por el imperio norteamericano. En la
Argentina, durante años una parte de la población repetía que casi no había inflación,
porque no podía creer que el Indec mintiera. Y otra parte aún piensa que
Cristina no se recibió de abogada, aunque se haya demostrado lo contrario.
El poder del hechicero. Entonces, si las verdades pueden ser
circunstanciales o diferir según el lugar donde se cuentan, lo que vale es la
voz del que interpreta los hechos. Quien imponga como veraz el relato será el
hechicero aceptado por la tribu.
Los gobiernos lo saben bien: si no logran narrar la
historia, otros lo harán por ellos, y nunca será tan bonita como la oficial. Y
no se trata de imaginar mentes perversas que intentan someter a un pueblo.
Pueden ser gobernantes que se creen hacedores de buenas noticias y pretenden
que todos las conozcan y aprueben. Néstor y Cristina Kirchner soñaron un mundo
sin periodistas. Se comunicaban sin intermediaciones molestas desde las
tribunas, los medios oficiales y las cadenas nacionales. En los primeros años
K, la verdad mayoritariamente aceptada fue la de funcionarios honestos, líderes
que siempre militaron por los derechos humanos y respetuosos de la libertad de
expresión.
El ADN macrista es más liberal y no supone ese control
mediático. Pero, como otros gobiernos, conserva la tentación de evitar
intermediarios en la comunicación con “la gente”. Además, supone que las redes
sociales son el aporte que la tecnología acercó para tal fin.
Con razón, entiende que con las redes y los celulares la
comunicación licuó lo que parecía estable y permanente. Jaime Duran Barba
explica que debido a eso “la construcción de símbolos dejó de ser patrimonio de
las élites y se puso al alcance de todas las personas”. La mayoría vive
conectada, dando a conocer cada instante de su vida y filmando todo. Existen
863 millones de sitios. Facebook tiene 1.600 millones de usuarios. Twitter, 350
millones. WhatsApp, 1.200 millones. YouTube, mil millones. Un porcentaje
importante de la Humanidad cuenta sus historias en las redes o replica las de
los demás.
De hecho, hay miles de millones de personas en el mundo que
por primera vez toman contacto directo y diario a través de esas redes con las
voces de quienes los gobiernan. Antes sólo las escuchaban a través de los
noticieros, tres veces por día. Viven en lugares donde no llegaban –ni llegan–
los políticos ni los medios de comunicación. Para esas poblaciones, no había ni
hay dilemas sobre la intermediación. Se enteran de los que le cuentan por
internet.
Pero una cosa es contar y otra es instalar un relato con
garantía de veracidad. Esa es la batalla que libran desde siempre los líderes
políticos, pero hoy no sólo compiten con la intermediación de los periodistas,
o de los analistas en general, sino con una sociedad que lleva adherido en su
mano un celular capaz de probar o desmentir a un policía o un ministro.
La foto que ilustra esta nota es la del choque entre
policías y docentes, cuando éstos pretendían instalar la “escuela itinerante”
frente al Congreso. Las autoridades quisieron imponer el relato de que los
sindicalistas no habían pedido permiso para instalarla, que muchos ni siquiera
eran docentes y que habían herido a varios policías. La lucha por el relato
duró pocas horas. Ganaron los maestros: “Los policías ejercieron una brutal
represión, que recordó a la época de la dictadura, sobre maestros pacíficos que
intentaban expresar pedagógicamente su reclamo gremial”.
Las imágenes que “probaron” eso fueron tomadas por los
sindicalistas y no eran muy nítidas, pero alcanzaban para ver a uniformados
avanzar con sus escudos y palos.
Los gremialistas pueden haber perdido la batalla
comunicacional de las paritarias frente a una gobernadora con el 65% de imagen
positiva, pero la opinión pública mayoritaria tiene posición tomada sobre
quiénes son los malos y los buenos en una refriega entre policías y maestros.
Trump, Cristina y Macri entienden la importancia de las
redes para comunicarse directamente con los ciudadanos y confían en su poder de
transmisión. Pero parecen dudar de su real capacidad de instalación.
El estadounidense hizo campaña en Twitter, pero debate sobre
la veracidad de su relato con el New York Times y el Washington Post, que le
lleva contabilizadas 194 mentiras desde que asumió.
Los Kirchner fueron pioneros en comunicación directa, pero
vivieron obsesionados con los medios tradicionales, primero con Perfil y luego con Clarín.
Macri cuenta con el equipo más profesionalizado de
comunicadores digitales, pero antes de su último discurso en el Congreso llamó
a doce periodistas para comprender mejor por qué los diarios lo criticaban
tanto.
No son sólo ellos los que dudan de las redes como
instaladoras definitivas de verdades. Facebook y Twitter están preocupados
porque su crecimiento se estanca mientras son inundados por contenido basura,
mensajes intrascendentes y simples mentiras. El mismo creador de FB, Mark
Zuckerberg, considera que las redes no lo pueden todo: para entender a los
demócratas desencantados, esta semana salió a timbrear en casas.
El relato M. Cuando Macri se lanzó a la política, y durante
mucho tiempo, su imagen negativa no bajaba del 70%. En los estudios
cualitativos de sus expertos, los encuestados lo describían como soberbio,
inescrupuloso, menemista e hijo de un empresario que se hizo rico con los
militares y con Menem.
Diez años después,
ese hombre llegó a Presidente. Ahora, los estudios cualitativos del oficialismo
lo describen distinto: “Es eficiente”, “Se equivoca, pero no tiene problema en
reconocerlo”, “Con la plata que tiene, no necesita robar”, “Es el que puede
terminar de una vez con el kirchnerismo”.
En el medio pasó que la narración dramática del kirchnerismo
se convirtió en parodia. Eso tal vez no hubiera sucedido si no fuera porque la
crisis económica le quitó tolerancia a una mayoría que descubrió que las que
antes resultaban verdades épicas se habían convertido en mentiras intolerables.
Las imágenes de kirchneristas contando dinero o ingresando bolsos con dólares a
un convento hicieron el resto.
El macrismo está luchando por imponer el relato de un
gobierno de personas razonables dispuestas a acabar con la corrupción y
gestionar con eficiencia, que quieren un país “normal”, integrado al mundo y
con un crecimiento económico menor pero sostenible. Si no hubieran ganado,
dicen, Argentina sería Venezuela. Si les va mal, volverá el populismo. Y
volverá Ella.
Para imponerse, los relatos se deben asentar en hechos que
sean percibidos como verosímiles. Los Kirchner no inventaron que durante años
el país que manejaron creció a tasas chinas. El macrismo tampoco inventó a José
López, Lázaro Báez o Ricardo Jaime, ni el descontrol económico que heredó.
Pero imponer un relato de época como lo tuvieron el alfonsinismo,
el menemismo o el kirchnerismo es otra cosa. Hasta ahora el Gobierno logró
instalar la disyuntiva de “nosotros o el pasado” para que al votante de octubre
no lo guíe la economía sino la memoria.
El problema es que si la economía no termina de arrancar,
tarde o temprano el centro neurálgico del cuerpo social pasará de la cabeza al
bolsillo. Entonces, difícilmente alcancen los planes comunicacionales, las
redes sociales y los CEO no contaminados con la vieja política.
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