En su discurso, el
escritor y periodista destacó “el
articulismo como una de las bellas artes” y dijo que lo mejor
de la literatura actual “se escribe en los diarios”.
articulismo como una de las bellas artes” y dijo que lo mejor
de la literatura actual “se escribe en los diarios”.
Jorge Fernández Díaz, académico de número de la Academia Argentina de Letras. (Foto: La Nación) |
Nacionales - Jorge
Fernández Díaz asumió el jueves como académico de número de la Academia
Argentina de Letras, durante un acto realizado en la sede porteña del Palacio
Errázuriz, ubicado en avenida del Libertador 1902, en el barrio porteño de
Palermo.
El escritor y periodista reivindicó el rol del periodismo
actual en un su discurso de aceptación, sobre "el articulismo como una de
las bellas artes". En su alocución, cual aseveró que "lo mejor de la
literatura moderna se está escribiendo en los diarios".
Fernández Díaz destacó "un verdadero suceso de las
letras que en la actualidad es protagonizado por las grandes plumas del
idioma", como Javier Marías, Javier Cercas, Rosa Montero o Almúdena
Grandes en Europa y Beatriz Sarlo, Leila Guerriero, Fabián Casas o Martín
Caparrós en Latinoamérica. Escritores que, afirmó, "ennoblecen el género
con textos agudos, bellos o memorables que en algunos casos resultan
imperecederos, terminan compilados en libros y pueden ser leídos como lo que
son: capítulos mayores del análisis y la observación".
En el acto estuvieron presentes el ministro de Cultura de la
Nación, Pablo Avelluto; el escritor español Arturo Pérez-Reverte; el secretario
de Medios Públicos, Jorge Sigal y el ministro de Educación Nacional, Esteban
Bullrich, entre otros, según informó la agencia Télam.
El siguiente es el discurso que Jorge Fernández Díaz leyó
esta tarde en la recepción de la Academia Argentina de Letras.
Ciertos críticos ya lo
han advertido, aunque con sospechosa timidez: lo mejor de la literatura moderna
se está escribiendo en los diarios. Esta aseveración polémica pero verosímil ha
sido, sin embargo, poco analizada, y suele quedar asociada al fenómeno de la
crónica o el reportaje novelado, que el Nuevo Periodismo de Tom Wolfe ya había
canonizado, que las grandes publicaciones buscan una y otra vez resucitar con
suerte diversa y que algunos suplementos quieren convertir de un modo erróneo y
forzado en el "nuevo boom latinoamericano". Desde Truman Capote, Gay
Talese y Norman Mailer está claro que la no ficción, cuando es tratada de una
manera excelsa, constituye una forma artística tan portentosa como la novela o
el cuento. Pero existe otra intervención literaria fundamental en el periódico,
y es el articulismo de costumbres y de opinión, verdadero suceso de las letras
que en la actualidad es protagonizado por las grandes plumas del idioma.
Escritores prestigiosos practican esa forma breve e impresionista: Javier
Marías, Arturo Pérez-Reverte, Manuel Vicent, Javier Cercas, Rosa Montero,
Almudena Grandes y Fernando Savater en España han retomado la larga y rica
tradición de Mariano Larra, Julio Camba, Azorín, Pío Baroja y Miguel de
Unamuno. Lo propio ha ocurrido, aunque con características algo diferenciadas,
en América latina, y especialmente en nuestro país, donde Tomás Abraham,
Beatriz Sarlo, Martín Caparrós, Santiago Kovadloff, Luis Alberto Romero, Jorge
Fontevecchia, Marcelo Birmajer, Leila Guerriero, Daniel Guebel y Fabián Casas,
por solo nombrar a diez de los muchos, ennoblecen el género con textos agudos,
bellos o memorables que en algunos casos resultan imperecederos, terminan
compilados en libros y pueden ser leídos como lo que son: capítulos mayores del
análisis y la observación. Tal vez la sospechosa timidez de aquellos críticos
tenga que ver con esta paradoja: los libros de artículos de ciertos novelistas,
sociólogos, poetas, investigadores o filósofos serán más valiosos en el futuro
que sus propias novelas, poemarios y tratados. Esta ironía del destino hace
pensar un poco en Discépolo, que dijo: "Me pasé la vida haciendo mis
tanguitos mientras intentaba escribir mi gran obra. Hasta que por fin me di
cuenta de que mi gran obra eran los tanguitos".
Más notas para
entender este tema
La Academia dio la
bienvenida a un gran retratista de su tiempo
La reflexión, traída
al campo del articulismo, alude al equívoco sesgo marginal que tienen esas
piezas en la caudalosa producción de todo escritor que se precie. Sus autores
consiguen con esas notas periódicas estipendio y popularidad, pero en el fondo
sólo las consideran un subproducto, puente o remolcador hacia su "obra
mayor", sin entender que al atarse semanalmente a una columna se han
transformado sin quererlo en ensayistas de hecho y derecho; se han consagrado a
dar a conocer una suerte de diario íntimo de viaje por la vida, la política, la
cultura, la sociedad de sus tiempos, y también a elaborar una prosa con estilo
específico y depurado que lo haga legible. Existen, por supuesto, escritores
que tienen más claro esto. Tomás Abraham denominó a su producción de prensa
"pensamiento rápido", y siguiendo a los grandes popes de la filosofía
la ha ido incorporado de un modo regular y corriente a sus libros centrales. No
hace otra cosa que lo que se ha hecho desde la génesis del articulismo, que por
cierto se confunde con la historia misma del ensayo.
Vale la pena
detenernos en esa génesis y luego en su fascinante evolución para comprender
por qué el artículo creativo tiene más que ver con la literatura que con el
periodismo profesional.
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En su magnífico libro
Pensar por ensayos, Jordi Gracia y Domingo Ródenas de Moya señalan con
precisión al padre de todos los articulistas: Michel de Montaigne, intelectual
cuyo propósito explícito consiste en producir una prosa que mixtura la
subjetividad con la lucidez, que funda de hecho toda una literatura ensayística
ligada a los periódicos y las revistas, y que hoy sigue definiendo el modus
operandi de los articulistas de primer orden. Montaigne crea la idea de un
dispositivo literario de "experiencias" y de un cruce (cito)
"entre el pensamiento heterodoxo y la escritura confesional exonerada de
culpa". Esta escritura pensante y personal fue asimilada por Francis Bacon
y contrapuesta más adelante por John Locke, que se inclinaba por un ensayo más
sistemático y extenso: la llamada línea tratadista. Según Gracia y Ródenas de
Moya, la prosa de ideas privilegió en Francia "el espíritu racionalmente
didáctico, mientras que la enseñanza de Montaigne, aquella dicción familiar y
cálida, marcada intensamente por el yo del autor, la curiosidad inespecífica y
la suave ironía, la flexibilidad de una escritura que se desvía de lo
especulativo a lo narrativo, de lo concreto a lo abstracto y viceversa, fue
recogida en Inglaterra y se diría que fue convertida en patrimonio de los
escritores ingleses".
Hacia 1711 esa prosa
amena y cívica, "destinada a una clase media en formación, volcada a la
construcción de una sociabilidad del conocimiento" se encontraba en la
prensa. Hay muchas publicaciones de la época que así lo testimonian, pero entre
todas destaca por supuesto la inteligencia de Samuel Johnson, que escribió cien
ensayos en Universal Chronicle. La alianza entre la prensa y el ensayo
informal, dicen los autores, se había sellado. Y el artículo quedó definido
así: "Comentario o meditación personal sobre cualquier asunto, sin
importar su alcurnia o su banalidad, escrito en un estilo conversacional pero
elegante, desenfadado y antidogmático". Lo que no excluía furiosas
diatribas contra la injusticia social ni la sátira, elemento donde brilló
Johnathan Swift. El propio Samuel Johnson escribió sobre el articulista en
ciernes. Lo cito:
Rehúye los
impedimentos a los que se expondría una obra extensa; rara vez fatiga su razón
en largas series de consecuencias o empeña sus ojos en minuciosas lecturas de
libros antiguos o carga su memoria con inmensas acumulaciones de conocimiento
preparatorio. Un vistazo descuidado a un autor favorito, un breve sondeo a las
variedades de la vida son suficientes para proporcionar la primera vislumbre o
idea seminal que, acrecentada gradualmente por la materia almacenada en la
mente, crece al calor de la imaginación hasta florecer e incluso, a veces,
hasta producir frutos.
Damas y caballeros, el
artículo popular moderno sigue todavía en la actualidad aquel añejo mandato.
Más adelante David
Hume haría la distinción entre los "ilustradores", pensadores de
largo aliento, y los "conversadores", aquellos que se permitían
pensar en público. Nacía el término "ensayista". Aunque como una
suerte de sinónimo anticipado del vocablo "articulista", puesto que
el ensayista de aquellas épocas solo lo era en tanto y en cuanto divulgaba sus
escritos en los medios. Borges, que fue un excepcional articulista y que nunca
tuvo reparos en incluir sus colaboraciones dentro de sus libros de ensayo,
admiraba a los escritores que incursionaban en la materia: Coleridge, De
Quincey, Carlyle, Stevenson, Wilde y Chesterton. Y también fueron de la partida
Rouseau, Stendhal, Baudelaire, Mallarmé, Valéry y Gide.
Tardíamente, los
españoles se sumaron a la tendencia, pero cuando lo hicieron generaron una
tradición fuerte, rica, perenne y mutante. A ese fenómeno debemos grandes
libros que recogerían intensas colaboraciones periodísticas, como Del
sentimiento trágico de la vida, de Unamuno o La rebelión de las masas, de
Ortega y Gasset. Recuerda Mario Vargas Llosa aquel tiempo en que el periodismo
y la literatura se confundían, y cómo había fracasado en leer la gran obra de
Cervantes hasta que se topó con un pequeño libro, que para él resultó una obra
maestra y que también constituía una compilación de artículos de prensa. Su
autor es Azorín y ese libro se llamaba La ruta de Don Quijote. Vargas Llosa, uno
de los grandes articulistas de los últimos cincuenta años, recuerda que esas
notas de Azorín le produjeron tanto entusiasmo que ya no pudo sino leer
finalmente "El Quijote".
Pero el patriarca de
todas esas figuras fue sin duda Mariano José de Larra, muy apreciado en su
momento por Sarmiento, Alberdi y Mansilla, y más tarde por Arlt y por Borges.
Hoy es un clásico indiscutido de las letras en español. Resulta interesante ver
cómo en sus "artículos de costumbres", ese genial observador puntualiza
no sin irónica modestia cómo proceden los miembros de ese nuevo club de
"escritores del día". Lo cito:
No seguimos método, ni
observamos orden, ni hacemos sino saltar de una materia en otra, como aquel que
no entiende ninguna (.) ya denunciando a la pública indignación necios y
viciosos, ya afectando conocimientos del mundo en aplicaciones generales frías
e insípidas. Efectivamente, tal es nuestro plan, en parte hijo de nuestro
conocimiento del público, en parte hijo de nuestra nulidad.
La influencia de
Montaigne, de Russeau, de Burke, del propio Larra, cada uno en su tiempo y a su
manera, sería también crucial en el Río de la Plata. Entre los patriotas de la
Revolución de Mayo, Moreno propicia la traducción de El contrato social; Monteagudo
lee las críticas de Burke a la Revolución Francesa; Belgrano estudia a Voltaire
y a Montesquieu. San Martín, ya en plena guerra de la independencia, es devoto
de los articulistas de la Ilustración, y sucesivamente Rivadavia y Rosas
utilizan los servicios de un polemista y polígrafo napolitano afincado en
nuestras pampas: el articulista Pedro de Angelis, que protagonizó una
encarnizada batalla cultural por las ideas rosistas y que hasta Mitre indultó
por su admirable inteligencia.
De Angelis es citado por
Horacio González en su extraordinaria y controvertida Historia conjetural del
periodismo, obra que vincula el origen de ese oficio con los partes de guerra,
y que para deslegitimar la condición objetiva sugiere la posibilidad de que
nunca haya abandonado del todo esa característica fundida a fuego en su matriz.
El vínculo entre guerra y política conduce al periodismo de combate, en tiempo
de paz y en tiempo de conflagraciones internas, en esos interregnos definidos
por Altamirano como "las guerras civiles del espíritu", algo de
candente actualidad gracias al nuevo apogeo populista y sus antagonismos
binarios. Es obvio que las pulseadas ideológicas relevantes fueron llevadas a
cabo por articulistas con fuerte toma de posición, y todo el siglo XIX parece
darle en ese sentido la razón a González. Allí están, para empezar, las feroces
polémicas entre Alberdi y Sarmiento, dos escritores fundamentales. Alberdi
estrena su articulismo con un seudónimo que alude a Larra: Figarillo, un
diminutivo del nombre de fantasía de su maestro, que firmaba como Fígaro. Gesto
que buscaba reconocerse en aquel linaje. El eco de Larra es inconfundible en
Juan Bautista Alberdi, quien en 1830 describía algunos personajes de Buenos
Aires de esta manera:
Hormiga de ese
hormiguero es el Hombre Hormiga (que) muestra desde pequeño lo que ha de ser
cuando maduro (.) entra a la escuela y allí se distingue por su espíritu
mercantil (.) Es el Hombre Hormiga y es el Hombre- azogue en el perseguir la
plata (.) ¿cómo ha de manejar el torno o la lima, él que es delicadito, tan
endeble? Tampoco estudia porque no tiene vocación ni le gustan los libros. Para
el Hombre Hormiga no hay invierno: se levanta con el sol, y a la changa.
Recorre los almacenes y las tiendas y mercadería: pide muestras, los últimos
precios y empieza su peregrinación. ¿Necesita usted guantes? Èl se los
proporciona buenos y baratos. ¿No le han conseguido a usted los habanos? Él
sabe dónde los hay superiores. El Hombre Hormiga no tiene opinión política ni
sigue más bandera que la de remate. No tiene amigos, su amigo es el peso, sus
enemigos son sus semejantes, los otros hombres hormigas que no tienen
conciencia ni moral, ni patriotismo.
Este artículo de la
vida cotidiana con fuerte crítica social preanuncia al otro Alberdi, el jurisconsulto,
el duro fustigador de Rosas, el ensayista que defendió a Urquiza, el ironista
que desató las injurias furibundas de Sarmiento y el razonador que puso en
jaque algunas concepciones políticas y militares de Mitre. Aquel que fue capaz
de escribir en pocas semanas Bases, utilizando sus tratados jurídicos pero
también enhebrando los conceptos de fondo que ya había desarrollado en sus
artículos publicados en periódicos de Uruguay y de Chile. Ese corpus
periodístico fue su verdadero laboratorio intelectual. Los primeros
constitucionalistas tomaron Bases como el cimiento sobre el que edificar
nuestra Carta Magna, y podríamos entonces extremar con entusiasmo el concepto y
conjeturar por fin que la mismísima Constitución nacional es también hija del
articulismo.
Es cierto que para
Sarmiento la prensa y la literatura eran otras formas de la guerra. Y que este
periodismo bélico, que por momentos contradecía el precepto antidogmático de
Johnson, caracterizó a las principales figuras del periodismo de ese siglo
fundante. No menos cierto es que esa clase de ensayista de diarios y revistas
sigue teniendo una vigencia completa. Sólo basta revisar cada día los diarios
del mundo, detectar en sus páginas a los más destacados intelectuales de la
actualidad, y leer por ejemplo La puerta de los asesinos, el libro con el que
George Packer ganó el National Book Award y donde describe con minuciosidad
espeluznante cómo la guerra de Irak fue producto de intensas escaramuzas entre
articulistas ideológicos que intentaban cambiar la historia de los Estados
Unidos y de Medio Oriente. El articulismo, para bien y para mal, sigue siendo
un factor decisivo de la historia. Y esto produce acaso el mismo escozor que le
causaba a Galdós, cuando luego de una dilatada carrera periodística escribió un
cuento satírico llamado "El artículo de fondo", donde denunciaba las
arbitrariedades y el peligroso poder que ya tenían los articulistas.
Por eso es preciso
regresar por un momento a finales del Siglo XIX, para ver cómo se consolidó
esta tendencia ideologizada. Las hoy desprestigiadas palabras
"publicista" y "panfleto" eran entonces sustantivos de alta
valoración. El publicista era un ideólogo de la prensa y el panfleto, un
soporte natural de su cosecha. Formula el escritor y filólogo catalán Oriol Pi
de Cabanyes una distinción crucial. En aquellos tiempos había dos gremios
diferenciados: se distinguía el llamado "escritor público" del simple
"periodista". En la crónica de un entierro de agosto de 1859 se
precisa que un pensador llevaba la representación de los "escritores
públicos" mientras que la de "los periodistas" la llevaba un
artesano de la información. La fuente de Pi de Cabanyes es un libro del
historiador y crítico Joan Lluís Marfany (Llengua, nació i diglòssia). Marfany
deduce allí que "el escritor público" sería "el que escribe no
para un círculo selecto de entendidos sino para todo el que pueda y quiera
leer" y vincula a ese tipo de piezas con "la idea de la
responsabilidad". Primera definición del articulismo, acaso primeros
testimonios de dos profesiones que marchaban juntas pero que ya eran
divergentes y hasta antagónicas: la opinión y la información. William
Deresiewicz, especialista norteamericano en la materia, divide una cosa de la
otra al decir: "Lo que distingue un artículo de opinión de un panorama
periodístico es que el autor busca persuadir y no simplemente informar".
También acierta
Horacio González al recordarnos que las grandes plumas del periodismo argentino
eran hombres con proyectos políticos personales, que desdeñaban la objetividad
profesional y que muchas veces embellecían u opacaban los hechos desde su
perspectiva de facción, como lo hacían los generales ganadores y perdedores
después de las batallas. Muchos de ellos eran polifacéticos -poetas,
estadistas, duelistas, soldados, novelistas, dramaturgos-, tenían posición
tomada, se veían a sí mismo como creadores de sentido y conductores morales e
intelectuales de la sociedad. Con sus ocurrencias y argumentos se fundaron
diarios y partidos, y es bueno admitir que sus debates, a veces tenebrosos para
la sensibilidad actual, forjaron una Nación. De esos escritores comprometidos
con la política descienden muchos otros que harían historia en el Siglo XX. Una
línea de tiempo que va desde Mansilla, Cané y Echeverría hasta Viñas, Sebreli y
Gelman. A ellos les cabe el concepto de Walsh según el cual "la máquina de
escribir puede ser un abanico o una ametralladora". Y es verdad que detrás
de todo gran periódico concebido en los últimos cien años hay por lo general un
articulismo que prefigura o potencia una idea de país, y por lo tanto, una
fuerza que lo encarne.
Donde el autor de
Historia conjetural del periodismo falla es en creer que toda la prensa resulta
un apéndice de la política y que está determinada por esa pulsión guerrera. Los
nuevos periódicos, con su mira en el periodismo norteamericano y su búsqueda
inestable de una cierta objetividad, han brillado en el transcurso de las
últimas ocho décadas con sus reportajes, entrevistas, investigaciones,
denuncias y crónicas narrativas. Y aunque los ideólogos siguieron produciendo
hasta hoy en día sus textos de influencia, éstos conviven a su vez con el
cuerpo profesional de informativistas y militantes del dato objetivo, y con
columnistas que son librepensadores y que sólo aspiran a representarse a sí
mismos. Dice al respecto Manuel Vicent, paradigma del articulista sin partido:
"Mi columna dominical es una garita desde la que disparo". Estos
nuevos francotiradores, estos visitantes de las páginas del diario tienen ideología,
pero ella no necesariamente coincide con la línea editorial ni pretende
participar de la gran política. Algunos de esos articulistas independientes y
apartidarios, como Arturo Pérez-Reverte, aseveran que sus columnas editadas por
XL Semanal no son ni siquiera periodismo, sino simples "ajuste de
cuentas" con la comunidad moderna. Pedro de Miguel, licenciado en Historia
y profesor de Géneros Periodísticos Interpretativos en la Universidad de
Navarra, asegura que "a diferencia del mundo griego y romano, nuestro nuevo
foro son los medios de comunicación", y que desde la llegada de la
democracia y la libertad de expresión, el articulismo es un oficio pago y
reconocido. La mayoría de los autores del articulismo español no son
periodistas, sino escritores. Y este punto determinante nos lleva a un aspecto
central de este discurso de recepción: el artículo como un género literario.
Así como la palabra
ensayo sugiere lo inacabado, el término artículo conduce al verbo articular y
sugiere un arte, un artificio, un artefacto, una artesanía. Como cualquier
género, es practicado por canallas y por héroes, mediocres y eficientes, y
también por prosistas geniales. Ese género es literario porque el ensayo
también lo es, pero sobre todo porque en sus mejores momentos produce una obra
y un estilo de calidad sublimes. El tema se planteó hace poco en la Universidad
Complutense de Málaga, que invitó a algunos de los principales "escritores
periodísticos" para debatir la pregunta del millón: ¿La columna ha llegado
al Parnaso de la literatura? Allí se habló de Manuel Alcántara, de Paco Umbral
y de Manuel Vázquez Montalbán, y también de los múltiples abordajes del
artículo: desde el comentario de la actualidad pura y dura, hasta el relato
costumbrista, la diatriba social, la prosa poética, el ensayo literario e
incluso formas más híbridas como el articuento de Juan José Millás o los
relatos del mercado que escribe Almudena Grandes en la revista dominical de El
País. En efecto, dos coordenadas cruzan al artículo: estética y retórica. El
estilo, se dijo en Málaga, es aquel prodigio por el cual si el autor no firmara
la pieza, de igual modo se reconocería quién la ha escrito. Y su contracara es
un exceso estilístico en el que se ahogan ciertos columnistas, quienes se
permiten ser argumentativamente irresponsables porque manejan bien las
metáforas. Muchos de esos maestros de la nota breve piensan como Borges, es
decir que la nota debe seguir un "planteamiento, desarrollo y
desenlace". En una cena de 1956, Bioy Casares y Borges debaten sobre cómo
deben escribirse los artículos. Dice Borges: "Para mantener el interés del
lector, hay que hacer los artículos como pequeños cuentos". Bioy le
responde: "Creo que hay sin embargo una diferencia. El cuento debe
concluir con lo más importante. El comienzo, en los cuentos, no importa mucho;
el lector sabe que puede esperar algo. En las notas hay que poner lo mejor que
uno tiene en la primera frase. Si no, el lector no entra". Borges escribió
cientos de pequeños artículos de prensa, que pueden consultarse en Inquisiciones,
Discusión, Evaristo Carriego y, sobre todo, en Textos recobrados. En la revista
Sur, comenzaba uno de ellos de esta manera: "Todos sabemos que una fiesta,
un palacio, una gran empresa, un almuerzo de escritores o periodistas, un
ambiente de franca y espontánea camaradería, son esencialmente
horrorosos".
Su gran antagonista,
Arturo Jauretche, y su aborrecido Roberto Arlt harían también historia en ese
mismo género. En Prosa de hacha y tiza el antiguo amigo de Borges recoge sus
colaboraciones y carga sobre las tipologías argentinas:
No sabemos si guarango
y tilingo son términos nuestros -escribe Jauretche-. No hemos consultado a la
Academia. Pero indiscutiblemente son tipos nuestros. Y recíprocos. El tilingo
es al guarango, lo que el polvo de la talla al diamante. O la viruta a la
madera. Producto de un exceso de pulido, o de la garlopa que se pasa. Es la
diferencia que hay entre tomar el vaso 'a la que te criaste' y tomarlo entre
las puntas del índice y el pulgar y con el meñique apuntando a la distancia.
Pero digamos que en el guarango está contenido el brillante y también la madera
para el mueble. En el tilingo nada. En el guarango hay potencialmente lo que
puede ser. El tilingo es una frustración. Una decadencia sin haber pasado por
la plenitud.
Roberto Arlt seguiría
también al maestro Larra en sus Aguafuertes porteñas, que son artículos de
penetración social y perfiles de la vida privada. "Ensalzaré con esmero el
benemérito fiacún -escribe en uno de ellos-. Yo, cronista meditabundo y aburrido,
dedicaré todas mis energías a hacer el elogio del fiacún, a establecer el
origen de la fiaca, y a dejar determinado de modo matemático y preciso los
alcances del término. Los futuros académicos argentinos me lo
agradecerán". Aquí estamos para agradecerlo.
A fines de la década
del 60, Félix Laiño, audaz director del vespertino La Razón, mandó a la calle a
varios asistentes a preguntar por los cafetines por qué razón los lectores
elegían ese periódico popular y no su competencia más empedernida, el tabloide
Crónica, de Héctor Ricardo García. Esa encuesta sui generis arrojó un resultado
significativo: los lectores de La Razón provenían de la misma clase
sociocultural, pero preferían el diario sábana por sus "artículos de
fondo". Laiño parecía perplejo: sabía que sus lectores acudían con la
misma clase de avidez que los compradores de Crónica a la sección Deportes, a
la crónica roja, a los chismes faranduleros y a las informaciones de turf, pero
resulta que al revés de aquéllos, los lectores de La Razón eran aspiracionales
y, por lo tanto, se sentían sucios y vacíos sin un artículo de fondo que los
vistiera y justificara. Un diario no vende únicamente noticias, vende
identidad. Y hoy más que nunca la identidad no está dada por su diseño ni por
sus editoriales institucionales, sino por la calidad y características
empáticas de sus articulistas. Si los articulistas hicieran una huelga general,
ningún diario de la actualidad resistiría más de dos meses en la calle.
Bajo la última
dictadura militar, filtrando pura vida y ácida mirada social, el escritor Jorge
Asís acometería ese formato literario desde las páginas de Clarín bajo el
seudónimo de Oberdán Rocamora. Lo cito:
Porteño, gigante
mínimo, tierno salvaje, hombre o mujer de mil caras o máscaras, estado de
ánimo; montón de vacilaciones, de obstáculos, de contradicciones; un depósito
de recursos, de defensas, un buscador insaciable; un dramático y eterno
aspirante a la terca felicidad. La guita, hermano, that is the question. No hay
que ser un analista demasiado lúcido (basta con ser sincero) para afirmar que
fue la guita la que, literalmente, nos enloqueció.
Junto a su escritorio
en aquella redacción mítica estaba un cronista policial, escritor secreto y
erudito asombroso, que se llamó Emilio Petcoff: salía a la calle y elaboraba
extraños artículos sobre crímenes y misterios bajo el seudónimo Fermín Rivas.
Una de esas piezas tenía el más legendario comienzo de la historia del
periodismo nacional: "Juan Gómez vino ayer a romper el viejo axioma según
el cual un hombre no puede estar en dos lugares al mismo tiempo. Su cuerpo
apareció en una vereda y su cabeza en la de enfrente".
Primero en La Opinión
y después en Página 12, Osvaldo Soriano había deslumbrado con sus ocurrencias,
que iban desde la interpretación sociológica de un partido de fútbol hasta un
recuerdo de su propio padre y de su adolescencia. Lo cito:
Siempre que voy a
emprender un largo viaje recuerdo cosas mías de cuando todavía no soñaba con
escribir novelas de madrugada ni subir a los aviones ni dormir en hoteles
lejanos -escribía, a modo de diario íntimo-. Esas imágenes van y vienen como
una hamaca vacía: mi primera novia y mi primer gol. Mi primera novia era una
chica de pelo muy negro, tímida, que ahora estará casada y tendrá hijos en edad
de roncanrol. Fue con ella que hice por primera vez el amor, un lunes de 1958,
a la hora de la siesta, en una fila de butacas rotas de un cine vacío.
Al diario LA NACIÓN lo
sobrevuelan fantasmas ilustres del articulismo. Desde Darío, Martí, Ortega,
Valle Inclán, Hemingway, Pirandello, Alfonso Reyes, Gabriela Mistral, Onetti,
Bryce Echenique, Octavio Paz y Edwards hasta Borges, Bioy y Sabato. Y por
supuesto, un redactor propio llamado Manuel Mujica Láinez que compondría
artículos extraordinarios sobre viajes, historia y alta cultura. Manucho seguía
los pasos de Mansilla y de José Hernández pero a la vez ejercía de crítico
literario y divulgador de las artes, tradición que luego continuarían Eduardo
Mallea, Jorge Cruz (miembro de esta Academia, que por cierto está integrada por
articulistas de lujo y fuste) y también Hugo Becaccece, un periodista cultural
cuyas piezas periodísticas -de un preciosismo deslumbrante-, pueden leerse hoy
en dos libros de colección que serán clásicos: La pereza del príncipe y
Pérfidas uñas de mujer. Esos textos sólo pueden ser comparados con los que
viene escribiendo desde hace años Juan Forn en las contratapas de Página 12,
donde practica un ensayo magistral y didáctico alrededor de la literatura; un
trabajo similar o equivalente hacen en El País de Madrid, Antonio Muñoz Molina;
en La Vanguardia de Barcelona, Sergio Vila-Sanjuán, y en El Mundo de España,
Antonio Lucas, que se crió en la bohemia del Café Gijón.
Una de las
incorporaciones fundamentales de LA NACIÓN de Buenos Aires fue Tomás Eloy
Martínez, que desde Nueva Jersey escribió artículos memorables para la página
de Opinión; su columna alternaba cada quince días con la de su amigo Vargas
Llosa. Lo cito:
Hace un año parecía
que la Argentina iba a caer en un abismo irremediable y, sin embargo, aunque
postrada, todavía no ha sucumbido. Los motivos de la cólera desatada a fines de
2002 siguen intactos -las mismas figuras políticas, los mismos jueces dudosos,
la corrupción sin fisuras, la miseria creciente-, pero la voluntad de
sobrevivir ha sido más fuerte que la adversidad y que las decepciones. La
víspera del año nuevo oí, a la entrada de una librería de la avenida Santa Fe,
una observación que me parece el mejor resumen de este largo limbo. 'Si se
acabaron los golpes de cacerola y las marchas para que se vayan todos, no es
porque la gente se haya cansado de pelear, sino porque ha perdido las
esperanzas de que algo cambie -le decía una mujer a otra-. Donde no hay
ilusión, no puede haber desilusiones'. Buenos Aires se ha convertido, desde
hace ya algún tiempo, en una ciudad extraña. Los edificios mantienen su belleza
a partir de las segundas y terceras plantas, pero a la altura del suelo son una
ruina, como si el esplendor del pasado hubiera quedado suspendido en lo alto y
se negara a bajar o a desaparecer.
Poco antes de morir de
una enfermedad que le fue bloqueando paulatinamente todo el cuerpo, el autor de
La novela de Perón y Santa Evita me contó dos cuestiones que vienen al caso:
hacía rato quería escribir un ensayo donde argumentaría que en determinados
niveles el periodismo y la literatura de ficción eran lo mismo, y que cada
mañana se arrojaba de la cama y se arrastraba hasta la computadora para
escribir una línea más de la columna que debía entregar a la semana siguiente.
Una más, una línea más. "Porque escribir es la única razón por la que
seguir vivo", me dijo sin rebajarse a lo sentimental, pero con una actitud
heroica que todavía me eriza la piel.
El libro sobre las
equivalencias entre el periodismo y la literatura quedó cancelado con su
muerte, pero el asunto sigue vivo, candente, es nuclear y alude al modo con que
los escritores de artículos se toman la materia. No conozco a ninguno de ellos
que no ponga en sus notas el mismo esfuerzo, la misma angustia y exigencias con
que acometen la página en blanco de un poema, de una novela o de un cuento. A
diferencia de muchos periodistas acostumbrados a la entrega caliente e
industrial, ningún escritor es capaz de "despachar" un texto que
lleva su firma. España sigue teniendo, pese a todos estos ejemplos argentinos,
los mejores "escritores de diario". Muchos de ellos fueron reclutados
por Juan Cruz Ruiz, gran cazador de talentos: primero jefe cultural de El País
de Madrid y luego director editorial de Alfaguara. Gracias a su insistencia,
muchos escritores como Millás, Llamazares, Rivas, Muñoz Molina, Elvira Lindo y
recientemente Boris Izaguirre arribaron a los periódicos. Y también gracias a
su comprensión acerca de la importancia de los artistas del periodismo, las
compilaciones de artículos son habituales en las mesas de las librerías
españolas. Juan Cruz sigue así el consejo de Borges, quien meditaba sobre el
asunto de esta manera: "Hay tanta actualidad que no hay pasado. Lo bueno
de los libros es que están escritos para la memoria. Lo malo de los diarios es
que están escritos para el olvido. El mismo artículo, leído en un libro, se
recuerda; leído en un diario, se olvida".
Se podría hablar aquí también
de los grandes articulistas de América latina, lista que encabezan hoy Juan
Villoro, Sergio Ramírez, Carlos Franz y Enrique Krause. Pero para describir
someramente este fenómeno desde el punto de vista del estilo me referiré de
nuevo a algunos prosistas espléndidos de España, como Manuel Vicent, y esos dos
escritores que son el agua y el aceite: Pérez-Reverte y Marías.
Manuel confecciona sus
piezas dominicales con una rara delicadeza poética, sin signos de punto y
aparte para no romper el hechizo, y con un lenguaje a veces sobrenatural.
Cuando las columnas imperecederas pasan a un libro, como Las horas paganas, se
leen de otra manera. Como muestra, leo un párrafo al azar de ese volumen, que
no hubiera disgustado a Borges:
Todos los dioses de la
mitología, desde Zeus al último mono del Olimpo, si fueran humanos y vivieran
en Suecia estarían en la cárcel -escribe Vicent-. Sucedería lo mismo con los
grandes personajes de la Biblia. Ninguno de esos facinerosos saldría absuelto
del tribunal de Nuremberg. Por ejemplo, el rey David mandó a la primera línea
de guerra a un amigo íntimo sólo para quitarle la mujer y, a pesar de eso, ha
dado nombre a un hotel de cinco estrellas en Jerusalén. La historia va
cristalizando sus mitos y éstos nos alimentan. Pero ahora que se ha agotado la
cerna de los héroes de peluquería se ha puesto de moda volverle los forros a
figuras insignes ya muertas y así resulta que Mao Tse-Tung es un abuelo
libidinoso que nunca se lavó los dientes y Kennedy no era sino un fauno de
ascensor.
Su colega Javier
Marías se ha convertido en un narrador de sensibilidades que están en el aire y
de conductas humanas que han ido cambiando en los últimos veinte o treinta
años. Su corpus analítico denuncia el retroceso del sentido común, la
inquisición políticamente correcta y la estupidez mediática y popular. Su
cartografía, como articulista, resulta vasta, y los historiadores sociales del
futuro encontrarán en ella los hilos invisibles, los grandes malentendidos que
mueven esta época. Ese afán lo ha metido en controversias enojosas. El año
pasado narraba su paseo por una ciudad del interior de España, y lo hacía con
esta lógica de no ser complaciente ni siquiera con el hombre de a pie. Lo cito:
La terraza de un
local, en una plaza muy grata, está de bote en bote, pero no hay muchas
personas esperando de pie a que se quede libre alguna mesa (.) Decidimos
aguardar un poco, a ver si hay suerte. Delante sólo tenemos a un grupo, eso sí,
de ocho o nueve, como son ahora todas las familias, que no se separan ni a
tiros. Por fin se liberan las suficientes mesas para juntarlas y dar cabida (.)
Las camareras las están preparando, y de vez en cuando se aproxima a ellas
"el padre": un tipo de cuarenta y tantos años, con aspecto innoble:
pantalones de esa longitud criminal que aniquila al más apuesto, por encima o
por debajo de las rodillas, y que por tanto lleva hoy todo el mundo; una
camisola por fuera, a la vez holgada y prieta (quiero decir que no le contenía
las grasas y sin embargo le realzaba los vergonzosos pechos que estaba
desarrollando); un sombrerito ridículo; chanclas; una barriga infame que le
impediría verse los pies desde hace tiempo. Este sujeto había decidido
supervisar el trabajo de las camareras, les daba órdenes impertinentes y sobre
todo les ponía pegas. No era hora ni lugar para poner ninguna, conseguir mesa
para tantos era para darse con un canto en los dientes. Regresaba a la
"cola" y alardeaba de sus intervenciones ante su mujer y una cuñada
(supongo), con no mejor aspecto ni tampoco más educadas. "¿Qué les has
dicho a esas tías, qué pasa?", le preguntaban ellas. "Qué coño les
voy a decir, que no nos gusta esa mesa, que queda fuera de los toldos; que la
corran para allá, no nos va a dar esta puta solanera". Aquello era imposible,
no había hueco para correr nada. "Y ni siquiera nos ponen mantel",
agregaba, "les he mandado ir por uno". Aquel no era sitio de
manteles, si acaso de mantelitos de papel, el típico lugar de tapas y raciones.
"¿Qué se creerán las tías?", exclamaba una de las mujeres, como si
estuvieran en el Ritz y les hubieran faltado al respeto, a ellos, que tenían
dinero.
Pérez-Reverte comparte
esta misma trinchera con su camarada de armas, pero suele explotar además otras
vetas. Para empezar, su experiencia de 21 años como corresponsal de guerra; el
conocimiento directo de la marginalidad, los barcos y las batallas; la historia
universal como repetición y analgésico, las invectivas contra el analfabetismo
político y el despiadado retrato de arquetipos sociales contemporáneos. A veces
usando una ironía devastadora; en ocasiones creando una prosa salpicada de
lengua plebeya, para la que tiene un oído absoluto. Uno de sus primeros
artículos se llama "La fiel infantería" y narra desde adentro un
cuadro de Velázquez: La rendición de Breda. El punto de vista está puesto en un
simple soldado y es el momento en que las tropas españolas, tras vencer a los
holandeses, posan para la posteridad. La voz oculta relata la dura verdad de la
batalla detrás de los generales, los caballos y las banderas. Detrás de la
gloria.
Otro artículo que dio
la vuelta al mundo puede hoy leerse en el libro Con ánimo de ofender y fue
escrito diez años antes de que estallara en Estados Unidos la gran burbuja
financiera y la crisis de Lehman Brothers. El artículo, que fue profético y que
muestra el instinto político de su autor, comenzaba así:
Usted no lo sabe, pero
depende de ellos. Usted no los conoce ni se los cruzará en su vida, pero esos
hijos de la gran puta tienen en las manos, en la agenda electrónica, en la
tecla intro del computador, su futuro y el de sus hijos. Usted no sabe qué cara
tienen, pero son ellos quienes lo van a mandar al paro en nombre de un tres
punto siete, o un índice de probabilidad del cero coma cero cuatro. Usted no
tiene nada que ver con esos fulanos porque es empleado de una ferretería o
cajera de hipermercado, y ellos estudiaron en Harvard e hicieron un máster en
Tokio, o al revés, van por las mañanas a la Bolsa de Madrid o a la de Wall
Street, y dicen en inglés cosas como long-term capital management, y hablan de
fondos de alto riesgo, de acuerdos multilaterales de inversión y de
neoliberalismo económico salvaje, como quien comenta el partido del domingo.
Usted no los conoce ni en pintura, pero esos conductores suicidas que circulan
a doscientos por hora en un furgón cargado de dinero van a atropellarlo el día
menos pensado, y ni siquiera le quedará el consuelo de ir en la silla de ruedas
con una recortada a volarles los huevos, porque no tienen rostro público, pese
a ser reputados analistas, tiburones de las finanzas, prestigiosos expertos en
el dinero de otros. Tan expertos que siempre terminan por hacerlo suyo. Porque
siempre ganan ellos, cuando ganan; y nunca pierden ellos, cuando pierden.
Es muy interesante
también revisar la influencia que algunos articulistas han tenido en la
política española actual. Arcadi Espada, hoy en el diario El Mundo, es un
sólido polemista político de primer nivel y, aunque ya tomó distancia, fue de
hecho ideólogo del partido Ciudadanos. El anterior editor de ese periódico,
Pedro J. Ramírez, fue un articulista filoso y es un autor de ensayos: tal vez
el tren del Partido Popular no hubiera alcanzado el poder si antes Pedro J.,
que luego lo criticó y lo llenó de denuncias, no hubiera puesto antes los
rieles. Su archienemigo de toda la vida, hoy miembro de la Real Academia
Española, Juan Luis Cebrián, articulista esencial y escritor de largo aliento,
es considerado uno de los grandes intelectuales de Iberoamérica. Visto en
perspectiva, fue un actor decisivo en el éxito de la Transición y del Partido
Socialista Obrero Español, a cuyos dirigentes no dejó de investigar ni criticar
con dureza cuando fueron gobierno.
El articulismo
político tiene también sus variantes. La primera forma es practicada por
periodistas (la Argentina es pródiga en firmas excelentes) y su sesgo
constitutivo es la información analizada: un panorama de coyuntura, la trama
secreta de los hechos y sus consecuencias. La segunda suele estar en manos de
escritores, por lo general surgidos de la politología, la economía, la
sociología y la historia, pero también de la novela, el cuento y el poema.
Estos últimos son fondistas, su carácter es más ensayístico que periodístico, y
cuando son capaces de crear un estilo, pueden arañar el arte, algo que ocurre
excepcionalmente en la Argentina. Mi trabajo dominical intenta, con modestia,
inscribirse en esa tradición y busca sin conseguirlo ese objetivo: pensar el
fondo de la política y hacerlo con una prosa literaria. Es por eso que resulta
para mí un inmenso honor integrar esta Academia en mi doble condición de
narrador de ficciones y articulista de diario, y sentarme nada menos que en el
sillón Juan Bautista Alberdi, que mis compañeros académicos con generosidad me
han destinado.
Este discurso
pretendió trazar una genealogía del articulismo cruzada por el gusto personal,
y por lo tanto llena de olvidos y arbitrariedades: no puede ser una historia
sino apenas el pequeño esbozo de un fenómeno muy amplio, un fogonazo en el
infinito firmamento del articulismo en lengua española. El artículo está en el
Parnaso de la literatura, se sienta a la mesa y mira de igual a igual al
cuento, la novela, el ensayo largo y el poema. Se ha hecho imprescindible para
entender, para sobrevivir a la velocidad y a la polución mediática de nuestras
sociedades, y así como los otros géneros tienen una crítica concienzuda, éste
deberá en algún momento ser estudiado con cuidada atención y por especialistas
en la materia. En efecto, gran parte de lo mejor de la literatura moderna se
está escribiendo en los diarios, aunque ni siquiera sus propios autores sean
capaces de reconocerlo. Esas piezas de cada día, que a veces son una meditación
y otras un retrato, en ocasiones un abanico o una ametralladora, fueron
escritas para el instante, pero muchas de ellas treparán a la inmortalidad.
Aunque sirvan para envolver el pescado del día siguiente. Noble destino de
cualquier diario de todos los tiempos. Muchas gracias.
Las columnas y notas de Jorge Fernández Díaz pueden leerse en Agensur.info
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