Por Fernando Savater |
Albricias en titulares el pasado fin de semana: “Francia
derrota al radicalismo”, “Francia frena a los populistas”, etcétera... Sabemos
lo que quieren decir y yo comparto la alegría que expresan, pero siento cierto
malestar al leerlos. Me parece demasiado cómodo, incluso francamente engañoso
atribuir a Francia el papel de San Jorge derrotando al dragón.
Porque el dragón, digan lo que quieran los psicoanalistas,
no formaba parte de San Jorge, mientras que ese radicalismo, populismo o
neofascismo vencido sí forma parte de Francia.
¿Acaso no son franceses los votantes del FN, tanto como los
que se han abstenido después de elegir en la primera vuelta opciones no mucho mejores,
o incluso los lunáticos que salen estos días a la calle protestando contra los
resultados electorales, es decir, contra el derecho de los demás ciudadanos a
escoger a quien prefieran?
También los que menos nos gustan son paisanos nuestros:
vivir en democracia es renunciar a decidir quién merece habitar la tierra y
quién no. Por eso consideramos abominablemente equivocados a los racistas y
también a los que sustituyen el racismo clásico por la lucha de clases o castas
para establecer quién es digno de habitar la política.
En Euskadi se decía con optimismo irrisorio “no son vascos,
son asesinos”, como si ambas condiciones fuesen excluyentes. Y Franco se
inventó una anti-España para sus adversarios, que albergó a la fuerza a muchos
de los que hoy nos vemos convertidos en “españolistas”.
Pero no hay una Francia, una España o una Europa excelsas,
sedes unánimes de virtud por encima de los ciudadanos: son éstos los únicos
contantes y sonantes, con sus enfrentamientos y luchas por el poder. De ese
combate permanente —el buen demócrata es un conservador inconformista— sale el
país de todos, un concierto discordante.
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