Por James Neilson |
En buena parte del mundo occidental, pero sobre todo en
Europa, la nostalgia se ha puesto de moda, lo que dista de ser sorprendente:
todos entienden que se han ido para siempre no sólo los días de supremacía
imperial, cuando los ejércitos de Alemania y el Reino Unido pudieron hacer del
norte de África un gran campo de batalla sin preocuparse en absoluto por lo que
pensaban de sus actividades los habitantes, sino también aquellos en que la
prosperidad universal, garantizada por un Estado benefactor y una economía
pujante, parecía estar al alcance de la mano.
El futuro ya no es lo que fue. Los líderes europeos tienen
muchos motivos para temerlo. Saben que les van en contra las tendencias
demográficas, que son desastrosas, el resurgimiento espectacular de China, un
gigante cuya población duplica la de Europa, y los desafíos truculentos
planteados por el islamismo militante, además de lo difícil que está resultando
impedir que decenas de millones de personas se hundan en la miseria. Algunos
políticos, como Marine Le Pen, apuestan al populismo, a defender cueste lo que
cueste lo que queda de lo suyo; otros, como el nuevo presidente galo Emmanuel
Macron, reclaman más de lo mismo, es decir, “más Europa”. Macron parece creer
que en el fondo la crisis es anímica y que si los europeos, comenzando con los
franceses recuperaran la confianza en su propio destino, serían capaces de
superar todos los obstáculos que enfrentan.
Al iniciar el quinquenio en el poder que el electorado le ha
dado, Macron procuró entusiasmar a sus compatriotas hablándoles en términos
grandilocuentes de la fortaleza de Francia que, según él, está “al borde de un
renacimiento extraordinario” y de su rol internacional como “voz de la libertad
y de la solidaridad”. Dice que le corresponde “inventar el futuro”. Se trata de
una propuesta que es tan voluntarista como la de Donald Trump, el que no bien
asumió se proclamó el protagonista de “un nuevo capítulo de la grandeza
estadounidense”. También hace recordar las promesas muy simulares que fueron
formuladas cinco años antes por el socialista François Hollande que en su
momento merecieron el aplauso de sus correligionarios.
Si bien Macron logró brindar la impresión de no ser un
producto típico del elitista establishment francés, la trayectoria académica y
profesional del ex banquero lo hace un miembro orgánico de dicha cofradía. Lo
mismo que sus congéneres del resto de Europa, entre ellos los óptimamente
remunerados “burócratas de Bruselas”, personajes como el luxemburgués
Jean-Claude Juncker, que manejan la Unión Europea sin tener que enfrentar
elecciones, de ahí “el déficit democrático” que los euroescépticos han
aprendido a aprovechar, es un ideólogo amigo de las abstracciones. Lo subrayó
el alcalde de una localidad normanda, Édouard Philippe, que, en medio de la
campaña, se mofó del hombre al afirmar en un artículo periodístico que “el país
debe elegir a un capitán de barco ante una tormenta, y Macron nos dice: ‘Soy la
persona adecuada: nunca he subido a un barco pero he visto muchos’. Felizmente
para Philippe, el presidente no parece guardar rencor: lo designó primer
ministro.
Aunque Macron habla pestes del nacionalismo, a su manera es
tan nacionalista como Marine Le Pen. Sus pretensiones gaullistas no se limitan
al deseo explícito de ubicarse por encima de la politiquería cotidiana que
practican los mortales comunes. Lo mismo que el general y sus antecesores
inmediatos en el Palacio del Eliseo, da por descontado que Europa debería ser
dominada por un “eje” franco-alemán, uno en que los franceses se encargarían de
la estrategia mientras que los teutones se limitarían a suministrar el poder
económico. El arreglo así supuesto funcionaba durante años merced a la
resistencia de los alemanes, por razones históricas comprensibles, a desempeñar
un papel político hegemónico, pero mucho ha cambiado últimamente. Angela Merkel
lleva la voz cantante en la UE y a Macron no le sería nada fácil convencer a
los franceses, para no hablar de los demás europeos, de que es su igual. No se
equivocaba por completo Le Pen cuando, en vísperas de su derrota electoral,
dijo: “De todas formas, Francia será dirigida por una mujer, yo o Merkel”.
Para Macron, la relación con Alemania es fundamental no sólo
por motivos de orgullo sino también porque quisiera encontrar la forma de
obligarla, a través de algún mecanismo financiero de apariencia neutral, a
darle dinero para suavizar el impacto de las medidas “neoliberales” que a su
juicio serían imprescindibles para sanear las cuentas de su país. De más está
decir que a los alemanes, tan severos ellos, no les gusta para nada la idea.
Puede que les resulte atractivo lo de “más Europa”, pero no están dispuestos a
forzar a los contribuyentes de su país a subsidiar a socios en su opinión
irresponsablemente manirrotos como Grecia, Italia y, algunos susurrarían, la
mismísima Francia. De todos modos, en cuanto se consagró como presidente en
París, Macron fue a Berlín, donde fue recibido con pompa pero no consiguió
mucho más que felicitaciones por no ser Le Pen, para reunirse con Merkel.
En la campaña en que, luego de superar por un margen
reducido al trotskista Jean-Luc Mélenchon y el conservador François Fillon,
triunfó sin problemas sobre Le Pen, Macron se esforzó por alejarse de la
izquierda y la derecha a fin de no asustar a los votantes, pero al elegir como
primer ministro al conservador Philippe y, para más señas, hablar de
flexibilización laboral, en efecto anunció que la política económica de su
gobierno sería derechista. De tal forma, desafió al cuarenta por ciento del
electorado que, en la primera ronda, votó a favor de Le Pen o Mélenchon porque
no quería que Francia se rindiera a la lógica “neoliberal” propia de la
globalización a la que atribuye sus penurias.
Como tantos otros gobernantes europeos, Macron estará
íntimamente convencido de que las presuntas alternativas al rigor fiscal
extremo son contraproducentes, puesto que a lo sumo sólo sirven para demorar la
hora de la verdad y hacen aún más difícil una eventual recuperación, pero
desgraciadamente para él, una proporción significante de los franceses no
comparte su punto de vista.
Aunque Francia sigue siendo un país rico y la Argentina es
pobre, la situación en que Macron se halla se asemeja mucho a aquella de
Mauricio Macri. Después de crear sus propias agrupaciones políticas, los dos
llegaron a la cumbre gracias a los errores y fracasos de los líderes de los
partidos que se habían acostumbrado a ocuparla. Ambos son de mentalidad
tecnocrática, si bien, luego de años como jefe del gobierno porteño, Macri no
pudo ufanarse, como hizo Macron, de su falta de experiencia administrativa.
Asimismo, ambos esperan que los inversores internacionales, encandilados por su
carisma personal y por la promesa de que en adelante sus países respectivos
experimentarán milagros económicos, los apoyen con dinero contante y sonante,
de tal manera ahorrándoles la necesidad de llevar a cabo ajustes dolorosos. Con
todo, aunque no cabe duda de que le convendría al establishment occidental que
Macron y Macri tuvieran éxito, para conseguir el respaldo material que piden, tendrían
que producir algunos, tal vez muchos, logros concretos.
La tarea que ha emprendido Macron es la más difícil. Desde
hace mucho tiempo, Francia ha sido gobernada por representantes de las
tradiciones políticas principales del mundo democrático, no por populistas
improvisados, congénitamente facilistas y a menudo fenomenalmente corruptos, de
suerte que no le va a ser del todo sencillo encontrar soluciones para sus
muchos problemas. Por lo demás, el país forma parte de una federación
supranacional que, si bien cuenta con el apoyo fervoroso de Macron, estará en
condiciones de ocasionarle una multitud de disgustos si trata de impulsar
reformas encaminadas a hacer menos rígidas las reglas imperantes en la
Eurozona. En tal caso, podría enterarse de que “más Europa” equivale a “menos
Francia”, lo que no lo ayudaría a apaciguar a sus muchos adversarios sindicales
y políticos que, como es natural, lo acusarán de actuar como un títere
manipulado por los alemanes.
El que, a pesar de todos los esfuerzos de los conservadores,
socialistas democráticos y miles de funcionarios sumamente capaces, tantos
franceses hayan votado por personas ajenas a los movimientos tradicionales en
una versión propia de “que se vayan todos”, refleja la gravedad de la crisis
que están sufriendo todos los países ricos. Es evidente que no hay soluciones
fáciles para los problemas causados por la tecnología, la competitividad cada
vez mayor de China y, se prevé, de la India, la inmigración a un tiempo masiva
e indiscriminada y el terrorismo islamista, pero puede que no haya soluciones
de ninguna clase, que los franceses y sus vecinos tengan que resignarse a un
futuro signado por el desempleo estructural en aumento constante, enclaves
dominados por enemigos declarados del estilo de vida europeo y una brecha que
se amplía por momentos entre los ingresos de una fracción reducida de la
población y aquellos de la mayoría. Podría decirse que tanto Europa como
Estados Unidos están latinoamericanizándose con rapidez y que, hasta ahora,
nadie ha encontrado la forma de revertir lo que está ocurriendo.
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